Aquellas cuatro palabras, soltadas al aire estentórea y jubilosamente a través del micrófono de la emisora Radio Rumbos por el recordado comentarista deportivo Carlos González, Carlitos para el pueblo deportivo nacional, retumbaron en los más apartados rincones de Venezuela hace casi 56 años, exactamente la tarde-noche del 26 de octubre de 1968 desde la Arena México de la capital azteca, y prendieron una ruidosa fiesta en todo el país.
Apenas un par de minutos antes la campana final del tercer round había sonado y desde su esquina en el ring un humilde muchacho cumanés de 23 años, Francisco Rodríguez, llamado “Morochito”, oyó al comentarista dar aquel grito y supo así, antes de que lo dijera el anunciador, que había coronado la máxima proeza del boxeo nacional en unos Juegos Olímpicos: la primera medalla de oro para Venezuela en la magna cita universal del deporte.
Hoy, más de medio siglo después, el protagonista de aquella hazaña, apenas hace unos días, el martes 23 de este abril, llenó de nuevo al país con una emoción colectiva, solo que ahora de pesadumbre, en contraste con aquella de México, con su fallecimiento en el Hospital Militar Carlos Arvelo de Caracas, abatido, a los 78 años de edad, por una perniciosa anemia.
Estas líneas tienen la pretensión de rendirle póstumo tributo a aquel modesto muchacho oriental, sin duda alguna la más grande, querida y admirada figura, entre decenas que hemos tenido, en la historia de siglos de la fiesta del músculo en el país, nacido mellizo con Alida -de allí lo del cariñoso “Morochito” con el que todos le conocimos-, ambos segundo y tercero entre 14 hermanos de un pobre rancho de una barriada cumanesa, hogar de la que el padre desapareció un día cualquiera.
Viene a propósito recordar lo contado por el propio “Morochito” sobre ese infortunado episodio familiar, tomado de un texto que encontramos por ahí, por casualidad, sin firma del autor por lo que lamentablemente no le otorgamos el debido crédito:
” Muchos deben saber -dice- que soy de Cumaná. Hace tiempo que dejé de boxear y ahora no salgo en los periódicos como antes, a lo mejor hay jóvenes que no me conocen. Pedro Gómez fue quien me inspiró para incursionar en el pugilismo, tenía fama y yo también quería que la gente me tomara en cuenta, que me admiraran. Pertenezco a una familia humilde y pobre. De mi infancia no me gusta hablar, lloro mucho cada vez que lo hago, soy un llorón. Nací el 20 de septiembre de 1945 en el segundo parto de mi mamá, Olga Margarita Rodríguez de Brito, que murió hace dos años. Soy morocho con Alida y en total somos 14 hermanos.
De mi padre no sé si está vivo o muerto. Nunca lo he visto, abandonó a mi madre cuando estaba en estado, creo que era de Cabimas. En una oportunidad hablé con él, todavía era boxeador y estaba en la concentración. Un entrenador que vino de Punto Fijo me dio su número telefónico y lo llamé un Día del Padre: le pedí la bendición y me preguntó cómo estaban mis hermanos, fue todo. Nunca más he sabido de él. Y, lo que son las cosas, todo el mundo me conoce como Francisco «Morochito» Rodríguez, nadie menciona el Brito para nada.” (*)
En ese texto relata el hacinamiento de la familia, tíos, tías, hermanos en el rancho de palmas de su abuela, Olga; lo del carro de mulas de su abuelo Jesús Ríos en el que iba al mercado a llevar mercancías a las bodegas; que no pudo ir al colegio por su pobreza; de cuando iba con la abuela a vender pescado, con 11 años de edad y de su tristeza por no saber leer ni escribir, lo que aprendió gracias a su esposa, Carmen Sabina Blondell, madre de sus seis hijos.
Fue en esas actividades cuando le nació la pasión por el boxeo, ya que se hizo amigo de quienes luego serían grandes astros del pugilismo profesional, entre ellos Cruz Marcano, Antonio y Pedro Gómez, este con el que por primera vez fue a un gimnasio y quien lo presentó a los entrenadores Pedro Acosta y Hely Montes, sus primeros maestros y con los cuales aprendió todo lo referente al deporte que lo haría famoso.
Múltiple ganador de oro
Obvio que aquellos pasos serían el punto de partida para lo que vino después y que abreviaremos en la medida de lo posible. El éxito sobre el ring lo acompañó, por sus virtudes atléticas, desde el comienzo. En tiempo relativamente breve se convirtió en una promisoria figura ascendente y en miembro de la selección nacional, En el camino quedó una de sus victorias más resaltantes en esos días, tal fue la que logró ante el zuliano Betulio González, quien llegaría más tarde a campeón mundial profesional en el peso mosca y también un amargo revés ante Luis “Lumumba” Estaba, luego históricamente el primer campeón del mundo en minimosca, ambas peleas a mediados de los años 60.
