Lección 2: instituciones justas
2.1 En la lección previa, afirmé que el liberalismo popular defiende una valoración moral positiva de la vida, la libertad individual, la propiedad privada, la solidaridad, la responsabilidad, la igualdad (en dignidad y ante la ley) y la paz. La razón detrás de esta valoración radica en la coherencia de estas realidades con el respeto a la dignidad humana, que constituye una de las invenciones culturales más significativas de nuestra civilización y que es colocada por el liberalismo popular en el centro de su sistema moral. Sostengo, además, que esta perspectiva ética es o podría ser popular, en tanto refleja componentes morales ya presentes o en gestación en la cultura política en nuestras sociedades, aunque no siempre articulados de manera manifiesta. Al profundizar en esta argumentación, encontramos que dicho sistema moral viene a conformar el marco de justicia que nos permitiría, entre otras cosas, evaluar nuestras instituciones. De este modo, una institución será justa si está en consonancia con la aspiración común de que cada individuo pueda vivir su vida según sus deseos, respetando el derecho de los demás a hacer lo mismo y, en caso de necesidad, contando con el apoyo mínimo necesario para llevar una vida digna.
2.2 Resulta necesario detenernos por un instante en el concepto de institución, de gran importancia para los temas que estamos tratando. En términos generales, las instituciones se definen como las reglas que prohíben o limitan ciertos comportamientos y promueven otros. Funcionan como estructuras de incentivos, sancionando o recompensando conductas. Las instituciones pueden ser tanto informales (normas de cortesía, prácticas comerciales o tradiciones comunitarias) como formales (constituciones, leyes o reglamentos). La necesidad de las instituciones se hace evidente cuando nos planteamos qué ocurriría si no existieran. Sin ellas, nuestro entorno sería incierto, temeríamos por nuestra seguridad y viviríamos en un constante conflicto. Aunque no todas las instituciones contribuyen, desde luego, a la formación de un orden social duradero, es innegable que todo orden social perdurable existe en gran medida gracias a ellas. Muchas instituciones surgieron como soluciones a problemas sociales, y con el tiempo se arraigaron como hábitos. Otras, en cambio, son el resultado de procesos políticos o imposiciones respaldadas por la fuerza. En cualquier caso, las instituciones no nacen, cambian y desaparecen por sí mismas; somos las personas quienes, a pesar de estar condicionadas por ellas, decidimos cotidianamente, de forma más o menos consciente, adherirnos o no a ellas, definiendo así su vigencia o su obsolescencia.
2.3 Nos hemos referido pues a valores políticos y a instituciones.¿Cómo se relacionan entre sí estas dos cosas? La respuesta simple sería que los valores se realizan, en parte, a través de las instituciones. O, alternativamente, que las instituciones son válidas en tanto materializan valores. Esto puede quizás comprenderse mejor si se aborda desde una perspectiva histórica. Un ejemplo ilustrativo se refiere a la propiedad privada. Aunque no podemos atribuir su origen a una persona o comunidad específica, razonablemente podemos suponer que se generalizó debido a los beneficios que aportaba a diversos grupos humanos. La propiedad privada creó incentivos para que las personas invirtieran tiempo y recursos en producir y comerciar de manera pacífica. Las personas, persiguiendo sus fines particulares, contribuyeron así al avance general de las sociedades, cooperando con base en ciertas reglas, como la referida propiedad privada, y especializándose para aumentar su productividad en la producción de bienes destinados al intercambio. Con el transcurso del tiempo, el respeto a la propiedad privada se consolidó como un valor compartido, hasta que finalmente fue formalmente institucionalizado mediante códigos, leyes y constituciones. Hoy en día, se reconoce la propiedad privada como un derecho humano fundamental, que todos deberían disfrutar sin discriminación alguna. No obstante, aún queda mucho por hacer, ya que, en la práctica, muchos gobiernos limitan el uso, usufructo y disposición de la propiedad privada mediante diversas regulaciones. Incluso, en numerosos países subdesarrollados, cientos de ciudadanos no pueden formalizar adecuadamente sus derechos de propiedad sobre los terrenos y viviendas en los que habitan.
2.4 Es innegable que no todos los valores morales son universalmente válidos, y tampoco todas las instituciones son inherentemente justas. Desde una perspectiva doctrinal, el desafío que enfrentamos radica en la evaluación moral de las instituciones, basada en la noción de justicia que defendemos. Imaginemos que cada institución pudiera someterse a un cuestionario moral. Algunas preguntas relevantes serían: ¿Es respetuosa de la libertad individual y de la propiedad privada? ¿Promueve la solidaridad con quienes la necesitan? ¿Afecta la responsabilidad de cada persona sobre su vida? ¿Beneficia a sectores o grupos particulares en perjuicio del interés común? Las respuestas a preguntas como estas nos proporcionarían argumentos para validar, mejorar o incluso suprimir instituciones, según corresponda. El reto consiste en cerrar la brecha entre el sistema normativo que promovemos y la realidad institucional existente. Esta es una tarea perpetua y delicada. Como la tarea de cuidar un jardín.
