En la aldea
01 julio 2025

Ver crecer a su hijo a través de una pantalla

José Manuel Contreras es uno de los 177 venezolanos que llegaron al país el 28 de marzo de 2025, en el segundo vuelo de repatriación desde Estados Unidos. Ahora, mientras recorre las calles de su Maracaibo natal, dice que lo que más le pesa es saber que en el corto plazo no podrá reencontrarse con su familia.

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Redacción LGA | 01 julio 2025

La Hora de Venezuela 

El sol quemándole la piel. Las gotas de sudor corriéndole por todo el cuerpo. El bullicio marabino. José Manuel Contreras no extrañaba esas sensaciones, pero ahí está, nuevamente recorriendo las calles donde creció, vendiendo jabón y otros productos de limpieza para mantenerse. Es su dinámica diaria, que sólo cambia cuando se le acaba la mercancía y cruza a Colombia para reponer el inventario. 

En eso ya lleva tres meses.

“Tanto que yo sufrí para después volver otra vez a lo mismo”, piensa de tanto en tanto. 

Es que esa vida —esa rutina cansina— no estaba en sus planes. José Manuel no está en Maracaibo porque quiere. Él es un retornado involuntario. A finales de marzo de 2025 fue deportado desde Estados Unidos. Llegó a Venezuela la noche del 28 de marzo junto con otras 177 personas, luego de pasar meses detenido en ese país. 

No olvida la escena de su retorno. Contó con amplia cobertura mediática, porque era el segundo vuelo de repatriación que acordaron Venezuela y Estados Unidos, luego del traslado arbitrario de 237 venezolanos a una cárcel de máxima seguridad en El Salvador. José Manuel recuerda las cámaras, el montón de militares rodeando el avión, el aire cálido de La Guaira, y las palabras del funcionario que los recibió apenas aterrizaron: 

—Ya ustedes no están presos. Levanten la cara y sonrían. Ustedes ya están libres de todo. 

Cuando salió de Venezuela, en mayo de 2023, tenía 20 años y un hijo de 3. Se fue con 150 dólares, que reunió vendiendo las pocas cosas de valor que tenía: un powerbank, un celular, un ventilador, unos audífonos y un televisor. Irse fue una decisión presurosa, inesperada. Ni siquiera sus amigos le creyeron cuando les contó que se iba.

—Solo me creyeron cuando vieron que subí una foto entrando a la selva. Ahí también se enteró mi abuela, que vive en Estados Unidos desde 2019 —cuenta José.

Él fue uno de los más de 500 mil migrantes que hicieron la ruta del Darién para llegar a Estados Unidos en 2023, según datos de la Defensoría del Pueblo de Colombia. Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México: esa fue la ruta que siguió. En casi todos esos países se quedaba por días o semanas trabajando: vendía chupetas y caramelos, botaba basura, asistía como albañil en obras de construcción.  Pasó casi cinco meses en un limbo migratorio, yendo de un lado a otro entre México y la frontera con Estados Unidos, porque en dos oportunidades fue expulsado de este  último por entrar irregularmente por un puerto fronterizo.

—Pasé un mes y una semana detenido. No me insultaban, pero tampoco me trataban bien. Eran odiosos. Una vez me dolía la cabeza y me dijeron: “Acuéstate, que eso se te pasa así”. 

Cuando lo soltaron, lo mandaron a Villahermosa, una ciudad a casi 30 horas de distancia de la frontera de Estados Unidos, pero no tardó mucho en volver a intentar ingresar a ese país: llegó a El Paso casi 5 días después, y de ahí, en cuestión de horas, también lo expulsaron. 

El tercer intento fue el 21 de octubre de 2023. José Manuel se presentó nuevamente en el puerto de entrada, esta vez junto con su hermana, quien había hecho la misma travesía que él. Lo detuvieron. Pero lo soltaron en pocas horas bajo la “catch and release”, un operativo que consistía en liberar a los migrantes que entraban al país irregularmente para no saturar los centros de detención. 

Lleno de dudas, acaso confundido, preguntó a los agentes de migración si de verdad estaba libre. Le respondieron que sí, y que la única condición que le ponían para ello era que se presentara en un plazo de tres meses en una corte cercana a su residencia, para evaluar su estatus migratorio. 

José Manuel no podía creer que finalmente lo habían dejado entrar a Estados Unidos. Siguió rumbo a Florida. Para llegar, pasó dos días y medio de bus en bus. Entre viajes, conoció a una chica: 

—Los venezolanos somos muy bullosos. Veníamos en el bus con la guachafa.  A ella le dio curiosidad lo que estábamos hablando, quiso meterse en la conversación, pero nos habló en inglés.

Debido a la barrera del idioma, él recurrió a un traductor online. Así pudo conocerla, intercambiar sus redes sociales. Se llamaba Dani. A partir de entonces, comenzaron a escribirse mensajes: largas conversaciones en las que se contaban sus vidas. 

Apenas pisó Florida, José Manuel comenzó a trabajar como obrero de construcción. Luego llegó a una empresa que ofrecía servicios de jardinería. Su primer jefe, un estadounidense de raíces cubanas, siempre le repetía: “Así es la vida aquí en Estados Unidos. Mientras esté por el buen camino, a usted le va a ir siempre bien”. 

