Hugo Chávez nos demostró a todos que 40 años de democracia no sepultaron para la psiquis del venezolano la figura del “hombre fuerte”, que reduce la política a su concepción schmittiana de lucha existencial entre enemigos. Siguió ahí, latente en el inconsciente colectivo, cual arquetipo junguiano esperando las circunstancias apropiadas para manifestarse de nuevo.
¿Hay razones para asumir que sus detractores estaban blindados contra eso? Para nada. Se ha dado, pero con mucha menor intensidad. Dirigentes como Henrique Capriles, Leopoldo López y, más recientemente, María Corina Machado, han sabido granjearse bases de apoyo cuya lealtad es bastante personalista. Pero claro, ninguno adquirió las dimensiones del fenómeno Chávez. Por al menos dos razones. Para empezar, ninguno de ellos cuenta con lo que Max Weber llamó “legitimidad carismática”, algo que por lo general ayuda a cimentar liderazgos de esta índole, precisamente porque no cuentan con fundamentos racionales. No tienen que convencer. Solo imponerse. En segundo lugar, por más agradable que resultes como individuo ante el público, como político a duras penas tendrás éxito con las masas si no cumples con los objetivos que dichas masas esperan ver hechos realidad. En el caso de la oposición venezolana, tomar el poder para dar un profundo cambio político a la nación.
“Lo que sí ha mostrado ser más constante en las preferencias de la población que aspira a un cambio de gobierno es la cuestión de cuál debe ser, a grandes rasgos, la estrategia para conseguirlo”
De manera que los liderazgos personalistas de la oposición solo adquieren grandes proporciones durante lapsos cortos. Es cuando un dirigente está al frente de un movimiento que brevemente da la impresión de estar a las puertas de precipitar el cambio político. Verbigracia, Capriles entre 2012 y 2013 o López en 2014. Luego se desinflan y a cada uno de ellos solo le queda un grupo de fieles partidarios relativamente pequeño. La personalidad de los dirigentes no es, por lo tanto, un buen criterio para detectar inclinaciones duraderas en la base opositora.
Lo que sí ha mostrado ser más constante en las preferencias de la población que aspira a un cambio de gobierno es la cuestión de cuál debe ser, a grandes rasgos, la estrategia para conseguirlo. Esa sido la escisión (detesto la palabra “clivaje”, feo anglicismo que engrosa las filas de vocablos innecesariamente importados del cosmos académico norteamericano, acaso para dar al discurso propio un aire de sofisticación pomposa) más importante entre los adversarios del Gobierno. De ella surgen las dos facciones ampliamente referidas en esta columna, así como en otros espacios de opinión, de quien escribe o de terceros: la oposición pro-sistema y la antisistema. Los que favorecen mantenerse en el marco de las instituciones controladas por el chavismo (e.g. elecciones) y los que se decantan por mecanismos de presión por fuera de aquellas (e.g. protestas de calle, sanciones internacionales, etc.).
Quien ofrezca, o aparente ofrecer, métodos afines a una de estas dos vías desde una posición de mayor poder será quien entretanto cuente con más seguidores. Pueden darse, así, saltos de uno a otro. He notado críticas a quienes fueron partidarios conspicuos de Juan Guaidó y su “gobierno interino” porque ahora respaldan con firmeza a María Corina Machado. Como si eso fuera una muestra de deslealtad y oportunismo. Desde luego, estos señalamientos vienen de la facción rival. Pero si tenemos en cuenta lo relatado hasta ahora, esto es solo la consecuencia natural de que personas con un ideario más o menos coherente sobre la forma de lidiar con el chavismo vea que la iniciativa encarnada en un dirigente (i.e. el “interinato”) naufragó, después de los cual surgió un nuevo barco con su propio capitán.
No es un proceso restringido a la oposición antisistema. Ocurre dentro de la oposición pro-sistema, también. Varios de los valedores prominentes de Henri Falcón en su quijotesca campaña presidencial de 2018 se volvieron entusiastas paladines de Capriles en los años siguientes. Sobre todo cuando el exgobernador de Miranda se volvió la principal voz a favor de volver a la “ruta electoral” en momentos en que el grueso de la oposición seguía viendo el voto como tabú.
Ahora bien, ¿qué relevancia tiene todo esto para la oposición venezolana hoy? Supone una debilidad en potencia para Machado en su esfuerzo por conseguir que le quiten la inhabilitación. Ella fácilmente cuenta con el apoyo de toda la oposición antisistema. Lo podemos ver en el respaldo que consiguió por parte de Voluntad Popular, antes incluso de la elección primaria. También en el apoyo firme en partidos más pequeños, como La Causa R, así como parte de la militancia de Primero Justicia. Pero no pensemos en partidos nada más. Hablamos de miles o hasta de millones de ciudadanos, sin militancia partidista alguna, que sin embargo tienden a coincidir con los partidos antisistema.
Hay, en cambio, otros factores que están respaldando a Machado sin disimular para nada que lo hacen a regañadientes. Con inmenso recelo. Sucede con Un Nuevo Tiempo y aquellos sectores de Primero Justicia próximos a Capriles. Tal vez Acción Democrática también. Diríase que están a la espera de que se reafirme la inhabilitación para exclamar “¡Se los dijimos!” y exigir que la oposición recurra a una candidatura alternativa. He ahí la posible debilidad. Si Machado, que aplacó al menos temporalmente sus instintos antisistema mientras espera por el resultado de la apelación del veto en su contra, volviera a darles rienda suelta para insistir en su candidatura presionando por vías no institucionales, es poco probable que cuente con la facción pro-sistema. De nuevo, téngase en cuenta que no se trata solo de los partidos, sino además de todos aquellos ciudadanos que coinciden con su visión estratégica. Un problema para Machado, ya que la presión que ejerza dependería en buena medida de su capacidad para movilizar a las masas.
Por otro lado, y como señalé en la última emisión de esta columna, existe la posibilidad de que Machado desista de la estrategia antisistema y avale la designación de un reemplazo. Insisto en que ello sería la extinción de la facción antisistema, al menos operativamente y en el corto plazo. Sus miembros no tendrían más remedio que plegarse a regañadientes a la candidatura sustituta (más o menos de la misma forma que lo que sucede hoy entre Machado y sus críticos pro-sistema). O, obviando unas protestas acéfalas cuya probabilidad veo insignificante, caer en una especie de resignación pasiva. Abstenerse de votar, sin hacer más nada.
A falta de victorias en la lucha por el poder que consoliden un hipotético liderazgo opositor individual, sea este carismático o no, solo una estrategia convincente parece ser capaz de cohesionar a la base. Por eso, no me cansaré de repetirlo, el foco debe estar en la planificación estratégica.