Todo periodista de fuente política o politólogo está obligado a trabajar fuera de un típico horario de oficina, porque la política no sigue ese horario. Además, la expectativa de inmediatez que produjeron las redes sociales, de la cual la interpretación de hechos políticos no está exenta, impone mayores compromisos. Sin embargo, en países, digamos, políticamente decentes hay un orden por el cual los dedicados a aquellos oficios por lo general saben cuándo les tocará estar trabajando mientras el resto de la población ve series de Netflix o saca a pasear al perro.
Venezuela, en cambio, te pone a trabajar en ese sentido sin avisar y frenéticamente. Eso fue lo que pasó bien entrada la noche del 30 de noviembre, cuando a solo tres horas de que venciera el plazo establecido por las autoridades estadounidenses para ver ciertos cambios en la situación política venezolana, so advertencia de regreso de sus sanciones sobre la elite chavista en caso contrario, las partes involucradas en el llamado “Acuerdo de Barbados” anunciaron la apertura de un proceso por el cual políticos inhabilitados podían apelar el veto en su contra ante la Sala Político Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ). De esa forma, se dio respuesta a la solicitud de Washington sobre un mecanismo que permita a todos los interesados en ser candidatos presidenciales en Venezuela el próximo año y lanzar efectivamente sus candidaturas. Estados Unidos reconoció el gesto, aunque sin mucho entusiasmo y manifestando a la vez preocupación porque su otro pedido, la liberación de presos políticos, sigue sin atender. Dado que complacer a los norteamericanos con ese particular implica un costo mínimo para el chavismo, sería políticamente absurdo poner en riesgo el alivio de sanciones por rehusarse. Asumamos entonces que ceden, o que no lo hacen pero de todas formas EE.UU. no reanuda las sanciones, para pasar a lo medular del presente acuerdo.
Pudiera decirse que los signatarios de Barbados corrieron la arruga, pues no hay garantía alguna sobre el destino de las aspiraciones presidenciales de una inhabilitada: María Corina Machado, la que realmente importa por tratarse de la ganadora de la primaria opositora. Todo el mundo sabe que el TSJ es un apéndice de la elite chavista y que será ella la que decida qué hacer con la candidatura de Machado. Lo demás es barniz institucional para una decisión tomada a título privado.
Ahora bien, el nuevo pacto, según varias exégesis que expresan inquietudes legítimas, está diseñado para poner a Machado en una posición que desaliente su participación, o que la haga extremadamente vulnerable o que hasta se la niegue de entrada. Está el apartado “B” del cuarto punto del Acuerdo, que exige a los “beneficiarios”, entre otras cosas, “resguardar y proteger la soberanía y la integridad territorial del país”. Se puede interpretar tal cosa, sin mucha dificultad, como un veto a quienes rechazaron la “consulta” sobre el reclamo del Esequibo, tal como hizo Machado. Luego tenemos el apartado “C”, que reza que los interesados deben comprometerse a acatar el fallo del TSJ. Entonces, si la corte emite sentencia en contra de Machado, ella tendría que desistir de su candidatura.
Imaginemos que pese a todo eso, Machado apela. Hay quienes han advertido que esa decisión socavaría su base de apoyo, sobre todo por aquellos que la han seguido por sus posiciones antisistema, ya que ella estaría “reconociendo la legitimidad del TSJ y todo lo que representa”. Un juicio que me parece apresurado. Pudiera ocurrir, aunque no lo garantizo, si el requisito es una especie de pronunciamiento físico difundido ad nauseam por el aparato de propaganda chavista. Algo así como cuando los gobernadores electos de Acción Democrática bajaron la cabeza ante la “Asamblea Nacional Constituyente” en 2017. Pero si la apelación se reduce a un típico trámite burocrático de introducción de documentos, que puede hacerse con total discreción y sin ninguna pompa o grandilocuencia, pienso que el efecto en la opinión pública será insignificante.
Tampoco me parece que hay que retorcerse mucho en el meollo con respecto al compromiso de acatamiento de la sentencia. Después de todo, se trata de una consideración inequívocamente política, no jurídica. No me extrañaría que, en caso de un fallo adverso, Machado insista en reclamar por su habilitación, argumentando que esperaba un “juicio” justo que no obtuvo y que se inclinó por agotar ese recurso por colaborar con lo que pudo haber sido una última oportunidad de avance por la vía conciliadora. Si alguien cree que tal proceder sería incoherente y chocante para la base opositora, pues téngase en cuenta cómo Machado logró ser la gran beneficiaria de la primaria opositora a pesar de su rechazo previo a las iniciativas electorales de la oposición. La clave está en las comunicaciones. Yo ya la subestimé por ese lado. No volveré a hacerlo. Al menos no justo ahora.
En fin, si Machado apela, la arruga de Barbados quedaría corrida por un tiempo indefinido, que al Gobierno le convendría extender todo lo que pueda en aras de blindar el alivio de sanciones. Algo podrá sacar en cuanto a recursos vía exportaciones de petróleo no obstaculizadas, incluso si finalmente decide mantener la inhabilitación de Machado y con ello las sanciones regresan. El país entero seguiría en el stand-by en el que estamos desde la Primaria. Machado, por su parte, en todo ese período estará menos presionada por las expectativas de su base de apoyo a tomar acciones “radicales” (entiéndase, fuera del marco de instituciones controladas por el chavismo) para exigir que la habiliten.
¿Y si Machado no apela? Sería su ruptura con el Acuerdo de Barbados. Entonces, la referida presión para que tome medidas más contundentes aumentaría de forma drástica. No habría más margen de maniobra para su candidatura dentro de las negociaciones con el Gobierno. Sería entonces el momento para ver cuán alineadas están las expectativas de la ciudadanía que la apoya con su disposición al riesgo. Porque el único recurso con el que contaría Machado para ejercer presión interna sería la convocatoria a protestas cívicas y pacíficas, con todo lo que ello implica en términos de posible represión por el Gobierno.
Lo más probable es que cuente por esa vía con el apoyo del resto de los partidos de la oposición antisistema (Voluntad Popular, La Causa R, Encuentro Ciudadano, etc.). Mucho menos seguro es el respaldo de la oposición pro-sistema (Un Nuevo Tiempo, Acción Democrática, buena parte de Primero Justicia, etc.). Estos partidos, que se han comprometido a apoyar a Machado como ganadora de la Primaria, pudieran desistir de ese compromiso, alegando que ella se “autoexcluyó” (término que tomó prestado no por casualidad del discurso de Henry Ramos Allup) de las elecciones presidenciales cuando decidió no apelar. Para que esta división sea irrelevante, Machado tendría que mantenerse como la única dirigente con gran aprobación popular, como lo es ahora, según encuestas citadas en la última emisión de esta columna.
Otra incógnita es lo que haga el Gobierno de Estados Unidos en este escenario. Como he dicho antes, no necesariamente Washington se incline por seguir exigiendo elecciones total o siquiera parcialmente libres y justas en Venezuela, incluyendo el fin de las inhabilitaciones arbitrarias. Otros intereses, como la procura de petróleo barato, pudieran prevalecer. Si las sanciones permanecen levantadas, sería un perjuicio grande para la causa de Machado, pues no habría presión externa alguna que complemente la interna.
Cierro este artículo en tono parecido al de su predecesor: los desafíos que esperan a Machado, por donde quiera que vaya, son inmensos. No podía ser de otra forma, el estar al frente de la oposición a un gobierno insólitamente arbitrario.