Los peores pronósticos sobre la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2017 se cumplieron, pero tan solo ocho años después. El gobierno de Trump en 2025 es mucho más organizado, efectivo y decidido que en 2017, con la meta clara de acumular el máximo poder y generar el mayor caos en el menor tiempo posible.
Para llegar aquí, Trump tuvo que entender mejor el funcionamiento del gobierno y, sobre todo, rodearse de un equipo que no le pusiera freno a sus peores instintos, sino que los incentivara. En 2017, su gobierno aún estaba compuesto en su mayoría por veteranos funcionarios del Partido Republicano. La toma del GOP por parte de Trump era reciente e incierta, y el nuevo presidente no tenía aún a «su» entorno en la Casa Blanca ni en el gabinete. Había «adultos» que maquillaban sus declaraciones más erráticas y acomodaban sus órdenes ejecutivas o propuestas de ley para apegarse a la Constitución y las leyes vigentes.
Ocho años después, esa resistencia interna —la más inmediata barrera institucional ante un presidente con ansias autoritarias— no existe. El Partido Republicano es Trump, y su entorno está lleno de funcionarios cuya única misión y deseo es complacerlo.
Algo similar ocurre con el siguiente y más importante contrapeso: el Congreso. Aunque en 2017 ambas cámaras también tenían mayorías republicanas y, en general, se llevaron bien con Trump, la mayoría de los congresistas había hecho su carrera antes del surgimiento del entonces nuevo presidente y solo empezaban a entender su amplio dominio sobre la base de votantes conservadores. Hoy, influyentes líderes de entonces, como Paul Ryan, John McCain o Mitch McConnell, están retirados, muertos o van de salida, y el Congreso está lleno de políticos que admiran —y casi veneran— a Trump, o que lo temen y sienten que dependen de él para mantener sus cargos.
Por eso, en un mes, Trump ha hecho casi todo lo que ha querido. En primer lugar, ha otorgado un poder sin precedentes a un asesor no electo, que no fue aprobado por el Senado ni se ha separado de sus gigantescos intereses económicos: Elon Musk. El billonario está siguiendo el guion que usó en 𝕏 (antes Twitter) y solo ha encontrado algunas órdenes judiciales que han intentado frenarlo. Congresistas, funcionarios con largas trayectorias y miembros del gabinete han aplaudido o, simplemente, han tenido que aceptar la presunta omnipotencia de Musk, como si se tratara de cualquier país “tercermundista”. En el camino han quedado agencias destruidas —como USAID—, investigaciones científicas detenidas y miles de personas sin empleo, sin importar la calidad o importancia de su trabajo.
𝕏 es hoy un producto mucho peor que cuando lo compró Musk, pero es un producto dominado plenamente por él, que le ha servido de plataforma para ganar influencia y más dinero a nivel global. En eso mismo podría convertirse el gobierno de la mayor potencia del planeta.
Fuera de Musk y su “Departamento de Eficiencia Gubernamental” (DOGE, en inglés), Trump ha continuado con su tradición —multiplicada en este gobierno— de romper con todas las normas, a menudo quedando al borde o al margen de la ley: desde cambiar el nombre del Golfo de México hasta despedir sin justificación al principal jefe militar del país, así como a otros altos mandos militares, inspectores generales y jefes de agencias teóricamente autónomas.
¿A dónde va todo esto? ¿Está realmente amenazada la democracia de Estados Unidos? Creo que parte del cálculo de Musk y otros asesores y funcionarios, como el vicepresidente J.D. Vance, es que este es precisamente el momento para generar el mayor shock posible antes de que la marea empiece a cambiar. Las cortes han impuesto algunas pausas, pero el proceso jurídico es largo y, aun si eventualmente determinan, por ejemplo, que miles de empleados fueron despedidos ilegalmente, la mayoría de estos no volverá a sus cargos, y habrán rehecho su vida en otra parte. El Congreso también escribirá sus leyes y, en el camino, corregirá algo de lo que ha torcido el Ejecutivo, pero no lo suficiente. Musk, más pronto que tarde (asumo), dejará su cargo —que se asemeja al de un poderoso primer ministro—, pero ya le habrá servido a Trump para debilitar barreras institucionales, y a sí mismo para enriquecerse, quitarse problemas legales de encima y aumentar sus contratos con el gobierno federal.
La clave, como es habitual en democracia, dependerá de la población. Ya las primeras encuestas sobre el nuevo gobierno empiezan a mostrar una caída en el apoyo a Trump. Si esto se hace más evidente, el Congreso, los estados y el mismo entorno de Trump empezarán a reconsiderar sus políticas y formas. En las elecciones que se avecinan —para puestos vacantes en el Congreso o la gubernatura de Virginia en noviembre, por ejemplo—, eventuales éxitos demócratas podrían señalar un cambio rápido en la tendencia del país. Pero queda la pregunta: ¿qué pasará después de Trump? ¿Será él una excepción en la historia del país o la nueva norma de, al menos, una mitad de Estados Unidos? ¿Se convertirá la presidencia en un monstruo indetenible? ¿O aceptarán quienes hoy mandan que estos excesos son insostenibles en democracia?
Para eso habrá que esperar más que un ciclo electoral, porque, como vimos en 2020, una derrota en las urnas no es suficiente.