La manera más tajante y sencilla de entender la tragedia de nuestro país ha sido la dimensión y composición de la diáspora de venezolanos. Estas brigadas humanas que han huido, desertado, son personas en edad económicamente activa, desesperadas ante la desaparición de sus fuentes de trabajos tradicionales, emigran en búsqueda de la oportunidad de lograr un salario que les permita sostener y enfrentar las necesidades de sus familias, un deber que siempre habían cumplido. Las cifras son implacables, de las 12.000 empresas industriales que ofrecían oportunidades de trabajo desaparecen 10.000. Caen las santamarías y los trabajadores ven cerradas las oportunidades de obtener el salario y los beneficios fundamentales. Las industrias son acosadas por cargas legales, impositivas, multas, sanciones y por trámites casi imposibles de superar.
“La tendencia político-criminal actual de nuestro Estado viene dada por una creciente represión contra las empresas, particularmente la privada, la cual es objeto de un constante acoso y asfixia normativa penal debido al auge de sanciones, algunas de ellas repetidas. Como consecuencia, se genera el paso al control y la represión, operando el sistema penal como industria de reproducción de la verticalidad que se traduce en una mayor injusticia social producto de la violencia institucionalizada», concluyen las investigadoras Carmen Alguíndigue y Liliana Vaudo Godina en la publicación Orden Constitucional Y Justificación Política De Las Normas Penales De Emergencia En El Ámbito Económico Venezolano (Unimet).
En el mundo agrícola se citan cifras de la desaparición de 6 millones de hectáreas, la tragedia que envuelve este número es su alusión a las empresas agrícolas de mayor productividad, aquellas donde se había alcanzado una ordenación de negocios agroalimentarios que constituía la principal fuente de ingresos para el 36% de la población que dependía directamente de la actividad agrícola, para el mundo de la ruralidad y para el consumidor en las ciudades. El agro venezolano se vio acosado por las medidas expropiatorias del régimen que intentaban imponer una justicia negativa. Penalizaban a los productores robándole sus tierras, “expropiando” sus fundos, al trabajador campesino simplemente se les clausuraban sus fuentes de trabajo.
En la destrucción del mercado de trabajo convergen dos medidas que podríamos calificar como destructoras del trabajo: las políticas expropiatorias indiscriminadas y la arremetida de una legislación laboral que enfrentaba a trabajadores y empresarios de una forma dramática y desigual. Los inspectores del trabajo en momentos pico de negociaciones eran casi en su totalidad miembros del Partido Comunista de Venezuela. Su único objetivo era ejecutar una fría venganza a través de la promoción de una lucha de clases sin cuartel contra los empresarios industriales / agrícolas del país, así era la orientación de los encuentros que realizaban.
«Una conjura real de las instituciones públicas contra las empresas agrícolas que aumentó el empobrecimiento de las familias del medio rural»
Las instituciones públicas encargadas de la intermediación laboral del sector agrícola en ese momento se podían conceptualizar como brigadas de lucha de clases contra las empresas. Su objetivo era alentar el enfrentamiento interno en las organizaciones económicas del sector agrícola. La muestra más clara fueron las medidas progresivas contra la propiedad. Se inician con la orden de demostrar la legitimidad de la propiedad de las empresas, reconstruir el hilo legal de la propiedad desde el momento de la independencia.
Quizás pueda parecer algo descabellado, pero en un momento los títulos de propiedad de fincas, muchas con un siglo de tradición, debieron reconstruirse. Cualquier salto en operaciones de traspaso que fuese imposible documentar era penalizado con procesos expropiatorios. El ambiente para el desarrollo agrícola simplemente se oscureció, la principal inversión de los empresarios debía concentrarse en procesos jurídicos para mostrar la legalidad de empresas ya existentes en los registros públicos. A esta maniobra expropiatoria se unía otra iniciativa igualmente anuladora de la propiedad: la necesidad de mostrar un certificado de finca productiva, un instrumento que funcionó como mecanismo de extorsión de los productores, porque simplemente se aplicaba sin una base técnica. Se consideraba como latifundio improductivo fincas cuyo 50% de sus tierras carecían de condiciones edáficas para ser integradas a los procesos productivos. No se puede negar que este certificado de finca productiva era un instrumento negociable, ofrecido por los funcionarios al productor como recurso insalvable al precio que les diera la gana.
El acoso vivido por los empresarios de la agricultura tuvo estas triples causas: la invalidación de los títulos de propiedad y la obligación de mostrar la cadena de sucesión de la propiedad, el abuso en la aplicación de la legislación laboral rural basada en el criterio de que el trabajador era un débil jurídico y el empresario su opresor, y la oleada de la práctica extorsionista del certificado de finca productiva.
Una conjura real de las instituciones públicas contra las empresas agrícolas que aumentó el empobrecimiento de las familias del medio rural y contribuyó a desatar la hambrunas en el territorio, una carestía que no podía ser resuelta por las importaciones agrícolas del régimen ni por la política populista de la entrega de bolsas de alimentos -paradójicamente- a quienes debían producir estos mismos alimentos.