2.5 Permítanme advertir de inmediato sobre dos riesgos asociados a esta aproximación al tema. El primero radica en que contar únicamente con una base moral sólida y convincente, aunque imprescindible, no es suficiente para aspirar a introducir cambios liberales efectivos en el orden institucional. Debemos recordar que una doctrina no solo es un conjunto de principios, sino también un programa de investigación sobre el comportamiento humano y el funcionamiento de la sociedad. Ignorar este aspecto podría llevarnos a iniciativas principistas que, en última instancia, no se correspondan con la realidad y resulten inviables o, peor aún, contraproducentes. El segundo riesgo es que nos dejemos seducir por la idea de proyectos de «ingeniería social” a gran escala, que impliquen demoler el orden institucional vigente para construir uno nuevo y mejor. Es importante aclarar entonces que no estoy hablando de una revolución en el sentido de ruptura e imposición. Este enfoque del cambio estaría en conflicto con la perspectiva liberal actual, que se caracteriza más bien por su carácter evolutivo, reformista y experimental. Simplemente no es posible prever las diversas implicaciones que pueden resultar de numerosas, significativas y simultáneas transformaciones institucionales. Entiendo que estas afirmaciones sean cuestionadas por pensadores y activistas libertarios, quienes creen posible y deseable una transformación profunda y expedita en el ordenamiento institucional de nuestras sociedades. Comprendo también que en el debate en torno al tema deben sopesarse la oportunidad y la viabilidad política de los cambios liberales. Estos asuntos, sin embargo, los abordaremos con mayor profundidad en la lección dedicada específicamente a la política y el liberalismo.
2.6 Con base en lo dicho hasta aquí, me gustaría referirme a continuación, siguiendo el estilo esquemático de estas lecciones, a cuatro problemas relativos a la historia de las instituciones, estrechamente relacionados entre sí. Estos son: la fundamentación del Estado de derecho, el desmesurado crecimiento de la legislación, la crisis de la noción de ley y la llamada justicia social.
2.7 El Estado de derecho es el núcleo institucional formal de las sociedades modernas y desempeña un papel clave en la garantía de la libertad de cada persona. Es una de las expresiones históricas más importantes del pensamiento y luchas liberales, en su pugna sin fin en contra del despotismo y la arbitrariedad en el uso del poder del Estado. Además, es la manera en que todos somos protegidos del fraude, el robo y la agresión que algunos individuos o grupos puedan cometer en nuestra contra. Ahora bien, con respecto al Estado de derecho el liberalismo resalta un aspecto sobre el cual poco se medita: desde el momento en que ese conjunto de principios liberales comenzó a formalizarse, surgió la creencia de que el derecho nace del Estado. No se trata solo de que el Estado deba estar sujeto al derecho, sino que el derecho emana de él. Aunque pueda parecer un argumento sutil, su relevancia no debe subestimarse, ya que contribuyó a consolidar la primacía del Estado y sus aparatos administrativos sobre la sociedad. Pero el Estado de derecho es, en el fondo, un principio meta-legal y moral. En tal sentido, para que una ley merezca tal denominación debe prohibir y penalizar conductas que consideremos injustas y no basta con que sea la expresión de una mayoría circunstancial de votos en un parlamento. Debe apoyarse en el conjunto de valores morales que hemos heredado y que bien podemos asumir conscientemente mediante la imaginación y la reflexión ética, como vimos en la lección anterior. Tomemos como ejemplo el principio de igualdad ante la ley. Si en una comunidad política se intentara aprobar una ley que se aplicara solo a ciertos sectores en detrimento de otros, estaríamos violando dicho principio y consideraríamos que se trata de un acto injusto. Pero ¿de dónde proviene ese otro principio que nos permite afirmar tal cosa? Desde una perspectiva cultural y evolutiva, podemos decir que es un componente clave de una moral pública que ha resistido la prueba del tiempo.
2.8 Ahora bien, desde el siglo XIX empezó a cobrar fuerza en muchos países una tendencia que se vigorizó en el siglo XX y que aún persiste: el incremento del número de leyes destinadas a regular ámbitos cada vez más amplios de la vida social. La matriz institucional de las sociedades ha pasado a estar definida de manera creciente por la presencia de instituciones formales. Aunque el caso del socialismo es emblemático debido a su extremo intervencionismo, este fenómeno no es exclusivo de esa concepción del mundo. Se origina en varios factores, entre ellos, la credulidad de gobernantes y gobernados en la capacidad humana para diseñar leyes que resuelvan casi cualquier problema que pueda surgir en la dinámica económica y social. Se asume frecuentemente que ley es sinónimo de solución y que mientras más leyes existan, mejor le irá a la sociedad. De hecho, es común que la evaluación del desempeño de los parlamentos se haga con base en el número de leyes aprobadas durante determinado período. De ese modo se desestiman e, incluso, se coartan las iniciativas que las personas pueden desarrollar para resolver sus dificultades, interactuando libre y creativamente en el marco del Estado de derecho y apoyándose en instituciones informales.
