Creo que pocas situaciones en Venezuela bajo gobierno chavista han producido tanta perplejidad y horror como el auge de la violencia delictiva. ¿Por qué el chavismo lo permitió? Responder a esta pregunta es todo un “cangrejo”, por ponerlo en términos de jerga policial venezolana. Obviamente, el misterio no radica en el sufrimiento extremo de una población víctima de robos, secuestros y asesinatos. Esa es solo una faceta más de la característica indiferencia de la elite gobernante a los pesares de las masas.
Pero es que además, a primera vista al menos, semejante laxitud ante el hampa tampoco le convenía al Gobierno. Max Weber definió al Estado como un ente que tiene el monopolio sobre la violencia legítima en un territorio y sobre la población que habita el mismo. Dejando de lado la cuestión sobre la legitimidad, ¿por qué a un actor político con una voluntad de poder tan grande como el chavismo estaría dispuesto a tolerar en su territorio la existencia de otros actores fuertemente armados y capaces de ejercer su propio control? Con la infinidad de cosas que se puede criticar a la dictadura castrista en Cuba, históricamente el modelo del chavismo, hay que decir que no tiene nada que se parezca siquiera al problema venezolano de inseguridad.
Ahora el Gobierno dice estar ocupándose de una de las manifestaciones más graves del fenómeno. A saber, con la toma del control de las cárceles que eran gobernadas por los llamados “pranes”, o jefes de bandas criminales gigantescas. Hay algo particularmente grotesco en la celebración por las autoridades, como si fuera un gran logro, de la ocupación de aquellos establecimientos que encarnan la más esencial de las funciones del Estado, tal como la enunció Thomas Hobbes: preservar la integridad física y la propiedad privada de sus ciudadanos mediante la persecución y castigo de quienes atenten contra las mismas. Ciertamente, no es algo sin precedentes. El uso de las prisiones como centros de operaciones por los mismos delincuentes que habitan en ellas es algo relativamente común en Estados con instituciones débiles o corruptas. Solo tenemos que ir al otro lado de las sierras de Parima y Tapirapecó para ver un ejemplo, en Brasil, donde pandillas como el Primeiro Comando da Capital y el Comando Vermelho han hecho de las suyas desde atrás de las rejas.
Pero en el caso venezolano es aun más descarado porque implica el fracaso o, peor, la negligencia deliberada de instituciones hechas con el fin de atender un problema que ya para entonces tenía dimensiones terribles. ¿O es que acaso no han transcurrido más de 12 años desde que Hugo Chávez decretó la creación del Ministerio para el Servicio Penitenciario?, ¿qué pasó con los recursos adjudicados a esa cartera? Preguntas retóricas que no impiden a la elite chavista fingir que no tuvo nada que ver con el desastre en las cárceles, por el que más bien culpa a la oposición.
En todos esos años vimos intervenciones parecidas y hasta el cierre de prisiones que el Gobierno al parecer dio por causas pérdidas, como “La Planta” en Caracas. Pero esos fueron casos atomizados y producidos por situaciones particularmente críticas en penales específicos. Esta vez hay un patrón. Al momento de escribir estas líneas, siete prisiones han sido tomadas: las informalmente conocidas como “Tocorón” (en Aragua), “Tocuyito” (Carabobo), “Puente Ayala” (Anzoátegui), “La Pica” (Monagas), “Vista Hermosa” (Bolívar) y “La Cuarta” (Yaracuy), así como el Internado Judicial de Trujillo.
Entonces, ¿por qué ahora? Creo que, por darse en simultáneo con la campaña para la primaria opositora, es un aspecto de la política venezolana contemporánea que no ha recibido la atención que debiera. Es muy temprano para emitir una opinión definitiva. Habrá que ver en los próximos meses cómo son manejadas las cárceles para ver si hay cambios significativos en el largo plazo. Podemos, no obstante, contemplar dos posibles escenarios.
