Y aquí estoy yo de nuevo dando cuenta de nuestras groserías. Comenzando un año y repitiendo taras. A veces se siente uno incapaz de seguir viendo la misma película. Y sin embargo, mea culpa, aquí estoy yo estrenando mi 2025 de La Gran Aldea con un ritornello réquete repetido, casi añejo, llena de estupor como si no fuera ya habitual.
Hablaba Max Weber del sentido patrimonialista del poder. Esa lacra tan nuestra que convence a quien gobierna (o a quien hace que gobierna) de que es dueño del Estado. O en todo caso y desgraciadamente también, a todos aquellos que de una forma u otra se acercan a cualquier forma de poder.
Y todos los demás, es decir nosotros, la sociedad civil, terminamos por sentirnos mermados, estafados y defraudados y hasta miserables porque de ese patrimonialismo a nosotros no nos queda ni el título.
Y los vemos -a casi todos- dueños de fortunas más espontáneas que el nacimiento de un champiñón, más elegantes que al agente 007, o sea James Bond, en sus correrías -arriesgando el pellejo, él sí- y más felices que un conjunto de gaitas en los años 80.
Pero, ¿qué es el patrimonialismo?, ¿cómo está ligado a la corrupción?, ¿qué podemos hacer para superarlo? El patrimonialismo no es otra cosa que una práctica corrupta de la política que consiste en usar el cargo público desde sus criterios e intereses personales. Es cuando se dispone de lo público como si fuera personal, sea para beneficio propio, de familiares, amigos, correligionarios o de su agrupación política.
En pocas palabras, se pierde el sentido de lo público, es decir, se deja de percibir que dicho cargo es para el bienestar de la sociedad, lo que involucra una finalidad social, normas legales y morales a las que deben someterse, instituciones supervisoras, transparencia, etc.
El patrimonialismo es también una forma de ejercer el poder sobre otros, que trasgrede el marco legal y moral, no necesariamente para fines superiores (como la patria o el bien común), sino para uno mismo o el grupo político con el que trabaja. Así, se trata de un ejercicio discrecional del poder, donde la imparcialidad de la ley es ignorada (Gina Zabludovsky, 2016). «Un orden político sostenido en el derecho que, por su abstracción o universalidad, no compagina con los intereses individuales. Esos intereses personales pueden ser el reconocimiento, el estatus de poder, el dinero, que la ley moral o jurídica tienden limitar. Y en un mundo neoliberal, donde son sobrevalorados esos intereses individuales, el funcionario público termina perjudicado el bien común», como lo describe Zabludovsky.
Ojo: no soy sicóloga ni mucho menos quiero serlo, pero me parece que también hay un problema psicológico en los sujetos que confunden lo público con lo privado, hay algo de sentirse superior a otros, mostrar el éxito del poder con el cargo, sentir que otros dependen de él, creer que obran por el bien de su patria, narcisismo y pérdida de contacto con la realidad. Y además, estoy convencida, muchos de nuestros ex héroes sin logros, han aprendido a disfrutar -como si se tratase de una droga del bienestar, la emoción, el encanto de figurar en la vida social y política y todo lo que ello implica. Desde los trajes hasta las cámaras.
Lleva truco, además: otra manera de ver esto es entender que todos esos recursos son manejados y administrados por los gobernantes sin necesidad de rendición de cuentas. Peor: la propia historia y prácticas institucionales, cuando están marcadas por la corrupción, afirman estas cualidades subjetivas. Estos individuos ya no se auto perciben como sujetos prescindibles ni finitos, sino “semidioses” capaces de alterar el curso de las cosas como ellos decidan. ¡Santo cielo, siempre se creen interminables, y a decir verdad duran mucho aunque a veces la muerte los socorre¡.
Eso lo vemos en un espectáculo casi diario, en figuritas que han pasado sin pena ni gloria, pero que se exhiben con orgullo y descaro como protagonistas de una hazaña inexistente y como beneficiarios indiscutibles de los bienes de los demás.
Esto ocurre no solo en gobiernos, dictaduras y despotismos. Sabemos que acontece también con personajes menores, muy menores, insignificantes casi, pero que ocupan, han ocupado, u ocuparon cargos de diputados, gobernadores, alcaldes. Incluso presidentes provisionales de nadie. Si lo sabremos nosotros los venezolanos. Y he aquí la gran paradoja: el letal fenómeno ha ocurrido, ocurre, y mucho me temo que sigue ocurriendo, pero desde ambas aceras de la política venezolana. No estoy hablando de lo obvio: un «semidiós» y su pueblo. Que también, claro. Pero me refiero a varios, a muchos. Desde el máximo, al mínimo poder.
Desde los mandamases y hasta las mascotas de la política. Y esa ha sido y continúa siendo la gran desgracia venezolana. Casi no queda nadie en quién confiar, tenemos demasiados dueños. Y como ya estamos habituados al defecto, nos preparamos para la nueva temporada de los recogidos de la política endógena, salivando antes de que suene el disparo de “partida”, para ver cuál de ellos logra encaramarse en algún cargo y recuperar o conservar sus sobras de propietario.
Después del previsible “barbarazo que acabó con tó” a pesar de la victoria de María Corina el 28 de julio , todavía hay personajillos dispuestos a repetir elecciones simbólicas para no desprenderse del nirvana patrimonial. Entre tanto, nuestras mascotas políticas elegidas por nadie, se han apuntado a perdedor y ya no tienen ni siquiera el latiguillo de enumerar todos los países que apoyan a un nuevo presidente que ya no es nuevo, que es repetido y simbólico.
Nuestras mascotas son en realidad los gatos de siete vidas: caen estrepitosamente en cada intento, mueren en todas las metas que se han propuesto, pero permanecen vivos y algunos hasta de pie, hasta elegantes, hasta con hambre, como los gatos mañosos. Los de siete vidas.
Los gatos eternos, los conocidos porque siempre aparecen hechos los pendejos a la hora de comer, desde dondequiera que estén, repartidos en ciudades frondosas, con electricidad, agua y holgura.
Yo aún tengo la esperanza (porque mi esperanza es más terca que una mula) de que un día no lejano podremos elegir no confiarnos más, en los gatos que nos han traído al fracaso tantas veces. Podamos prescindir de ellos, ignorar peticiones, ronroneos, vivezas. Apartarlos como quien se deshace de un trasto inútil. Que los dejemos en su exilio o dónde estén, cazando moscas o ratas, y no tener que escucharlos ni verlos por fin en sus discursos huecos, en su astucia inútil (para el resto), que de una buena vez dejen de añorar que ellos son el estado, que pueden seguir siendo el club, que ellos son ley y los dueños del tinglado. Que caduquen, que no les abramos la puerta, que no pasen, que no dañen más ni aquí, ni allá. Que ellos no son eternos.
Que el 2025 nos traiga al menos esa posibilidad.