El dolor personal, las perturbaciones emocionales, las enfermedades mentales, los efectos de lo que algunos sociólogos y psicólogos sociales llaman el sufrimiento ético político producto de la crisis humanitaria compleja que nos asedia, cobran cada vez más peso entre especialistas de la psique, oenegés de asistencia humanitaria y organizaciones internacionales especializadas en temas de migración.
Recientemente, he entrado en contacto con reflexiones complejas de venezolanos que intentan explicar el impacto afectivo de nuestro drama. Hoy solo citaré dos de ellas, de autores a quienes conozco personalmente y guardo gran respeto por su trabajo profesional. No tratan exactamente los mismos temas, ni parten de similares enfoques disciplinarios, pero son voces de una nación que sangra por la misma herida.
El primer texto fue publicado en el portal Trópico Absoluto. Es de Fernando Rodríguez, profesor de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela (UCV), editor, prolífico autor en diarios, revistas y libros. Su tema es el dolor, la rabia, la ira y la tristeza. Así se titula, “Dolor y rabia”.
Como el título lo anuncia, se trata de un desahogo de alguien que por un momento abandona sus modales analíticos y se dedica —como quien no aguanta más— a exhibir los sentimientos extremos que lo asedian desde los días posteriores a la concreción del fraude de las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio.
El autor confiesa estar poseído por la rabia desde aquella media noche cuando el Consejo Nacional Electoral (CNE), dirigido por alguien de apellido irónico, “Amoroso”, leyó unos datos groseramente acomodados, sin pantallas digitales, ni actas, ni resultados desglosados por mesas y centros de votación, estados y municipios, declarando ganador a esa pesadilla histórica llamada Nicolás Maduro.
El artículo es perturbador, pero la frase que más me descuadra emotivamente es la que Rodríguez agrega con sentimiento adolorido: “Digamos también que de tristeza porque es posible que Venezuela, que tanto ha sufrido en este cuarto de siglo, va a entrar en una etapa todavía peor, lo que parecía imposible, y habrá más millones de migrantes sin destino, más familias desechas, más decibeles de miseria, más encarcelados sin razones, más lógica soldadesca, más noches sin estrellas. Y por ende, una sanación cada día más distante y que hoy aparece tan difícil”.
El segundo texto que quiero comentar, en este esfuerzo por entender nuestra crisis civilizatoria desde los espacios de la psique y las emociones profundas, se desprende de una conferencia dictada desde Bogotá por el siquiatra venezolano Eduardo Carvallo, presidente del Comité Latinoamericano de Psicología Analítica, a quien tuve el gusto de acompañar en calidad de moderador.
«Aún nos cuesta entender que ya no somos uno solo, sino tres países»
El título de su ponencia también es directo: “Migración y salud mental”, organizada por la Asociación Civil Ávila Monserrate, con el apoyo de la fundación alemana Konrad Adenauer. La de Carvallo es una lúcida reflexión que coloca en el análisis profundo de la mente humana, las implicaciones, no solo del nuestro, sino de todos los fenómenos migratorios forzados, entendiéndolos como un desplazamiento colectivo que demanda necesarios rituales de transición.
No se trató de una lectura, digamos, clásica de la cantidad de venezolanos que hemos migrado —casi nueve millones, es lo que se calcula—, ni de las causas —la crisis humanitaria compleja, la persecución política— que nos han impulsado a marcharnos. Tampoco de las dificultades económicas que muchos padecemos una vez que migramos, especialmente los de menores recursos.
Su reflexión es sobre los conflictos psíquicos, anímicos, personales, que todo desplazamiento humano trae consigo. Especialmente si el desplazamiento es forzado, no elegido. Una cosa, explica Carvallo, es aquel que planifica emigrar y se prepara, la persona o familia que saben con certeza a dónde van a llegar, qué posible trabajo o estudio van a encontrar; y otra muy distinta, es salir de un país de un día para otro, como le ha tocado hacer a millones de venezolanos, por ejemplo, a los desesperados por la situación económica y de escasez de servicios y productos que se produjo entre los años 2017 y 2019, o a los perseguidos políticos que desde hace dos décadas han tenido que recoger apresuradamente unas cuantas pertenencias en un maletín de mano y escapar antes de que la policía política vaya por ellos.
En todo caso, aun para los más planificados, el destierro, el exilio, la migración, siempre generan situaciones emocionales complejas. Puede ser un duelo, pero también una apertura. Son como dos puertas. La que se cierra: “dejo atrás todo lo que había vivido, mi casa, mi familia, mis libros, mis plantas, mis mascotas, mi ciudad”; y la que se abre hacia la libertad: “no iré a la cárcel, no seré torturado, camino hacia la posibilidad de una vida mejor, conseguiré trabajo, leche, café o papel higiénico; quizás vacunas para mis hijos o ropa buena aunque sea usada”.
