El exilio no es el Cruz-Diez del piso del aeropuerto de Maiquetia, ni el peso de la vida repartido en dos maletas. Es el día después. Es el primer día del resto de tus días, a partir de ahora, siempre extranjeros. Exiliarse es también ver los flashbacks de una vida que no fue, y escuchar el ruido sordo de un país que ya no existe en las voces de quienes alguna vez lo habitamos. Una herida cubierta de sangre seca que nunca cicatriza.
Todos los migrantes ejercen su propio pastoreo y los venezolanos no somos la excepción. Como canta Desorden público en Valle de balas, «cada quien cuenta su cuento de atropello, cada cual saca a pasear su propio miedo». Y uno de los miedos más recientes del migrante venezolano, no es sólo nunca llegar a pertenecer al país en el que decidió hacer vida, sino el terror y la tristeza de no sentirse bienvenido en ningún lugar.
Aun así, el último informe del Observatorio de la Diáspora Venezolana ubica la cifra de migrantes en 9,1 millones, representando un 27% de la población total de la nación suramericana.
A estas alturas, no hace falta recordar que el dictador Nicolás Maduro no es reconocido por 40 países, ni que es el responsable directo del éxodo masivo y constante de venezolanos en el mundo. Sin embargo, su mención es necesaria para recordarle a quienes nos ven como extranjeros, que la sin importar su status migratorio, comunidad migrante venezolana está viviendo una de las peores cacerías de brujas de la historia contemporánea. Entonces, así como la revolución castrista degradó al gentilicio cubano en los 80s y 90s, la revolución bolivariana emuló con éxito la misma desgracia sobre su pueblo.
Barajita repetida no completa el álbum
Barajita repetida no completa el álbum, pero el de mi árbol genealógico está lleno de exilios: la historia nos recuerda que la dictadura de Gómez gobernó al país desde 1908 hasta su muerte en 1935; y la de Pérez Jiménez Pérez Jiménez entre 1952 y 1958. Décadas después, con la llegada del chavismo al poder en 1999, el nuevo milenio encontró a la entonces fortísima y ejemplar democracia venezolana, enferma del mismo cáncer que mató a Hugo Chávez 15 años después.
De la toma de poder de Nicolás Maduro han pasado 12 años, sumándole a Venezuela —con décadas de distancia entre sí— un total de 59 años de dictaduras y cientos de connacionales abandonando el país por cielo, mar y tierra.
Y para seguir repitiendo barajitas, la mención a Gómez y Pérez Jiménez en este artículo, más que periodística es anecdótica: en 1922, mi bisabuelo José Rafael Pocaterra salió de Venezuela y vivió exiliado en Estados Unidos y Canadá. Tras el retorno de la democracia, ocupó diversos cargos diplomáticos, en Gran Bretaña, Moscú, Brasil, y fue embajador de Venezuela enWashington. En 1950, luego del asesinato de Román Delgado Chalbaud, Pocaterra volvió a Montreal, donde vivió hasta su muerte en 1955.
Intelectual comprometido con la democracia y arduo crítico de la dictadura gomecista, sus días de encarcelación y tortura están documentados en Memorias de un venezolano de la decadencia (1928). Su obra de ficción es, también, considerada una de las posturas críticas más cuerdas y crudas en la historia de la narrativa nacional.
De generación en degeneración
Un año después de la muerte de Pocaterra en Canadá, su hijo, mi abuelo, el abogado y profesor Jesús Leopoldo Sánchez, salió del puerto de La Guaira rumbo a Madrid, huyendo de la Seguridad Nacional, que lo buscaba para encarcelarlo (o matarlo). por haber dicho en su aula de Derecho Constitucional de la Universidad de Los Andes (ULA), que él no iba a enseñar esa «constitución espuria» instaurada por Pérez Jiménez. Por esto, mi madre nació en Madrid, y la familia regresó a Venezuela poco después del 23 de enero de 1958, cuando volvió la democracia. Reinstalado en el país, mi abuelo continuó su labor docente en Universidad Central de Venezuela (UCV), embajador de Venezuela en Ecuador e Individuo de Número de la Academia Venezolana de Ciencias Políticas y Sociales.
Aunque mi abuelo llegó a conocerme, yo no lo recuerdo a él. Sin embargo, tengo clavada en la memoria las voces de mi abuela y mi mamá, recordando las palabras del entonces anciano Jesús Leopoldo quien, tras el Caracazo en 1989, profetizó que a partir de ese suceso, al país se le venía encima «algo muy, muy feo».
Mi abuelo murió en marzo de 1991 y mi exilio comenzó el mismo mes, 30 años después. El periplo —hasta ahora— me ha llevado a vivir en Buenos Aires, Ciudad de México, Cancún, New Jersey, Washington y New York. Y así como Cortázar escribió que el pasaporte dice que “naciste y que eres”, también es cierto que uno es de donde nace, tanto como de donde empieza a encanecer. Aunque aún soy un hombre joven, suficiente agua ha corrido bajo el puente para concluir que, probablemente, a Venezuela nunca más pueda volver.
El karma de ser venezolano
Las interpretaciones sobre qué hicimos para merecer esto son muchas y ninguna es alentadora. No miento cuando digo que hace tiempo renuncié a la idea de volver a mi país, tanto como digo la verdad cuando me pregunto, con todo el cuerpo, si algún día Caracas me devolverá algo más que los fantasmas de una felicidad robada.
Quizá el karma de ser venezolano no es la perpetua dictadura militar, sino el destino como una permanente repetición de errores, en un bucle maldito que parece nunca acabarse.
Historias como la de mi familia abundan en Venezuela, tanto como casas diezmadas y vacías, cada vez más muertas.
La parte más difícil del exilio, es hablar del exilio en sí, y es periódico de ayer que los años corrompen la memoria. Por eso nunca termino de desempacar mis recuerdos, aunque en las maletas siga sin encontrar una frase esperanzadora para empezar, siquiera, a reparar el daño que nos han hecho.