En la aldea
26 abril 2024

Luis Castro Leiva, en busca de su voz

Fallecido en Chicago el 8 de abril de 1999, hace 21 años, no lo sorprendería porque su reflexión tuvo siempre en el horizonte -del modo más clásico y trascendente- la consideración de la muerte. No como algo abstracto, sino con la realidad de una cita a la que todo ser humano ha de acudir, que confiere a la vida su gravedad. Luis Castro nos habla ahora desde sus escritos para la memoria de Venezuela. Para nutrir la esperanza de alcanzar esa república civil donde el pensamiento pueda tener hogar propio, y el respeto a lo humano esencial sea una realidad permanente.

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Rafael Tomás Caldera | 08 abril 2020

En busca de su voz andaba Luis Castro Leiva. No de su voz, sin embargo, que ya había encontrado, como demuestra el carácter marcadamente personal de sus escritos, incluso académicos. Acuciado más bien por la necesidad de ver claro para decir luego lo visto pase lo que pase, según recoge en breve fórmula Julián Marías la misión del intelectual. Acaso esté allí la clave de su fuerza, el significado de su presencia en nuestro medio con una palabra actuante que, por eso, no se limita a narrar la historia sino forma parte de ella.

Su pensamiento surgía ante los enigmas de la acción. Su brillante inteligencia se abrió así a los campos más diversos de la historia, la metafísica, la filosofía política y el derecho; el arte y la estética; pero también la ética ciudadana y el deporte. Todo ello se decantó en sus escritos, escasos al comienzo por el rigor de su crítica para consigo mismo, luego cada vez más constantes, como el fluir de una poderosa corriente que ha encontrado su cauce.

“La dedicación de Luis Castro y su valentía para pensar y hablar se nutrían del amor por la justicia, por las personas concretas, por esa comunidad que puede ser una república”

Nada lo hizo más notorio que su memorable discurso en el Congreso de la República el 23 de enero de 1998. Invitado a ser el orador de orden en tan señalada oportunidad, fue una revelación para el vasto público que pudo seguirlo por medio de la televisión. Esa ocasión fue una muestra palmaria de lo que venía ocurriendo en la cotidianeidad de su labor intelectual. Tiempo antes había escrito lo que le tocaría ejercer: “¿Qué es el discurso político? Un modo de discurrir para decir y hacer con el decir lo bueno o lo malo, lo justo o injusto, lo verdadero o falso en la historia. Un modo de argumentar sobre la cambiante fortuna de los sucesos en medio de las pasiones y acciones humanas. El empleo de la Razón para razonar y persuadir sobre los dominios de la urgencia e inventar el curso futuro de los acontecimientos”1.

Había dado en llamarse historiador de las ideas quizá para evadir ciertas clasificaciones académicas. Era sin embargo un hombre en quien las solicitudes de la vida, con el dolor o la plenitud de la experiencia, no se separaban de su ejercicio del pensamiento. Iba en pos de las claves que debían revelarle el misterio de la acción humana: La contingencia, la voluntad, la razón misma y el discurso que, descubriendo o velando un sentido, instituye o cancela posibilidades en la historia. Así preguntaba: “¿Qué ocurre en una República Democrática cuando la palabra del Político no se empeña, cuando la lengua de los Magistrados es torcida, cuando quienes la conceden no tienen derecho a darla, cuando quienes hablan callan, cuando quienes la profieren vociferan, cuando quienes la abusan se desnudan en su inconsistencia moral?, ¿qué ocurre? Sucede entonces que la República se muere con la Democracia, y está en aquella. Ocurre que la Sociedad se desentiende de los asuntos públicos y aprende los poderes del cinismo o de la hipocresía2.

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Se cumplía el cuarenta aniversario del derrocamiento de la última dictadura del siglo veinte venezolano. De acuerdo con el ritual republicano en uso, el Congreso Nacional había pautado para esa oportunidad una sesión conmemorativa extraordinaria, con la asistencia de todos los poderes públicos. El Hemiciclo congregaba lo más representativo de la vida del país. Para sorpresa de la mayoría, sin embargo, el orador invitado a pronunciar el discurso de orden no formaba parte de los rangos del Parlamento. Tampoco ocupaba cargo público alguno o se había señalado ante la colectividad por su aspiración a ocuparlos. Se trataba de un profesor universitario, un escritor. Quien subía -por primera y última vez en su vida- a esa tribuna de los oradores, donde han disertado tantas figuras del acontecer venezolano, era Luis Castro Leiva, convocado allí en virtud de su preocupación republicana, de la seriedad y hondura de su pensamiento.

Desconocido para casi todos -apenas un intelectual, en una sociedad que ignora aún el sentido y las exigencias de tal oficio-, de apariencia marcada por su vida de profesor y scholar en Caracas, en Chicago, en Cambridge, Luis Castro logró poner a la nación ante su conciencia: Memoria meditada del proceso de nuestra vida republicana; aguda mirada, sin temores ni prejuicios, al futuro que se anunciaba; examen del presente en sus logros y graves carencias, sus posibilidades reales y las urgencias determinadas por ciertas imposibilidades.

Del todo singular era la ocasión y más aún el discurso, iniciado -como dijera el propio orador- en tono confesional, para alcanzar luego los agudos registros de una voz profética. Tuvo un eco poco común, que habría debido conducir a acciones sustantivas.