José Manuel se presentó en la corte de Florida unas semanas después para cumplir con lo que le habían indicado en el centro de detención.

—Fui para que supieran que estaba haciendo las cosas bien. Llegué, di mi número de inmigración, sellaron unos documentos y me pusieron la corte principal para el 5 de mayo de 2027. No me dijeron más nada.

Sí, tenía que esperar cuatro años para presentarse ante un juez que determinaría su estatus migratorio. Cuatro años, le explicaron, porque son muchos los casos como el suyo y los recursos limitados, lo que hace que el proceso sea lento, muy lento.

En el ínterin, el vínculo con Dani se hizo más fuerte. Las conversaciones mediante redes sociales pasaron a un chat personal diario. De los mensajes pasaron al encuentro físico. Durante unos días José viajó a Atlanta, donde estaba ella. Se hicieron novios. Y un día Dani decidió irse a vivir con él a Florida.  

Poco después se enteraron de que iban a ser padres y entonces ella le hizo una propuesta: 

—Vámonos a Houston, allá tengo a mi familia.

En esa ciudad de Texas se asentaron y también supieron que el bebé sería varón: decidieron llamarlo Joshua Manuel.

Aunque estaban ilusionados, la situación en casa era complicada. Dani no podía trabajar y José no conseguía empleo. Aplicó a McDonald’s y Walmart, y en ambas empresas la respuesta fue la misma: “Nosotros te llamamos”. 

Pero nunca lo llamaron. 

Durante esos días, José Manuel sentía que lo iban a deportar. Por las noches, tenía pesadillas constantes sobre su regreso al país. Nunca se trataba de visitas cortas, de reencuentros, sino de una larga estadía, de cuestionarse cómo “empezar de cero”, de no tener otras opciones para regresar a Estados Unidos.  Recuerda que se despertaba sobresaltado, sin ánimo. La presión venía de todas partes y un día, a finales de junio, Dani y él, desesperados ante la incertidumbre, explotaron: comenzaron a discutir ¿qué harían una vez naciera su hijo? 

Los vecinos escucharon los reclamos, los gritos, y llamaron a la policía. 

Al rato, cuando ya estaban calmados, tocaron la puerta. 

José Manuel miró por la ventana y vio que eran policías. Antes de abrir, le pidió a Dani que tradujera lo que hablaran. Apenas ella asomó el rostro, los hombres entraron a la casa y lo empujaron contra el piso para esposarlo. Él solo entendió que los policías le decían a Dani que podía denunciar en las próximas horas.

—No voy a poner una denuncia en contra del papá de mi hijo. Nosotros solo estábamos discutiendo por la situación que estamos viviendo —respondió ella. 

Aun así, a José Manuel lo trasladaron a Harris County, un centro de detención, donde le indicaron que tendría varias cortes, es decir, unas audiencias para determinar si podía quedar en libertad pagando una fianza, bajo palabra o cualquier otro método.

—El juez nunca me creyó cuando conté lo que me pasó, que yo entré el 21 de octubre de 2023. Dijo muchas veces que era mentira, que yo había ingresado al país por un puerto ilegal. Me culpó de entrar con coyotes.

La orden para José Manuel fue la misma que recibieron otros migrantes detenidos: firmar una carta de autodeportación. La suya decía que no le permitirían ingresar a Estados Unidos por 10 años.

En la cárcel a la que lo llevaron, José Manuel tenía acceso a llamadas y tablets para comunicarse con su familia. A partir de las 7:00 de la mañana, si quería, podía hablarles a sus seres queridos. Su contacto de emergencia y de tranquilidad era Dani, quien le iba contando cómo terminaba el embarazo.

El 30 de agosto de 2024, ella le dijo que sentía que pronto entraría en labor de parto y los nervios aumentaron. Él quería acompañarla, pero sólo podía decirle que le avisara cómo salía todo. Un día después, pasadas las 7:00 de la mañana, entró la primera llamada: 

—Ya nació —le dijo ella—, nació a las 6:30 de la mañana. Es grande y está sano.

Mientras Dani le daba noticias de su bebé, José Manuel vivía traslados cada cierto tiempo. De Harris County lo llevaron a la cárcel de Montgomery, de ahí al centro de procesamiento de Joe Corley, luego a la cárcel de Livingston y después a la de CoreCivic.

En esos lugares, José conocía a migrantes venezolanos detenidos por el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE). Conversaban sobre sus procesos de detención y muchos le contaban que estaban allí por tener tatuajes. Deibin Gualtero Quiroz era uno de ellos. Se hicieron amigos. Siempre que a José Manuel lo movían de penal, a él también.

 Antes del 14 de marzo, los trasladaron nuevamente.

—Nos pusieron a dormir juntos, pero lo llamaron y lo cambiaron de color. Había tres uniformes. El azul significa que estás limpio y ese era el mío; el verde que te declaras culpable; y rojo… Rojo es el que indica alta peligrosidad, pero Deibin nunca pisó Estados Unidos. Siempre estuvo detenido. Con los traslados fue que medio conoció ese país y era porque veía por la ventana —cuenta José.

