Según Nicolás Maduro, la vuelta a la mesa de conversaciones en el emirato ocurre luego de múltiples solicitudes por parte de Estados Unidos. Reconoce que le tomó dos meses pensarlo y aceptar el ruego de los gringos. Eso sí, con “con respeto, sin manipulación y que, además, sean diálogos públicos, sin especulación”, advirtió.
Cualquiera que sea la verdad del asunto (más probablemente se trate de un proceso que viene desarrollándose desde hace tiempo entre ambos gobiernos), unas conversaciones tres semanas antes de un proceso electoral de importancia crucial, difícilmente vayan sobre un tema distinto.
El propio Maduro adelantó una respuesta: «Ya saben quién va a ganar, y yo se las voy a poner fácil. Soy un hombre de diálogo y quiero que a través del diálogo se respete a Venezuela, a hacer respetar (sic) a nuestro país, su democracia, su pueblo». Vale decir, para Maduro, Estados Unidos tiene el conocimiento de que él va a ganar las elecciones y acepta acordar con ellos alguna cooperación política (de la misma manera truculenta como ha hecho con acuerdos anteriores). A cambio, el gobierno de Biden lo legitima ante el mundo.
Estados Unidos, es obvio, mira la realidad de Venezuela con otra lente (la de ellos) y a veces da la impresión de que no tienen una idea clara de lo que realmente ocurre aquí. No obstante, tendrían que estar usando una muy distorsionada para no ver el tsunami electoral y democrático que se ha levantado en unas pocas semanas. Y tampoco advertir las desastrosas consecuencias políticas que se desencadenarían si Maduro desconoce o tuerce la voluntad expresada en las urnas por los venezolanos.
Si el proceso de acercamiento para conversar comenzó hace dos meses, como sugiere Maduro, la primera observación sería que el cuadro político entonces era otro. En abril aún era creíble el supuesto con el que la dictadura había montado su estrategia electoral: que la base militante chavista sumada a la inhabilitación de MCM, más el trabajo de zapa de los candidatos “nopositores” y las ventajas y trampas electorales ya preparadas le aseguraban la victoria. En ese caso, se puede especular, lo único que necesitaba asegurar Maduro era el reconocimiento de Estados Unidos.
Conversaría para persuadirlos de que miraran hacia otro lado y no condenaran el ventajismo, las tramposerías y la supresión de derechos a millones de electores. En fin de cuentas, la primera prioridad de EEUU ha sido siempre la estabilidad política. Algún chance creía tener.
Ahora la realidad es otra completamente distinta. A Maduro y su claque no les pasó por la cabeza (y quizás a los gringos tampoco) que el nivel de rechazo de una población exangüe y maltratada llegaría a ser tan alto que no haya para él manera de ganar. El 28-J requeriría, más que de un fraude electoral, de un abuso intolerable para la comunidad internacional para hacerse con el triunfo. Un dilema que los Estados Unidos no podría salvar. El rechazo de los venezolanos a la dictadura, que es visible en las calles, recogen todas las encuestas y está en los reportes diplomáticos de todos los países, ha sido un factor decisivo en este cambio radical de circunstancias.
El diálogo de Qatar, por tanto, irá sobre otras cosas. Ya se conocerán, Maduro mismo declaró que será público. Quedan pocos días para saberlo. Lo que sí es cierto es que la situación en Venezuela, con cada día que pasa, se torna más tensa. Preocupa la soledad de Maduro, tan aislado que puede auto engañarse o ser engañado con facilidad por su círculo íntimo. Es lo que siempre pasa con los autócratas. Quién sabe si, después de esa carga de infantería el pasado 24 de junio, en el campo sacrosanto de Carabobo, al frente del generalato patriota y de cientos de efectivos, vivió una epifanía bolivariana y está convencido de que va a ganar la batalla.
Eso da mucho miedo porque en ese escenario se asoma la sombra de la tragedia, puesto que todo el mundo sabe (esté o no con Edmundo) que Maduro será derrotado el 28-J. En principio porque su revolución de pacotilla ya lo fue. Lo que resta es aceptarlo. Ojalá hablen de eso en Qatar.