Las elecciones en Estados Unidos han marcado una tendencia significativa: un incremento del apoyo hacia figuras políticas como Donald Trump entre sectores tradicionalmente distantes del partido republicano. En contraste, el respaldo al partido demócrata ha caído en diez millones de votos respecto a 2020. Este fenómeno global, ya visible en otras democracias, refleja el distanciamiento entre la élite política y cultural –encarnada en discursos “progresistas”– y las preocupaciones de la población común. Al igual que en Argentina, donde un outsider como Javier Milei derribó esquemas tradicionales, la elección estadounidense muestra cómo los votantes, que en su mayoría se informan a través de redes sociales y se alejan de los discursos académicos y de celebridades, están moviéndose hacia figuras que prometen representar una auténtica ruptura con las élites y sus contradicciones.
La agenda “Woke” y su erosión de credibilidad
La agenda progresista, que inicialmente buscó justicia e inclusión para minorías, ha sido capitalizada por la élite cultural y académica como una narrativa exclusiva que poco tiene que ver con las preocupaciones reales de las minorías. En la práctica, se ha convertido en un discurso rígido, dirigido a quienes ya comparten sus valores, y ha sido incapaz de conectar con la realidad de una clase trabajadora, muchas veces vulnerable, que sigue esperando respuestas en términos de seguridad económica, laboral, e incluso social. Así, lejos de un discurso inclusivo, el progresismo cultural en su forma actual se percibe como una doctrina elitista, enfocada en crear una moralidad autocomplaciente que etiqueta de ignorantes a quienes se muestran en desacuerdo. Esto ha fomentado un resentimiento palpable en amplios sectores de la ciudadanía, alimentado por las contradicciones en el propio accionar de las élites que dicen defender estos valores.
Como sostiene Fernando Pedrosa, tras el derrumbe de la Unión Soviética, la izquierda latinoamericana reformuló sus ideologías, fusionando nacionalismo, populismo y socialismo con nuevos matices de indigenismo y mesianismo militar. Intelectuales como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe tejieron una síntesis conceptual que se expandió por las élites intelectuales y académicas de Europa y América. La caída del Muro de Berlín dejó a la izquierda europea sin brújula, y fue el pensamiento originado en América Latina el que pronto empezó a llenar ese vacío en los centros académicos, influyendo en la reconfiguración ideológica del progresismo.
A diferencia de la socialdemocracia europea o el progresismo estadounidense del siglo XX, esta nueva vertiente adoptó una postura antiliberal y profundamente antioccidental, sentando las bases para el progresismo radical de hoy. Sin embargo, la ironía es palpable: mientras en América Latina el populismo mantiene una ambigüedad kitsch y cínica, en Estados Unidos las élites abrazaron esta ideología con seriedad y fervor. Adoptaron el discurso woke no solo en la teoría, sino en la vida cotidiana, estableciendo estándares que el ciudadano común no comparte ni puede replicar. Esta burbuja ideológica, al no recibir el cuestionamiento necesario, acabó siendo un discurso que las élites sostienen entre sí, ignorando a la mayoría de la sociedad.
Los recientes comicios estadounidenses ilustran este punto. Trump no solo consolidó su posición entre los latinos, sino que duplicó su base entre los hombres negros menores de 45 años, dos de los sectores que los demócratas habían asumido como suyos en función de la agenda identitaria. Este realineamiento muestra que, en contextos de crisis, la identidad étnica o racial pesa menos que cuestiones prácticas como el acceso al empleo, la seguridad y la libertad económica, temas en los que los discursos progresistas han fallado. En la elección, el problema para muchos demócratas no fue tanto perder el apoyo, sino descubrir la extensión de su desconexión con la gente que intentan representar.