El éxodo más grande de Latinoamérica en el último siglo ha sido el venezolano, más del 20% de la población económicamente activa. Este es el detalle trágico. Huyó en búsqueda desesperada del trabajo que habían perdido por las expropiaciones, el acoso laboral y las políticas exterminadoras del trabajo practicadas con saña por las instituciones públicas del sector industrial, comercial y agrícola. Una destructiva labor complementada por medidas expropiatorias contra las empresas que suministraban bienes y servicios a los productores, caso Agroisleña, una eficiente organización privada que brindaba servicios a los productores, asesoraba, financiaba, asistía técnicamente, almacenaba producción, cubriendo las fallas de las instituciones públicas empeñadas en objetivos políticos, brindando una respuesta segura y eficiente a las empresas productoras. Esta institución fue expropiada y convertida en una agencia política “Agropatria” incapaz de resolver y responder las necesidades de las empresas productoras de alimentos, situación que agudizó el declinamiento de la actividad agrícola en todo el territorio.
En realidad la destrucción del mercado de trabajo se desarrolló como un producto complejo, coincidieron en este proceso, la visión ideológica de las instituciones públicas cargadas de odio hacia los productores, promotores de una lucha de clases tropical que funcionaba como botón de arranque de las expropiaciones, un duro experimento alimentado por la ceguera de los sectores trabajadores que creyeron a ciegas en esta tramposa oferta de justicia social en el campo, una medida que se convirtió en la causa eficiente del éxodo, de su integración a una diáspora que recorría Latinoamérica al igual que los llamados “sin tierras” en Brasil, en este caso trabajadores víctimas de un proceso expropiatorio sin cuartel.
Estamos en el año 2024, los venezolanos siguen huyendo, como dicen: “cada semana sale un autobús de Charallave con destino incierto, a buscar trabajo”. El salario del trabajador es el más bajo de Latinoamérica, la posibilidad de creación de nuevas empresas está marcado por un proceso que se ha denominado como el “Viacrucis del emprendedor” el cual hemos reseñado anteriormente en estas páginas. Baste decir que la creación de nuevas empresas en Venezuela es el proceso más largo del mundo. Puede tomar 230 días, mientras en otros países se cumplen todos los trámites en menos de 30 jornadas. Un proceso de creación de empresas que es penalizado a lo largo de infinitos e innumerables trámites por episodios de corrupción, multas, amenazas de cierre, negación de apertura de las nuevas empresas, medidas todas ejecutadas fría y calculadamente por instituciones de distinto origen, nacionales, estatales y municipales.
Este amargo recuento de la destrucción del mercado de trabajo coloca al Estado en las antípodas de lo que debía ser su legítima responsabilidad, alentar el crecimiento económico, crear nuevas fuentes de ingresos para los trabajadores, generar ofertas de bienes y servicios de calidad para la población en sus distintos estrato y posibilidades económicas.
Una generalización cruda sería señalar que las políticas del régimen en el poder en Venezuela han sido las causantes de la diáspora de venezolanos que perturba a toda Latinoamérica, causa de la fractura de las familias que ven a los jefes de hogar separarse ante la imposibilidad de encontrar un empleo y un salario suficiente para sobrevivir. Y también para todos aquellos ciudadanos con aspiraciones de crear empresas que contribuyan al bienestar general como una fuente legítima de crecimiento económico, enfrentados a procesos burocráticos, extorsiones, chantajes.
En muchos casos es imposible superar las presiones de instituciones públicas cuya tarea debería ser ponerse al servicio del ciudadano y no obstaculizar el afán de producir, de trabajar, aportar bienes y servicios requeridos para una mayor calidad de vida de nuestros hogares.
El colofón de este recuento sería valorar la oportunidad que tenemos por delante. El recorrido de María Corina por el país ha sacado a flote el dolor que embarga a la familia venezolana, por su fractura, pobreza y la ausencia de oportunidades. Es por tanto una responsabilidad individual y ciudadana participar activamente en el proceso de liberación de la gente de las tenazas que nos mantienen en la pobreza, buscando desesperadamente oportunidades para trabajar en otros países. Un cuadro dramático que podemos superar actuando con responsabilidad y trascendiendo falsas creencias.
Las personas que producen y trabajan deben estar dentro de nuestras fronteras, con sus familias. El Estado es una institución que debe estar a su servicio. María Corina y Edmundo son los heraldos de nuestra libertad y de la reversión de los dolorosos éxodos que han marcado la vida de nuestras familias, separando a padres e hijos, condenando las posibilidades de tener oportunidades de estar unidos y avanzar hacia la prosperidad.
Estamos ante la gran oportunidad de actuar con conciencia y responsabilidad liberando al país con nuestro voto y uniendo a todos los venezolanos.