En su conferencia, Carvallo nos recordó el peso del destierro en el devenir humano. “Yo estoy en un determinado sitio y necesito irme para otro porque me siento vulnerado, amenazado. La migración forzada es la más compleja porque es muy difícil prepararse psicológicamente para ese cambio abrupto, rápido, que no permite que se desarrollen unos mínimos elementos de adaptación inicial”.
Desde la antigüedad, una de las mayores humillaciones que el colectivo oficia es exiliar a una persona. Es uno de los castigos más atávicos. De ahí surgen las prisiones, explica. “La prisión es un exilio, de manera controlada, realizado por el colectivo”. Existe una gran cantidad de referencias en la historia de lo que para muchas personas ha significado.
Recordaba Carvallo, en su conferencia, que Ovidio, uno de los grandes poetas de la humanidad, fue un exiliado. En su exilio, Ovidio registró valiosas notas sobre su proceso de sufrimiento al ser forzado a salir de su entorno, de una dinámica diaria personal, de un espacio que le era totalmente familiar, al cual pertenecía, y al que estaba completamente adaptado. El poeta fue expulsado por el Emperador, quien lo mandó a lo que sería el equivalente a la Siberia romana de la época, a la parte más alejada de la civilización de aquel imperio. Y allí se quedó hasta su muerte.
No quiero dar una clase de psiquiatría junguiana sobre la migración. No es mi campo. Pero me quedaron grabadas tres claves. La primera, la que Carvallo llama “la luna de miel migratoria”, que es la alegría que produce salir del infierno o, por lo menos, de la amenaza de la que se huye. Que, como toda luna de miel, dura poco.
La segunda, la del duelo. La tristeza por lo que se ha perdido y dejado atrás. “Es que el cielo de acá no es como el de Caracas o el de Margarita”. “La gente no es tan amable como la de Barquisimeto”. “La lluvia es muy pesada y frecuente”. “No hay buenos quesos frescos como los de Upata”. “No son generosos como nosotros”.
Y aquí viene la tercera, la curativa. La que Carvallo denomina “el camino del héroe”, que es cuando el migrante comienza a abrirse paso en el nuevo lugar que le ha correspondido, sin estar atrapado por la idea de un regreso pendiente que nunca llega.
Pensar el país perdido desde las disciplinas de la conducta, del estudio de los imaginarios, de los días llorosos, de la procesión que llevamos por dentro, pero no queremos aceptar, ni demostrar, es un acto de valentía necesario. Atractivo. Hay que prepararse.
Algunas veces pienso que muchos de los venezolanos idos no queremos aceptar que nos expulsaron. Que sentimos que estamos en una suerte de sala de espera. Que la patada en el trasero, la expropiación de bienes, los largos años de cárcel, la anulación de los pasaportes, los familiares que no hemos vuelto a abrazar, son cosas temporales, que se revertirán.
Esto podría explicar por qué, a diferencia de los españoles, italianos, portugueses, judíos, sirios, libaneses que llegaron a nuestro país, Venezuela, huyendo de sus guerras y penurias, y rápidamente entendieron que tenían que empezar una vida nueva, y se organizaron —en el club italovenezolano, el hogar canario, el centro portugués, la hermandad gallega, por nombrar algunos ejemplos—, los venezolanos, que ya tenemos veinticinco años convertidos en parias, no hemos querido iniciar algo similar.
Tal vez, también, porque aún nos cuesta entender que ya no somos uno solo, sino tres países. El de los rojos-verde oliva, militares narcos y civiles de ultraizquierda, nuevos “amos del valle” y de los ríos, las montañas y las minas. El de los venezolanos convertidos en extranjeros en su propia tierra, que tratan de sobrevivir con la mayor dignidad posible o se unen resignadamente al mundo de los nuevos amos. Y el de los que estamos afuera y sus descendientes, que vamos construyendo un país sin territorio, una nacionalidad sin suelo propio, basada en vínculos y símbolos comunes —canciones, comidas, paisajes—, apoyados en recuerdos, fotografías y encuentros a distancia.
Este es el tercer país. Una nueva forma de nacionalidad sin tierra ni fronteras. Como diría Adriano González León, “un país portátil” transportado en un carry on. Una comunidad imaginada donde la patria ya no es un mapa, sino vínculos humanos profundos que se van difuminando hasta que un día, estoy seguro, renacerán, transformados, con la fuerza de los árboles jóvenes.