Pero, por qué no le cayó a patadas a la puerta. En algún momento, algún vecino, algún visitante desorientado, se detendría en el descanso de su piso. Ha podido explicarle la situación, pedir ayuda.
Hay cosas que no tienen explicación o que sería muy complicado explicarlas. Para eso existen las metáforas, para explicar lo complicado, para dar una idea del mundo o para sustituir lo aludido con una imagen. Es como la pintura figurativa o la fotografía, muestran algo que no está allí. La metáfora funciona como atajo para hacer explícita una cosa al compararla con otra: “El tiempo es oro”. Bueno, el tiempo no es un metal, pero sí es precioso. Para hacer patente esa certeza, se corta camino: El tiempo es oro.
En la literatura, tanto en la poesías como en la narrativa, la dramaturgia y el teatro, la metáfora procura conmover, así como condensar en una frase, -para que tenga el impacto de un puñetazo o de una pluma deslizada por la frente-, una situación que sería muy largo de exponer, por su hondura o complejidad, y que en la prolongada disquisición perdería pegada. Además de que hay emociones, percepción y situaciones que solo pueden describirse con el recurso metafórico.
Una de mis favoritas se le debe, cómo no, al poeta granadino Federico García Lorca, quien para expresar la desazón que le produce el amante fugitivo, dice: “Cuando fuiste novio mío / por la primavera blanca / los cascos de tu caballo / cuatro sollozos de plata”. Por el primer verso sabemos que ya ese amor está perdido; y luego vemos que el camino por donde se marchó, aunque era en la estación en que las flores colorean los caminos ya dorados por el sol, el abandonado no logra percibir la variedad de las corolas ni los destellos la luz: El desamor es como nieve sobre el paisaje del alma. Y al final, la gran metáfora, el caballo que arrebata al amado deja un estruendo como de monedas que se han desparramado dejándonos en bancarrota, pero un estruendo ahogado, como las penas secretas.
La metáfora es una cita a ciegas, pone uno frente a otro a elementos que parecieran no guardar nexos. La identificación se hace en la mente del lector, que entonces descubre las asombrosas relaciones entre palabras, ideas o realidades, que no daban la impresión de ser mutuamente alegóricas. Para que eso ocurra, el lector, espectador u oyente debe tener indicios de lo que la metáfora le va a mostrar. Los dos polos de la comunicación deben compartir un terreno, de lo contrario, la complicidad metafórica no se completa.
Vamos al ejemplo. En muchos países se han descubierto mujeres secuestradas por años por un loco, pero rara vez esa situación reproduce con tanto dramatismo lo que está padeciendo el país donde el desquiciado encerró a su rehén. Usted lee que en un pueblo perdido del vasto Canadá, un bicho horrible -siempre lo son- mantuvo a una muchacha y al hijo de ambos en un cuartico que construyó detrás de un galpón, y usted no ve de inmediato la encarnación, en ese crimen, de lo que está pasando en Canadá. En Venezuela, en cambio sí, y clarito.
En Venezuela, la periodista Yohana Marra revela, en Crónica Uno, la historia de “Morella, la mujer que estuvo 31 años raptada por ‘el gordo Mathías’ en Maracay”, y usted perfectamente puede hacer las siguientes ensambladuras:
–Morella, que rima con el nombre del país, se va con el novio, quien le propone esta iniciativa con el argumento de que la familia de ella no lo quería, lo cual era cierto, puesto que el pretendiente se había mostrado violento (como un gorila en febrero del ‘92). Pero el punto es que el tipo se aprovecha de eso para victimizarse, para hacer una narrativa que justificara un salto al vacío de la entonces jovencita Morella. “Luchemos por nuestro amor”.
–Morella se sintió protagonista de una historia en la que ella se vengaría de los culpables y, cuando ella vio que había cometido un error y le había dado demasiado control al tipo sobre ella, él empieza a amenazarla. La encierra y le controla la comida, que pronto sería escasa y bajo valor nutricional. Y si ella no hacía lo que él quería, “la privaba de agua o alimentos”. Claro, dirán los beneficiarios de las CLAP.