En uno, el Gobierno efectivamente empieza a cumplir su función de ejercer control sobre las cárceles, y el problema de los pranes desaparece. Eso no quiere decir que tendríamos presidios como en Suecia o Canadá. En un país sin Estado de Derecho, el destino de los reclusos pudiera seguir estando muy distante del deber ser. Pero sí sería el fin de las cárceles como pequeños feudos donde los jefes de bandas hacen lo que les da la gana. Sería la extinción de lo que algunos expertos llaman “Leviatanes criminales”, en alusión a la metáfora de Hobbes sobre el Estado. En tal sentido, el Gobierno sí estaría reclamando para sí una función estatal básica. Serían tal vez un orden y una uniformidad terribles desde el punto de vista de los Derechos Humanos. Pero orden y uniformidad al fin.
De ser este el caso, sería otra cara en el poliedro de la transición del chavismo originario a algo diferente y que cada vez más nos sentimos cómodos llamando “madurismo”, como se ha abordado antes en esta columna. Un fenómeno cuya manifestación más destacada es la perestroika bananera en el ámbito económico. Yo no sé qué parte del ideario chavista original contempló la laxitud en el castigo al crimen. Ignoro si fue un derivado de la racionalización del hampa común que a menudo hacen las corrientes de inspiración marxista a partir de su crítica a la desigualdad social. Tal vez fue algo más frívolo, como una mera falta de voluntad para atajar el problema. Pero, en fin, no me parecería descabellado que el nuevo dogma oficial, más ideológicamente vago y empeñado, aunque sea solo desde lo simbólico, en mostrar resultados concretos, haya decidido que el feudalismo de los pranes es incompatible con tales aspiraciones. O que un malandraje a sus anchas en general lo sea. Otra señal sería la ferocidad de las “Operaciones de Liberación del Pueblo” y subsiguientes maniobras policiales en teoría contra el hampa, ampliamente denunciadas como una criminalización de comunidades pobres.
Pero hay otra posibilidad. Quizá la toma de cárceles no lleve a un control prolongado de ellas por el Gobierno, en cuyo caso cabe esperar que los pranes removidos sean reemplazados por otros. Tal vez lo que acabamos de ver es solo es un conjunto de episodios ad hoc con el único propósito para el Gobierno de intentar recuperar respaldo de cara a unas elecciones presidenciales en cuyo preámbulo, la Primaria del 22 de octubre, la oposición antisistema encarnada en María Corina Machado mostró una capacidad asombrosa para movilizar a los ciudadanos a su favor. La facilidad con la que varios pranes, como el infame Héctor Rusthenford “Niño” Guerrero, se dieron a la fuga antes incluso de que empezaran las tomas, es un síntoma de poco empeño por parte del Gobierno. Y no el único, porque resulta que hasta hace nada un individuo acusado de narcotráfico manejaba una productora de espectáculos desde una penitenciaría. Las autoridades responsables de la misma ahora son, ellos también, reos. Pero si no es porque la empresa del caballerito aquel hizo un desastre trayendo a Romeo Santos para un concierto, y el resultante escándalo, nadie en el público se habría enterado y ninguna autoridad hubiera hecho algo al respecto.
No creo que podremos saber cuál de los dos escenarios se cumple en el corto plazo. El próximo año tendrá las respuestas. Como sea, no podemos olvidar que Venezuela es toda como una gran cárcel. Y no cualquiera, sino del tipo “panóptico” ideado por Jeremy Bentham y usado por Michel Foucault como alegoría de la sociedad disciplinaria. Estamos bajo supervisión permanente, pero sin poder saber cuándo el poder se fijará específicamente en alguno de nosotros por considerar que quebramos una de sus caprichosas normas. De ese “Alcatraz” solo hay tres escapes posibles, mucho menos espectaculares que el de Clint Eastwood en la película de Don Siegel: Maiquetía, los puentes hacia Cúcuta o la redemocratización del país.