2.9 Este fenómeno de “inflación» legislativa ha erosionado la concepción tradicional de la ley. Esta, que alguna vez fue universal (aplicable a todos por igual) y abstracta (diseñada para establecer un marco de acción general, no para prever determinados resultados), ha perdido su nitidez. Ante esta problemática algunos autores liberales propusieron, hace ya algún tiempo, una distinción crucial: separar la ley en sí misma de lo que denominaron legislación. La legislación, en este contexto, se refiere a los mandatos administrativos destinados a regular tanto al Estado como a la sociedad con fines específicos. Lamentablemente, el uso de esta distinción no se ha generalizado, aunque su relevancia es innegable. En la práctica, muchos ciudadanos y empresas enfrentan costos excesivos al operar en contextos saturados de legislación. Como resultado, algunos optan por la informalidad económica o relocalizan sus actividades en países con regulaciones menos restrictivas. No obstante, es importante señalar que no todos sufren las consecuencias negativas de esta situación. Algunos políticos, burócratas, empresarios, sindicalistas e intelectuales, entre otros, encuentran formas de prosperar en este entorno. Es el fenómeno de captura de renta que explica por qué la referida inflación legislativa tiende a perpetuarse (y que abordaré en la próxima lección). Así pues, desde una perspectiva liberal, es deseable que nuestras sociedades lleven a cabo una difícil pero necesaria “poda” institucional que les permita deshacerse de abundantísimas leyes que, en el fondo, no son tales.
2.10 En relación con lo anterior, es importante distinguir entre decisiones políticas orientadas a establecer condiciones mínimas para una vida digna y aquellas destinadas a lograr una supuesta “justicia social”, mediante instituciones y políticas redistributivas. Desde una perspectiva liberal, calificar a una sociedad como justa o injusta envuelve, al menos, dos errores conceptuales. Por un lado, la sociedad no es una entidad que pueda decidir cómo distribuir el producto total de una economía; por otro lado, dicho producto es, en realidad, un proceso complejo y permanente, y no algo que pueda ser tomado y repartido como si fuera un gran pastel. Además, no es cierto que extraer recursos de los sectores de mayores ingresos sea una forma de hacer justicia, como si fueran los causantes de la pobreza en otros sectores y debieran compensarla. Que un gobierno se proponga forzar el proceso económico para que genere como resultado una distribución supuestamente justa del ingreso no solo es un despropósito, sino que supone necesariamente la extralimitación estatal en el uso del poder, con grave perjuicio para la libertad, la propiedad privada y el progreso. Aun así, la justicia social es invocada a menudo como justificación por grupos que demandan apoyo estatal. Implícitamente, se asume que el resto de la sociedad, especialmente los más acomodados, tiene la obligación de contribuir a este apoyo. Esto no significa desconocer, desde luego, que la riqueza acumulada por individuos o grupos puede derivar de abusos de poder, discriminación u otros factores que corrompen el funcionamiento de instituciones justas o perpetúan instituciones injustas. Pero la desigualdad en una economía de mercado refleja, en última instancia, la compleja dinámica económica que creamos constantemente a través de nuestras valoraciones como consumidores y de las mayores o menores retribuciones que reciben quienes crean productos o prestan servicios que satisfagan tales valoraciones.
2.11 El liberalismo no se dedica a diseñar nuevas instituciones. Su enfoque está centrado en identificar y preservar aquellas, tanto formales como informales, que han permitido y continúan permitiendo el respeto a la dignidad humana y el progreso. Estas instituciones son principalmente aquellas que facilitan la acción libre de los individuos y su coordinación a través de interacciones voluntarias. Al mismo tiempo, el liberalismo se opone a las instituciones que ponen el poder estatal al servicio de intereses particulares. En resumen, el liberalismo busca, de manera progresiva y evolutiva, la creación de un orden institucional justo. Que no es lo mismo, según he comentado antes, a una sociedad supuestamente justa por exhibir una distribución igualitaria de la riqueza, algo que, de intentar materializarse, involucra irremediablemente atentar contra la libertad y la propiedad privada.
2.12 Una reflexión final me parece ineludible. El liberalismo, en su conjunto, reconoce que un orden institucional no puede perdurar indefinidamente si no está en armonía con una cultura que comparta sus supuestos fundamentales. En otras palabras, para que un sistema institucional sea duradero, debe existir concordia, un término acuñado por antiguos pensadores. Las diferencias y conflictos inherentes a cualquier sociedad no deberían socavar sus cimientos culturales. Por lo tanto, es improbable que un orden institucional liberal perdure si no existe una cultura que abrace los valores liberales. De manera similar, una auténtica democracia difícilmente coexistirá con una cultura autoritaria. El surgimiento de una sociedad liberal implica, pues, en última instancia, transformaciones en dos dimensiones: la institucional y la cultural. En este sentido, me atrevo a afirmar que el liberalismo será popular o no será.
Entregas anteriores de este seriado:
Liberalismo popular en 12 lecciones: Introducción
Liberalismo popular en 12 lecciones: la ética de la dignidad