-En su confinamiento, ella nada más tenía acceso a las emisoras de radio y televisión regionales, como los venezolanos que no pueden pagar los canales por suscripción o Netflix. Además, en la noche se queda a oscuras, algo que resuena mucho en el Zulia, Mérida y Táchira.
-El secuestrador le prohibía hacer ruidos y tenía una excusa preparada para cuando los vecinos escucharan algo.
-Según un familiar de Morella, el secuestrador “la golpeaba mucho, la amenazaba y la traumatizó tanto que ella tenía miedo de levantarse. En dos oportunidades él dejó unas llaves, que no eran las del apartamento, y ella intentó abrir la puerta, pero él al regresar se dio cuenta y las golpizas fueron brutales. Ella ya tenía miedo de hacer cualquier cosa y que él la matara”. Ella, entonces, sí hizo intentos de liberación, que cada vez le costaban más caros. Exactamente como ha ocurrido en Venezuela, país sometido a maltratos no solo físicos, incluidos los más crueles, sino también sicológicos, de refinamiento escalofriante.
Algunas personas se han permitido criticar, incluso mofarse de Morella, porque no se liberó antes de su captor, como si el pueblo venezolano en pleno no tuviera 21 años encadenado por la tiranía de un pequeño grupo. Y no han faltado, de hecho, voces que nos señalan por no haber acabado con la dictadura. La historiadora Anne Applebaum, quien ha escrito varios libros sobre las catástrofes del comunismo, acaba de estar en Venezuela, y escribió en Twitter, como primera observación producto de su visita, que “poder diagnosticar que se ha producido un asalto a la democracia no significa que sepas o puedas detenerlo”.
-Aún débiles, Morella sí hizo ruidos, que algunos vecinos oyeron y, aún así, se quedaron callados. No llamaron a la policía. Volviendo con la metáfora, todavía hay vecinos, “hermanos latinoamericanos”, que fingen no escuchar los gritos de dolor provenientes de Venezuela. Algunos tienen miles de refugiados en su territorio y todavía escogen las palabras con pinzas para no aludir a la dictadura chavista, violadora de Derechos Humanos, con los nombres que le cuadran.
-Cuando Morella por fin pudo decirles lo que le había pasado, a dos funcionarias del Instituto de la Mujer, estas no le creyeron. ¿Qué nos extraña de esto? Todavía hay gente fuera de Venezuela que no nos cree lo que está ocurriendo en el país. Todavía. Gente medianamente informada, incluso de buena fe, que no lo creen.
-La madre del criminal, una vez conocido el caso, dijo que no sabía nada, que dejaran tranquilo a su hijo. Perecen las declaraciones de la izquierda mundial respecto de los crímenes del chavismo.
-El delincuente es conocido por la opinión pública como “el gordo Mathías”. Es un sádico, un maldito cobarde, pero la gente lo alude como “el gordo”. ¿Indulgencia?, ¿blandura? No. Metáfora. La obesidad es el rasgo físico más sobresaliente de Nicolás Maduro, cuyo gran sobrepeso contrasta con la media venezolana en los tiempos de su hegemonía. De hecho, los vecinos que vieron a Morella el día de su liberación la describieron “sumisa, pálida y delgada”, exactamente igual que el venezolano pobre y desesperado. Cuando se apela, pues, al victimario de Morella llamándolo “Gordo Mathías” no se le está rebajando lo despreciable, se le está asimilando a otro gordo, igualmente brutal, a cuyo paso de elefante tintinean las llaves de nuestro calabozo.
-Y, por último, lo más importante, aún debilitada, aterrada, confundida y aislada, Morella un día decidió poner fin a su prisión. Sabía que sola no podía, así que buscó ayuda. Pero, claro, el gran paso lo había dado ella. Y ahora “el gordo Mathías” está preso. Gritando amenazas y repitiendo sus viejas rutinas de circo macabro, pero preso.