La hipocresía de una élite que se habla a sí misma
Este desencanto hacia el progresismo cultural se refuerza en la contradicción de sus prácticas y sus valores. Como bien lo revela el Índice de Democracia de The Economist, la democracia global está en retroceso, y esto no se debe únicamente al avance de líderes abiertamente autoritarios, sino también a la erosión de confianza hacia los llamados “defensores” de la democracia, muchos de los cuales caen en la hipocresía y el doble discurso. Si bien se manifiestan indignados ante el autoritarismo de derechas, guardan silencio o incluso defienden dictaduras como la de Nicolás Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua, regímenes donde las violaciones a los derechos humanos están documentadas. Lugares donde ahora mismo están torturando a niños y violando a mujeres. De igual manera, los discursos ambientalistas que condenaron los incendios en el Amazonas durante el gobierno de Bolsonaro parecen diluirse ante el avance de la minería en el Arco Minero del Orinoco o los incendios bajo el mandato de Lula da Silva.
Este doble rasero también es visible en el feminismo y los derechos humanos. Si bien alzan la voz contra el machismo en Occidente, guardan silencio sobre la situación de las mujeres en Afganistán, Irán y otros países con regímenes opresores. La instrumentalización de estos temas, que se activan solo cuando la narrativa sirve a sus fines ideológicos, deslegitima las luchas reales por los derechos y evidencia una moralidad utilitarista, dirigida más a mantener la imagen de una élite cultural “progresista” que a transformar la realidad. En este contexto, los discursos de figuras como Mark Ruffalo que condena ciertas injusticias mientras ignora otras, han dejado de resonar en una ciudadanía que ha comenzado a cuestionar si sus preocupaciones son realmente atendidas.
Redes sociales y la democratización de la información
Ante el monopolio de las élites culturales y académicas sobre los medios tradicionales, las redes sociales han emergido como un espacio democratizador donde los ciudadanos pueden expresar sus opiniones sin filtros. En Twitter (ahora X) y otras plataformas, los votantes comunes han encontrado una voz que escucha más que la de artistas y académicos: la de otros ciudadanos. A Taylor Swift se le escucha cuando canta, pero no necesariamente cuando opina de política. Este fenómeno ha dado lugar a un ecosistema informativo paralelo, donde los influencers políticos y periodistas independientes han logrado captar la atención de millones, reflejando sus preocupaciones sin la autocensura de las élites.
Este cambio de paradigma informativo también impacta en la forma en que se construye la opinión pública. Como lo demuestran las recientes elecciones, los votantes han desarrollado una autonomía crítica frente a las narrativas impuestas y ahora tienen acceso a una pluralidad de voces. Así, la democracia se fortalece desde las redes, donde los ciudadanos evalúan, debaten y confrontan las realidades, resistiendo la imposición de una moral única que poco tiene que ver con sus intereses. Y el ejemplo perfecto de esto ocurrió, también en 2024, y en un país sin democracia: Venezuela. Frente a la barbarie la gente se organizó desde abajo y se comunicó por redes sociales. Pero aquellos que no la ven, siguen peleando contra esta nueva realidad en lugar de aprovechar sus beneficios para sembrar democracia y libertad.
Hacia una ética democrática sin doble vara
Las élites culturales han abandonado la autocrítica, enfocándose en consolidar su dominio sobre el discurso público en lugar de atender a las necesidades urgentes de la ciudadanía. En contraste, una democracia robusta necesita dirigentes, artistas, y académicos que actúen sin instrumentalizar los derechos humanos y los valores democráticos. La gente ha manifestado que exige una ética política clara, que no condene solo cuando conviene ideológicamente.
Frente al avance de una reacción antiélite y antinstitucional en las urnas, quienes realmente defienden la democracia, la libertad y los derechos humanos tienen el reto de construir una agenda centrada en la coherencia y en la conexión con las necesidades populares. La solución para el progresismo y la democracia liberal no radica en despreciar a quienes votan de manera distinta o en atacar a figuras disruptivas, sino en reconstruir un diálogo genuino con la ciudadanía, abordando los problemas reales y manteniendo una ética democrática sin doble vara. La verdadera defensa de la democracia requiere un compromiso con la pluralidad, el respeto a los derechos humanos, y la capacidad de entender que el mundo de hoy necesita algo más que los slogans vacíos de las élites. Esto es, administrar presente para construir futuro.
Siempre será la economía, sí, pero esta vez, también, es la hipocresía, estúpido.