En 1967, luego de darse a conocer nacionalmente, fue incluido en el equipo nacional que asistió a los Juegos Panamericanos de Winnipeg, Canadá, su primera competencia internacional y en la que ganó su primer oro, en el peso mosca, en la final frente al estadounidense Harlan Marbley, a quien vencería de nuevo en la semifinal de México 68 y donde derrotó también al cubano Rafael Carbonell, otro de sus derrotados en la cita olímpica. Al triunfo en Canadá añadiría un suramericano, el del Latinoamericano en Chile, dos en Juegos Bolivarianos, también en los Juegos Centroamericanos y del Caribe y un segundo galardón Panamericano en Cali, Colombia, en 1971.
Apoteosis en la Arena México
Todavía, sin embargo, le faltaba “ponerle la tapa al frasco”, para decirlo con una expresión popular. Esa oportunidad la tendría en la más importante competencia deportiva del orbe en el ámbito aficionado o amateur: los Juegos Olímpicos de México en octubre de 1968.
“Morochito”, con su exitoso palmarés y un habitual peso mosca entró al equipo nacional en el peso mosca junior o mosca ligero o minimosca, de 48 kilos que se estrenaba en la programación olímpica, mientras que su amigo y paisano Félix Márquez ocuparía el puesto en mosca, de 50 kilos y fracción. “Morochito” contó que viajó a México en plenitud física luego de un exigente entrenamiento controlado por los técnicos Ángel Edecio Escobar y Eleazar Castillo.
El 17 de octubre se estrenó en el evento olímpico frente al favorito de los expertos, el cubano Rafael Carbonell. Poco tiempo después el cumanés dijo que habría preferido tener otro rival. “Rafael era mi amigo y hubiera querido pelear con él la final, para que se quedara con la plata. Pero lamentablemente el sorteo dijo otra cosa.”
“Morochito” manejó a su antojo al hábil peleador antillano y se llevó la victoria con un rotundo y apabullante 5-0. El siguiente paso fue contra el neozelandés Khata Karunarathe, al cual despachó por KOT en el segundo asalto y de seguidas se midió a su oponente de Canadá, Harlan Marbley, de USA, un duro enemigo al que doblegó por 4-1 a pesar de sufrir una leve lesión en el pulgar derecho.
La ceremonia del pesaje para la pelea decisiva fue un calvario para Rodríguez. La noche antes tuvo necesidad de hidratarse y presumiblemente por tal razón rebasó el límite de la división. A pesar de correr muy temprano, de comer ají picante para ensalivar y de diversos ejercicios, seguía excedido de los 48 kilos. El entrenador Castillo tuvo una inspiración: le dijo a “Morochito” que se sacara una prótesis dental y ¡voilá! Cuando subió a la balanza esta marcó 47 kilos y unos pocos gramos
Convertido ya en el favorito del público azteca, el venezolano ingresó al ring el sábado 26 con el surcoreano Jong-Ju Jee en la esquina contraria. La pelea fue una real batalla campal, de acciones parejas en los tres asaltos. Fue un duro e intenso enfrentamiento en el que se alternó el dominio en cada minuto de la recia contienda, en la que el venezolano logró apuntarse el round del inicio y Jee pareció nivelar el encuentro en el segundo al conectar los golpes más efectivos del tramo.
No fue menos recio y parejo el asalto final. En unos párrafos finales de la reseña acerca de esa vuelta, la agencia de noticias AP indicó: “En el último asalto Jee inició el ataque con golpes largos, pero Rodríguez conectó cuatro golpes seguidos que detuvieron el ataque del coreano. Jee insistió en atacar y recibió dos fuertes izquierdas en contragolpes. Los últimos instantes del round fueron intensamente disputados por Rodríguez, conectando buenos impactos al coreano.”
Bajo un absoluto y tenso silencio los espectadores aguardaron por el veredicto de los cinco jueces. Cuando el anunciador dio el fallo de 3-2 por el venezolano se desató la alegría en el local.
A más de 5.500 kilómetros el grito de Carlos González resonó estruendosamente en toda la patria de Bolívar: “¡Ganó Morochito! ¡Ganó Venezuela!”.
Hubo que esperar 44 años para que el deporte venezolano viera en el pecho de otro atleta nativo, el esgrimista zurdo Rubén Limardo, el deslumbrante color amarillo de otro disco de oro olímpico.
“¡Hola, carajito! «
Así como aquel 26 de octubre de 1968 colmó de regocijo a todo un país gracias a la hazaña de uno de sus hijos más idolatrados, llamado Francisco “Morochito” Rodríguez, un humilde, carismático y valiente muchacho cumanés cuyos puños lo elevaron al Everest del cariño y a la admiración de sus coterráneos, de modo contrario el pasado martes 23 de abril de 2024 bañó de dolor a sus millones de compatriotas que le lloraron, y aún lloran, por su despedida final en una hora menguada para su país.
En lo personal quien escribe, todavía compungido por su partida física, cierra estas líneas con las palabras con las que “Morochito”, nuestro amigo muy querido, acostumbraba saludarnos al tropezarnos en cualquier parte, por allí, por estas calles: ¡Hola, carajito!, era su bromista y amistosa frase para nosotros. Un día cualquiera le dijimos: “Morochito, ¿por qué me llamas carajito, si soy más viejo que tú?”. Su respuesta fue sin desperdicio: “Para que te sientas más joven, carajito.”
Hoy se la devolvemos con un ligero trueque de palabras: “¡Hola y adiós! Carajito. ¡Reposa en paz!”
(*) Texto sin título ni autor conocidos