En la aldea
19 junio 2025

El eterno dilema venezolano alrededor del voto

Este artículo examina ambas estrategias (votar o no votar) desde la ciencia política, sin consignas ni dogmas. ¿Cuál abre camino a una transición democrática real?

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En Venezuela, cada cita electoral es más que un proceso: es un parteaguas emocional, una división estratégica, un eco del conflicto irresuelto. Por un lado, quienes apuestan por participar con la esperanza de abrir grietas en el muro autoritario; por el otro, quienes defienden la abstención como un acto de dignidad, como una forma de no validar un sistema profundamente ilegítimo.

Pero, ¿y si ambas posturas tuvieran razón? ¿Y si este debate no se tratara de quién tiene la verdad, sino de cuál estrategia puede abrir camino hacia una transición democrática real?

Para entenderlo, hace falta poner pausa al fervor y encender el pensamiento crítico. En esta mirada, la ciencia política —y no la consigna— puede ser un faro útil. No para dar certezas absolutas, sino para mapear con rigor los caminos ya recorridos y los posibles por recorrer.

Venezuela: ¿Dictadura, democracia o algo más?

En la conversación pública se repite con frecuencia que Venezuela es una dictadura. Y aunque el diagnóstico tiene fuerza simbólica, la teoría política ofrece matices más precisos. El régimen venezolano no encaja del todo en una dictadura clásica ni en una democracia plena. En cambio, responde a lo que Steven Levitsky y Lucan Way —junto con otros autores— han descrito como autoritarismo hegemónico competitivo.

Un tipo de régimen híbrido que conserva formas electorales, pero pervierte el fondo: manipula condiciones de competencia, coacciona a medios, instrumentaliza instituciones, y administra los recursos del Estado con fines de permanencia, no de servicio. Es un sistema que no elimina a la oposición porque su modelo se sostiene justamente en una lógica de competencia desigual.

El objetivo no es erradicar la libertad, sino controlarla hasta el borde del abismo. Dejar que exista —a veces incluso estimularla— para que el miedo haga el resto: autocensura, fatiga, resignación.

El miedo como arquitectura del poder

Uno de los rasgos más perversos de estos regímenes es su impredecibilidad estratégica. No hay reglas claras. Hoy se permite una crítica; mañana, esa misma crítica puede costar la cárcel. Un tuit puede pasar desapercibido… o convertirse en un expediente judicial.

Así funciona la lógica del “ni tanto, ni tan poco”: se ceden espacios de poder subalterno —alcaldías, curules, gobernaciones—, mientras se blindan los espacios clave: la presidencia, el control del poder legislativo, el dominio judicial.

La pregunta, entonces, no es si se puede participar en un sistema así. La pregunta es cómo se quiebra un régimen de estas características.

Las fórmulas de la ciencia política para una transición

Según la ciencia política comparada, las transiciones democráticas en contextos autoritarios se han producido cuando coinciden tres factores clave:

  1. Presión internacional estructurada, sostenida en el tiempo.
  1. Protesta cívica pacífica y continua, desde la sociedad.
  1. Quiebre interno del sistema, ya sea por fractura militar, institucional o política.

Los dos primeros son medidas de presión; el tercero, la llave de apertura. Y es ese tercer factor —el quiebre interno— el que suele determinar si la transición es posible.

Ese quiebre puede venir por la fuerza (como un alzamiento militar o intervención extranjera) o por negociación desde dentro del poder. En Venezuela hemos visto intentos de ambos tipos: desde la denuncia institucional de Luisa Ortega Díaz en 2017 hasta la fallida rebelión del 30 de abril de 2019. Pero ninguno ha logrado resquebrajar por completo la cohesión del bloque autoritario.

Dos estrategias enfrentadas: máxima presión vs. participación institucional

Históricamente, en Venezuela se han intentado dos caminos para activar el quiebre:

  1. La máxima presión: aislamiento diplomático, sanciones internacionales, informes ante la ONU o la Corte Penal Internacional.
  1. La participación institucional: competir en elecciones, ganar espacios, infiltrar el sistema desde dentro.

Ninguna es garantía de éxito. La primera puede reforzar el cerco y empujar a la represión. La segunda puede derivar en cohabitación sin cambio real y, sin embargo, ambas han sido utilizadas en momentos clave:

  • 2013: Capriles denuncia irregularidades tras las presidenciales. No obstante, ante la ingenuidad que para ese momento había sobre el dominio institucional, la falta de estructura territorial sólida no permitió tener las pruebas suficientes que impulsaran la denuncia internacional.
  • 2015: La oposición gana la Asamblea Nacional, pero es neutralizada por el régimen mediante el Tribunal Supremo de Justicia y la Asamblea Nacional Constituyente que de forma irregular instalan en 2017.
  • 2019: Guaidó asume como presidente interino después de una presidencial que no cumplió con el reglamento electoral y no fue reconocida por la comunidad internacional y activa el apoyo de Estados, instituciones y organismos del mundo, además de la movilización interna por parte de la sociedad civil, pero el poder real no se mueve y el quiebre interno no se propicia.
  • 2024: La candidatura unitaria de Edmundo González, respaldada y liderada por María Corina Machado, enfrenta un proceso cuestionado. Aun con apoyo popular, no se produce el esperado quiebre dentro del sistema. A pesar del apoyo por parte de la comunidad internacional y la protesta activa y pacífica de la sociedad civil, no se produce el quiebre.

Entonces, bajo este escenario, ¿qué es lo correcto en un escenario electoral?

La abstención apuesta por la denuncia internacional, la presión desde fuera, el no reconocimiento. La participación, por otro lado, busca fisuras internas, articulación social, movilización desde dentro.

Ambas posturas tienen respaldo teórico. Ambas tienen lógica estratégica. Lo que ya no tiene sentido es insistir en fórmulas que han fracasado reiteradamente sin ajustarlas al contexto real. Porque en política, cuando una estrategia falla más de tres veces, el problema no es de ejecución: es de modelo.

Venezuela necesita menos fe ciega y más ciencia. La gran tarea no es convencer a todos de votar, ni tampoco es demonizar la abstención. La verdadera tarea es diseñar una estrategia viable de transición, basada en conocimiento del terreno, aprendizaje acumulado y realismo político, porque Venezuela no es una copia de Polonia, ni de Sudáfrica, ni de Chile. Es un caso inédito, con un régimen que ha aprendido a mutar, a absorber y a resistir.

Y como con todo experimento sin solución definitiva, quizás ha llegado el momento de aceptarlo: somos el conejillo de Indias de la política contemporánea y como tal, no merecemos más improvisación.

Merecemos método.

Merecemos estrategia.

Merecemos, finalmente, un plan adecuado a nuestra realidad.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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