En la aldea
18 junio 2025

Libertad

La democracia no es solo un ideal: es la única salida posible ante el colapso institucional, la mentira oficial y un Estado mafioso que silencia y devora.

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Walter Molina Galdi | 18 junio 2025

Venezuela vive la fase más descarnada de su larga deriva autoritaria. La tiranía de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello han decidido mostrar su rostro más brutal: un régimen tendiente al totalitarismo, que ya no requiere simulacros democráticos, disimulo ideológico ni retórica redentora. Es el régimen en su forma pura: despojado de máscara, desatado, peligrosamente impune.

En esta etapa, la represión no discrimina. No importa si el ciudadano es chavista u opositor, si milita o si calla, si reside en Venezuela o en el exilio. Todos, incluso quienes viven fuera, tenemos un número asignado. Esta lógica de control absoluto no es una exageración retórica: es el fundamento mismo de los sistemas totalitarios, descritos por teóricos como Hannah Arendt, Carl Friedrich o Juan Linz. La idea de que nadie está a salvo —porque el poder absoluto exige obediencia absoluta— define a los regímenes que hacen de la dominación social una extensión de su existencia política.

Un terror que no cesa

Desde julio de 2024, la maquinaria represiva se ha intensificado: más de 2.000 personas han sido detenidas arbitrariamente, muchas de ellas por el solo hecho de cumplir con su deber cívico como testigos electorales. Más de una decena han muerto en estos centros de tortura: fueron asesinados lentamente. Se estima que más de 900 permanecen hoy encarceladas, y casi medio centenar están en condición de desaparición forzada. Estas cifras, escalofriantes por sí solas, no reflejan la dimensión completa del horror: el número real de víctimas probablemente sea mucho mayor.

¿Por qué no lo sabemos? Porque hay familias que no denuncian. No por desinterés, no por ignorancia, sino por miedo. Miedo a que la visibilidad empeore la situación del detenido. Miedo a ser también objeto de represalias. Pero aún más grave: miedo infundido por quienes, desde espacios de dirigencia política o supuesta defensa de los derechos humanos, recomiendan «no decir nada para no entorpecer las gestiones». Esa lógica del silencio como estrategia solo ha servido para encubrir el crimen, reforzar la impunidad y dejar al detenido en la más absoluta indefensión.

Esto no es una hipótesis: es una constatación. Existen casos cercanos, documentados, de personas desaparecidas o secuestradas hace meses, cuyos familiares han sido persuadidos de guardar silencio por figuras que se presentan como intermediarios o “puentes” con el régimen. En realidad, son engranajes de la opacidad. No existen precedentes de que este tipo de “negociaciones privadas” haya dado resultados positivos. Por el contrario, el silencio invisibiliza, desprotege, legitima la tortura y condena a la víctima al olvido.

¿Por qué esta etapa es distinta?

Los regímenes autoritarios suelen atravesar fases. Los de estos tiempos, que se actualizan como aplicaciones de celulares, más. En el caso venezolano, estamos frente a una aceleración represiva no solo dirigida a disidencias políticas, sino incluso a voces internas del chavismo. El caso del economista Rodrigo Cabezas, exministro de Hugo Chávez y ahora detenido, es ilustrativo: no hay espacio para matices, ni margen para la crítica. Incluso decir la verdad —por ejemplo, el precio del dólar o el índice inflacionario— es tratado como delito.

La represión ya no se limita a “enemigos del Estado”. También alcanza a ciudadanos comunes, deportistas, artistas. La cancelación de la gira nacional de Rawayana tras recibir amenazas o la detención masiva de fanáticos del Deportivo Táchira por decisión del torturador mayor de Venezuela, hoy dueño del equipo de fútbol de la UCV, confirman que la barbarie ha colonizado todos los espacios: la política, la economía, el entretenimiento, la vida cotidiana.

El miedo como herramienta de control total

El miedo es la tecnología política más eficaz de las tiranías. Funciona en múltiples niveles: como represión directa (arrestos, tortura), como control social (silencio inducido) y como anestesia moral (acostumbramiento). En Venezuela, el miedo ha sido cultivado deliberadamente como un valor de Estado: para paralizar a la sociedad, fragmentarla, inducir al exilio y desincentivar cualquier acción colectiva. Por eso, denunciar es un acto político. Nombrar a las víctimas, exigir su libertad, no permitir que desaparezcan también del lenguaje, es una forma de resistencia.

En este contexto, hablar es proteger. El silencio —aun cuando se lo venda como prudencia— es complicidad. Lo dijo Primo Levi: “Quien niega Auschwitz está listo para repetirlo”. En Venezuela, quien calla ante la tortura y la desaparición está allanando el camino para nuevas víctimas.

No se puede convivir con la barbarie

Este régimen no admite reformas, porque ya están en su etapa superior. No se puede “gestionar” un Estado que se ha convertido en aparato criminal. No se puede reconstruir una república sobre el mismo cimiento podrido que la destruyó. La única salida es ponerle fin a la tiranía.

No es una consigna. Es una conclusión derivada del análisis político comparado, del estudio de la evolución del poder en regímenes autoritarios, del testimonio de las víctimas, del fracaso de los intentos de diálogo vacíos y de la evidencia empírica: cada vez que se negoció con el chavismo, sin que ello fuera para su salida, el resultado fue más represión, más presos, más muertos, más impunidad.

La libertad no es solo un derecho: es una urgencia vital

Recuperar la democracia es la única forma de volver a abrazar a los millones que han huido. Es la única forma de frenar la descomposición institucional, el colapso social, el deterioro cultural. Es la única manera de impedir que el Estado mafioso, que devora a sus ciudadanos, silencia a sus víctimas y usa la mentira como lenguaje oficial, sea el pan nuestro de cada día.

La libertad no es un proyecto electoral. Es un imperativo existencial. Y por eso, hacer valer lo que decidimos en las urnas hace casi un año no es un acto simbólico: es un paso necesario, impostergable, vital. Porque si no logramos la libertad, el fin de la República también será el nuestro.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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