Cuestionó varias veces por qué a su compañero le habían cambiado el uniforme, pero ningún oficial le dio una respuesta clara. 

Horas después supo que Deibin había sido trasladado al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) de El Salvador.

—Deibin lo único que tenía era un árbol de la vida desde el pecho hasta la cintura. También tatuajes de cosas de Caracas.

El traslado de Deibin y de otros compañeros sembró pánico en casi todos los penales. Eso lo confirmó José Manuel cuando le dieron la fecha de su deportación: 25 de marzo de 2025. Ese día le pidieron que recogiera sus cosas y supo que hasta la cuenta bancaria que tenía en Estados Unidos se la habían cerrado. 

Sin permitirle llamadas para avisar a sus familiares sobre la deportación, a las 5:00 de la tarde le dijeron: “Ya se va para su casa”. 

Lo esposaron y lo hicieron abordar un bus en el que viajó más de ocho horas. Ahí dentro, los detenidos compartieron más detalles de lo que supuestamente había ocurrido con los que habían enviado al Cecot. 

José Manuel escuchó que los habían golpeado, que los tatuajes habían sido determinantes en sus casos, que ellos siempre pensaron que irían a Venezuela, pero terminaron en El Salvador.

La historia parecía repetirse, y el pánico se hizo colectivo: ni en ese bus ni en los otros que iban en la vía nadie sabía realmente a dónde los llevaban. No podían ver por las ventanas, porque estaba prohibido rodar la cortina para ver hacia afuera; tampoco les permitían hacer preguntas. 

En un punto de la ruta lo único que escuchaban era el sonido del motor mezclado con el de sus respiraciones pesadas.

Cuando lo bajaron de los vehículos, José no sabía dónde estaba. Parecía una base militar, y sintió miedo porque frente a él estaba una aeronave en la que habían enviado a los venezolanos al Cecot: el GlobalX, un avión de la aerolínea Global Crossing Airlines, que opera en Latinoamérica y El Caribe, y también ofrece sus servicios a varios gobiernos. 

Como pudo, hizo la pregunta clave: “¿De verdad no nos van a llevar a El Salvador?”.

—Mire, la verdad yo no sé mucho, pero usted para El Salvador no va —le respondió un oficial.

Ya en el vuelo, todos se veían entre sí. Hasta ese momento, su destino era incierto. Cuando el avión aterrizó, los susurros incrementaron: “¿Dónde estamos?” “¿Alguien puede ver?”.

Uno de ellos, que aún estaba esposado, alzó el panel de la ventana con los codos y vio la cola del avión de Conviasa. 

—¡Sí vamos pa’ Venezuela! ¡Ahí está el avión! —dijo. 

Ellos no lo sabían en ese momento, pero estaban en Honduras, un país que ha sido intermediario para recibir migrantes, y ellos serían parte del segundo vuelo de repatriación luego de varias semanas de suspensión.

Al llegar al Aeropuerto Internacional de Maiquetía los organizaron en pequeños grupos y los llevaron a las taquillas de migración, donde les solicitaron sus datos personales y los chequearon en el sistema. 

—Tú estás limpio. Pasa tranquilo —le dijeron a José Manuel. 

Él recuerda que los hicieron pasar a una sala en la que unos médicos los evaluaron; y que luego les alcanzaron un kit de higiene personal. Después, les pidieron subir en un bus y los llevaron a un hotel de La Guaira, donde pasaron la noche. 

Al día siguiente, cada uno podía elegir irse a su estado de origen o no.

—Yo lo que hice fue irme a casa de un tío en Caracas y comencé a trabajar en una cauchera. En Maracaibo no quedaba nadie de mi familia. 

Guadalupe, la abuela de José, supo que su nieto había llegado a Venezuela porque lo reconoció en un video que circuló por redes sociales. 

Un total de 35 vuelos de deportación han llegado a Venezuela desde el 1ro de febrero de 2025, según cifras oficiales, y 28 de estos han salido desde Estados Unidos con Honduras como intermediario. El restante ha salido de México. En ellos han regresado las expectativas y esfuerzos de 6 mil 697 personas, incluido José.

Él regresó al Zulia cuando logró reunir algo de dinero y algo más de claridad sobre lo que haría: su plan era trabajar vendiendo productos de limpieza. 

Hace unos días, mientras terminaba su jornada, uno de los jefes que tuvo en Estados Unidos le escribió para saber cómo iba su vida:

—Él no sabía que me habían deportado y hasta me ofreció trabajo. Cuando le dije, se incomodó… Si te soy sincero, creo que si me hubiera quedado en Florida, no estaría aquí en Venezuela.

Lo que más le pesa de este retorno involuntario es tener que ver a su hijo más pequeño crecer a distancia, a través de una pantalla, y lidiar con la idea de que un reencuentro cercano no es posible: “Dani me dice que quisiera que yo estuviera allá, con el bebé, pero no se puede”.

A pesar de la distancia, José Manuel está contento porque ya balbucea palabras, incluida “papá”. 

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