Hugo Chávez diseñó una Constitución a la medida de su proyecto político, con el objetivo de debilitar aún más las instituciones del país y consolidar la naturalización de la corrupción, al mismo tiempo que erosionaba la división de poderes. Una vez alcanzada esta meta, intentó reformar la Constitución y, aunque perdió aquella elección (2007), introdujo de manera autoritaria los cambios necesarios para borrar cualquier distinción entre el Estado, el gobierno y el partido. La reelección indefinida fue el último golpe a lo que quedaba de democracia, marcando el inicio de un camino irreversible hacia la autocracia. Hace un tiempo, conversé con el profesor Joaquín Ortega, quien lo definió así: «En Venezuela pasamos de una dictadura a una tiranía en medio de parrandas electorales», una afirmación que sigue vigente como nunca.
Es más, la Conferencia Episcopal, en sus recientes declaraciones, dadas en su asamblea anual, señaló que Venezuela ha dejado de ser una autocracia hegemónica para convertirse en una autocracia cerrada. No es menor este correcto concepto (ni el momento en que lo dicen), pues, de acuerdo con Marc Morjé Howard y Philip G. Roessler (2006), las autocracias cerradas son «aquellas en las que las elecciones no existen y la selección de las autoridades es hecha por las élites que gobiernan el país». Los ciudadanos están excluidos de la verdadera participación.
De este modo, llegamos al presente. La clamorosa derrota electoral del régimen el 28 de julio de 2024 marcó un hito en la lucha por la democracia frente a regímenes como el chavista. Por primera vez, los resultados fueron irrefutables y respaldados por actas oficiales. La lucha dentro del marco electoral logró más de lo que se podía esperar, y ya, en este punto, entramos en una fase distinta. Esta derrota fue provocada por quien hoy sigue siendo la líder del país (incluyendo a los antiguos chavistas), María Corina Machado, quien allí dentro de Venezuela sigue, y por quien hoy recorre el mundo con la legitimidad de origen que dan los votos, Edmundo González Urrutia. Y esto es, para el chavismo, un peso demasiado grande por varias razones. En primer lugar, se ve imposibilitado de legitimarse tanto dentro como fuera del país, independientemente de las pequeñas victorias económicas que puedan presentar. En segundo lugar, la derrota confirma su desconexión total con la base social que alguna vez le dio sustento. No tienen «pueblo», ni siquiera las UBCH funcionaron. Son despreciados por casi la totalidad de la sociedad y solo les quedan las balas y una diminuta élite conformada por generales que han hecho de Venezuela su hacienda personal y por colaboradores de la barbarie que, como la gallina de Stalin, se arrastran por migajas.
Es un problema para la nomenklatura, pues ahora la Constitución del padre de la desgracia, incluso con sus reformas, ha dejado de funcionar. El sistema se rompió porque el venezolano no solo hizo que hubiese un cambio, sino que dislocó la realidad. Ante este colapso, necesitan, para intentar mantener el poder a los porrazos y por medio del terror, constituir un nuevo sistema al que llamarán «comunal», pero que, en el fondo, buscará ser lo que siempre han querido lograr: un totalitarismo.
El chavismo, para subsistir, necesita que el Estado-mafia sustituya por completo a la República federal. Que esta vez no haya posibilidad de «errores», como lo fue la elección de 2015, la primaria de 2023 o la gran derrota de 2024. La sustituirá, la desplazará, la desaparecerá. Buscarán implementar un nuevo orden donde el pensamiento del ciudadano sea igual a cero. Entendieron que no pudieron colonizar las mentes de los venezolanos, ni siquiera la de aquellos jóvenes que nacieron y crecieron en medio de la barbarie, y ahora simplemente buscarán bloquearlos. Al final, tal y como desarrolló Hannah Arendt, «el ideal del dominio totalitario no es el gobierno despótico sobre los hombres, sino un sistema en el cual los hombres sean superfluos».
El «Estado comunal» que promueve el chavismo no es sino una fachada para el totalitarismo rojo. No puede coexistir con ningún otro sistema, y es en este punto crítico donde nos encontramos actualmente. Jugar a la «parranda electoral» (vuelvo a Ortega) es ser parte de la estrategia del régimen, ya sea por desconocimiento de lo que realmente se enfrenta o por colaboración implícita en el mantenimiento del statu quo. Generar y amplificar el falso debate sobre «votar o no votar«, mientras quienes ocupan por la fuerza el poder buscan instaurar su sueño estalinista, es simplemente patear al oprimido que busca libertad para lanzarse a los brazos del opresor.
Como bien señala Carl Schmitt en La teoría del Partisano (1977), «el enemigo no es solo el otro, sino el otro radical, el otro que es radicalmente diferente y al que no se puede integrar en el sistema». Para entender al chavismo, es crucial leer a Schmitt, y para enfrentarlo, también. Si lo que decidimos el 28 de julio no se hace respetar hoy, mañana no habrá alcaldías, municipios o parroquias y, desde luego, tampoco libertad ni el reencuentro de un país roto porque el 30% de su gente huyó de la barbarie. El único “espacio” que debe ser rescatado es el país entero. No hay lugar para medias tintas ni «terceras vías».
Lo que está en juego es la Venezuela libre que desean el 90% de sus ciudadanos, o la extinción definitiva de la República bajo el control de una élite criminal que se ha convertido en el principal flagelo de la región. Por ello, no debemos caer en la desesperanza de aquellos entregados al poder. Miremos hacia atrás y veamos lo logrado. Y miremos hacia adelante, caminando juntos, en resistencia y decididos a ser libres. No ha sido fácil, ni lo será tampoco, pero el tamaño de este reto no es más grande que nosotros, los venezolanos.