Las últimas dos semanas han sido realmente acontecidas internacionalmente en asuntos de violencia y política. En Colombia, el país entero está impactado desde el sábado 7 de junio con el intento de asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. Una semana después, mientras escribo estas notas, las calles de muchas ciudades de Colombia han sido el escenario de movilizaciones multitudinarias convocadas bajo el lema de “La marcha del silencio” en repudio a la violencia y solidaridad con el joven político que aún permanece en la unidad de cuidados intensivos de la clínica Fundación Santa Fe.
En Bolivia, la violencia también ha cobrado vidas. Intensas y pobladas movilizaciones en diversos lugares del país, oficiadas por los seguidores del expresidente Evo Morales, quienes trancan carreteras y protagonizan violentos combates con la policía, han dejado por lo menos cinco muertos, entre ellos tres militares, y un número grande de heridos, en actos de presión para exigir que se anule el fallo judicial que inhabilitó a Morales como candidato a las elecciones presidenciales previstas para el 17 de agosto de este año.
En Ecuador, lo ocurrido en las vecinas Colombia y Bolivia, violencias asociadas a las elecciones presidenciales, ha hecho que en los medios y redes sociales se remuevan las heridas del relativamente reciente asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio, ocurrido el 9 de agosto de 2023, tan solo once días antes de las elecciones presidenciales.
En Estados Unidos también la semana ha traído su cuota, no solo por las manifestaciones violentas que se produjeron fundamentalmente en Los Ángeles, sino por el homicidio de la representante demócrata estatal de Minnesota, Melissa Hortman, y su esposo, quienes fueron asesinados a tiros la madrugada del sábado 14 de junio, en lo que todo parece indicar se trata de un crimen de “violencia política selectiva”, en una puesta en escena, por demás teatral, por un hombre impecable y convincentemente disfrazado de policía.
La semana estuvo, además, marcada por el conflicto entre Israel e Irán que se inició con el bombardeo israelí a objetivos ligados al enriquecimiento de uranio para la fabricación de bombas atómicas y por las réplicas de Irán a objetivos israelíes, en un enfrentamiento que muchos miran con temor a una escalada del conflicto que vaya más allá de ambos países.
El espíritu de estos tiempos violentos y bélicos se vio aderezado simbólicamente con el desfile militar en Washington, en el que coincidieron, el sábado 14 de junio, la conmemoración de los 250 años del Ejército de Estados Unidos con la celebración del cumpleaños de Donald Trump. Fue un despliegue de tanques, helicópteros, tropas, perros robots, más parecido a lo que nos tenían acostumbrados en su época los desfiles militares de la Unión Soviética o Cuba.
Adicionalmente, ya teníamos semanas presenciando en los noticieros internacionales las redadas a migrantes promovidas por la administración Trump, y el envío de marines a las calles, que, sin duda alguna —lo veníamos advirtiendo—, van a generar una respuesta en los Estados Unidos, tal vez no similar, pero sí análoga, a lo que produjeron en los años sesenta del siglo pasado las protestas contra la guerra de Vietnam y las luchas por los derechos civiles que encontró en Martin Luther King su gran emblema.
En este momento estamos en el ojo del huracán, pero habrá que esperar a ver si las sociedades por ahora amenazadas por los ruidos de sables y bombas puedan recapacitar, llegar a acuerdos, buscar consensos y convertir estos sucesos trágicos en una oportunidad de concertación y búsqueda de la paz.
En Colombia la respuesta colectiva ha sido rápida. Porque a dos días apenas del caso Uribe Turbay, en Cali se produjo una secuencia de atentados con carros y motos bombas, que dejó la cifra nada menor de nueve muertos y 89 heridos, muchos de ellos de gravedad. Pero, por suerte, las movilizaciones masivas contra la violencia han sido absolutamente pacíficas. Y, aunque no faltan los exaltados, quienes de una parte hacen responsable a Petro del atentado, y de la otra, quienes afirman —en ambos casos aun sin pruebas— que se trata de un auto atentado de la derecha para desestabilizar el país, las voces más prudentes claman por bajar el tono violento del debate político y eliminar el discurso de odio del escenario público.
Nada fácil. Porque lo que está en juego internacionalmente es un conflicto entre la institucionalidad, las leyes, las constituciones, la independencia de poderes y los gobernantes que pretenden saltárselas. Como lo intentó Trump cuando quiso desconocer el triunfo de Biden en 2020; Bolsonaro el de Lula en 2022; Pedro Castillo el mismo año en el Perú, en el intento fallido de desconocer el parlamento; Evo Morales para reelegirse en 2019, que termina en una aparatosa renuncia; Nicolás Maduro cuando desconoció el triunfo aplastante de la oposición venezolana en las elecciones del 28 de julio de 2024, y así sucesivamente.
Este domingo 15 de junio muchos mensajes en los medios colombianos, y el sábado 14 en las calles Estados Unidos, apuntan a la construcción de sociedad a partir del diálogo. Es cierto que en algunos países —Venezuela, Nicaragua, Cuba— “diálogo” es una palabra que puede costar la libertad, incluso la vida. Pero me alegra leer titulares como este de hoy en un diario colombiano: “Llegó el momento en que el país transforme el dolor en unidad”.