Bajo la promesa de un cambio de época y de revivir la grandeza de la nación americana, Marco Rubio, un senador de origen latino, ha asumido la Secretaría de Estado en la segunda administración del presidente Donald Trump. Materializar «América Primero» en una política exterior congruente frente a los retos del orden global no es solo un desafío para el exsenador de Florida, sino para toda una región que deberá aprender a sortear la agenda nacionalista del presidente estadounidense.
Cuando pensamos en la idea de «America First», resulta llamativo imaginar que, por primera vez en 249 años de historia republicana, un latino ocupe el cargo de Secretario de Estado. Sin embargo, al considerar la trayectoria de Marco Rubio, su perfil parece encajar a la perfección con la narrativa de recuperar los valores que una vez hicieron grande a los Estados Unidos de América.
Rubio nació en Miami, hijo de padres cubanos que escaparon de la opresión y la miseria del comunismo castrista. Gracias a una beca deportiva, logró ingresar a la universidad y posteriormente se doctoró en Derecho con mención cum laude. Desde el año 2000, tras su paso por la localidad de West Miami, fue electo para la Cámara de Representantes de Florida y, con el tiempo, se convirtió en una figura política relevante dentro y fuera de los Estados Unidos. De hecho, en varias ocasiones fue apodado «Secretario de Estado adjunto para Latinoamérica» debido a su influencia en la región.
Su historia personifica el «sueño americano»: sacrificio y esfuerzo que conducen al éxito. Pero, ¿podría este sueño convertirse en una pesadilla para Latinoamérica? ¿Será «America First» un dolor de cabeza para los mandatarios de la región?
Quien desee responder a estas interrogantes deberá antes analizar tres preguntas clave que, según el nuevo Secretario de Estado, dictarán el curso de la política exterior estadounidense:
- ¿Hace a Estados Unidos más seguro?
- ¿Hace a Estados Unidos más fuerte?
- ¿Hace a Estados Unidos más próspero?
Como si se tratara de Osiris, el dios egipcio que custodiaba la entrada al más allá, la respuesta a estas preguntas podría significar el favor o el rechazo de la administración Trump.
La decisión de centrar nuevamente la política exterior en los intereses propios de Estados Unidos se debe, según Rubio, al «juego desleal» de la comunidad internacional en contra del país. Durante su audiencia de confirmación en el Senado, afirmó:
«Aquí en Estados Unidos, y en muchas economías avanzadas de todo el mundo, un compromiso casi religioso con el comercio libre y sin trabas, a expensas de nuestra economía nacional, ha asfixiado a la clase media y ha dejado a la clase trabajadora en crisis. Ha llevado nuestra capacidad industrial al colapso y abandonado cadenas de suministro críticas en manos de nuestros adversarios y rivales».
Una clara referencia a China, cuya expansión económica y geopolítica ha convertido al gigante asiático en el principal competidor de Estados Unidos, especialmente en Latinoamérica. Para Rubio, la desventaja geopolítica a la que está sometida su nación demuestra la inviabilidad del actual orden mundial:
«En lugar de integrarse en el orden mundial posterior a la Guerra Fría, lo han manipulado para servir a sus intereses a expensas de los nuestros. El orden mundial de posguerra no solo es obsoleto: ahora es un arma utilizada contra nosotros».
Ante esta postura, surgen preguntas inevitables: ¿Cuál será el papel de Estados Unidos en el mundo? ¿Cómo redefinirá su rol como potencia? Aunque aún es pronto para obtener respuestas definitivas, Rubio dejó entrever parte de su visión en su discurso de asunción:
«Ocho décadas después, estamos llamados una vez más a crear un mundo libre a partir del caos. Hoy, el presidente Trump vuelve al cargo con un mandato inequívoco por parte de los votantes. Quieren un Estados Unidos fuerte. Comprometido con el mundo. Pero guiado por un objetivo claro: paz en el exterior; seguridad y prosperidad en el interior. Después de todo, ¿cómo puede Estados Unidos promover la causa de la «paz en la tierra» si primero no está seguro en casa?».
Para algunos, el regreso del nacionalismo a la política exterior representa un reto para la comunidad internacional. Un orden global construido bajo la influencia de Estados Unidos podría tambalearse sin su respaldo. Sin embargo, también es posible encontrar oportunidades en este nuevo escenario, siempre que se adopte una perspectiva estratégica.
Mario Briceño Iragorry, historiador y político venezolano, defendía la idea de que el nacionalismo y la globalización no son incompatibles, sino interdependientes. En su ensayo Dimensión y urgencia de la idea nacionalista, argumentó:
«El problema de la universalidad entraña una paradoja. No se pueden sumar para la realidad unitiva de las naciones sino pueblos enteros. […] Mientras más igualmente pujantes sean las voces de los socios, mayor equilibrio habrá en sus determinaciones. Los pretensos defensores del universalismo no se abajan a considerar que el nacionalismo es tránsito fecundo hacia la posibilidad de realizar lo universal».
Para que la globalización y el orden global sean estables, se necesitan países fuertes y conscientes de su posición en el mundo. Sin un compromiso claro con las reglas de juego (el problema que Rubio atribuye a la comunidad internacional), el orden mundial se debilita.
¿Cómo puede Latinoamérica convertir esta paradoja en una oportunidad? No necesariamente adoptando el nacionalismo como bandera, sino articulando sus intereses sin perder de vista los de Estados Unidos u otras potencias, aplicando las tres preguntas de Rubio a sus propias políticas:
- ¿Hace a nuestro país más seguro?
- ¿Hace a nuestro país más fuerte?
- ¿Hace a nuestro país más próspero?
Sortear los retos de un orden global en crisis no es fácil para Latinoamérica. No obstante, este escenario también representa una oportunidad para reafirmar su compromiso con la democracia y forjar una estrategia de política exterior que le permita responder de manera efectiva a los desafíos del «America First».