“Nos habla ahora desde sus escritos para la memoria de Venezuela. Para nutrir la esperanza de alcanzar esa república civil donde el pensamiento pueda tener hogar propio, y el respeto a lo humano esencial sea una realidad permanente”

No muchas veces es dado asistir a lo que puede llamarse una verdadera encrucijada en la vida pública de la nación. La República se hallaba ante un panorama muy nublado -como lo ocurrido después no ha hecho sino confirmar- y allí estaba congregada, en persona o a través de los medios de comunicación, una porción significativa de Venezuela. Ante ese grupo humano, en trance de deliberar sobre lo que habría de hacerse en el futuro inmediato, habló la razón, en la persona de aquel orador documentado y reflexivo. Con la pasión de la República en la vibración de su voz, pero sin estridencias románticas. Y nos vimos confrontados con las dimensiones completas de lo que estaba en juego.

“Óigase bien -dijo-, ciento cuarenta y ocho años nos ha costado empezar a descubrirnos capaces de confiar en nuestras facultades para ser libres. Más de medio siglo para aprender que se puede vivir en común (en república) sin tener que obedecer ya más al poder del silencio y la mandonería; sin el temor a que el miedo nos prohibiese entrar y salir de nuestra voluntad para razonar con ella y así enseñar nuestro pensamiento”.

¿Habrá que recordar que aquella voz, que sacudió a la opinión de manera tan ejemplar, no fue oída?

Algunos percibieron con toda claridad las reflexiones pero no tenían oportunidad de llevarlas a efecto. Otros intentaron enturbiar las aguas, discutiendo trivialidades porque aquello no favorecía en nada sus intereses del momento. Un buen grupo de los televidentes se fijó sobre todo en lo más llamativo, en lo que parecía constituir un reproche a la representación parlamentaria del país, tan ajena entonces al sentir de la gente. Esto debe mover a una revisión más sincera de las causas y consecuencias de nuestras acciones -o nuestras omisiones-, sin culpar a otros, cada uno con su propia responsabilidad. Unas palabras de Eric Voegelin a propósito de la República ateniense3 nos pueden resultar muy orientadoras en ese análisis:

Cuando la corrosión de la razón ha alcanzado un cierto grado de profundidad y ha afectado a una proporción del pueblo suficientemente grande, un liderazgo efectivo en términos de razón se hace difícil y quizás imposible, incluso si el hombre a la cabeza pudiera ejercer tal liderazgo en condiciones más favorables; en un grado mayor de corrosión un hombre con esas cualidades, precisamente porque las posee, hallará imposible alcanzar la posición de liderazgo; y en un último grado, por su corrupción, la sociedad puede impedir la formación de un hombre con tales cualidades, incluso si no carece de dotes naturales.

Tucídides no quería admitir esta conexión entre la corrupción de la sociedad y la imposibilidad de un liderazgo racional. No pudo o no quiso ver que una sociedad y un sistema político estaban condenados si solo podían mantenerse en existencia por el milagro de una sucesión de personalidades como Pericles; ni admitiría tampoco que con la corrosión progresiva del ethos difícilmente podía emerger otro Pericles en la sociedad ateniense.

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En su primera juventud, literatura y filosofía nutrieron sus meditaciones. Luego, cada vez con mayor claridad, su fulgurante inteligencia se fue abriendo a la multiforme manifestación de lo concreto, que daba una insospechada riqueza a su conversación de cualquier hora. Muchos han recordado su maravilloso sentido del humor y esa enorme gracia suya en la relación personal. Nunca fue trivial. Pensaba a la luz del ser, donde todo tiene significado y valor, aun lo más nimio.

Acaso por haber estudiado Derecho, quizá por su creciente afición a la historia, Luis Castro andaba muy atento a las formas de la vida en la sociedad y era particularmente sensible a cómo repercuten esas vigencias en la conducta de cada uno. Su esfuerzo de autenticidad lo llevó a un examen y confrontación constante con lo que se suele hacer y sus posibles motivos. Por la conciencia de su responsabilidad personal, se fue acentuando esa actitud crítica de la cual brotaron aquellos penetrantes artículos en la prensa que, poco a poco, comenzaron a sacudir a sus lectores.

“Su pasión por despertar el ángel dormido en más de una persona que ahora destaca en la vida nacional, por recoger a quienes andaban desorientados para hacerles encontrarse y encontrar su camino”

Al afincar en la historia la raíz de su búsqueda pudo ir de lo privado a lo público sin rupturas. Un ejercicio de ciudadanía como afirmación plena de humanidad: Sentido de pertenencia, atención creciente al carácter efectivo del lenguaje y, por consiguiente, a la necesaria acción del pensamiento para ganar y mantener (que es ganar de nuevo cada día) un espacio de libertad republicana no sometido a la desmesura de las pasiones. Ver cómo una cierta retórica bolivariana ha instituido el sentido de nuestra comunidad lo hizo desenmascarar esa herencia, de donde vino la contraposición entre el liberalismo y un voluntarismo que lleva a la dictadura militar y ha condicionado -arruinado quizás- algunas de nuestras mejores posibilidades como nación.

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El núcleo de la persona es lo que tiene en el corazón. La dedicación de Luis Castro y su valentía para pensar y hablar se nutrían del amor por la justicia, por las personas concretas, por esa comunidad que puede ser una república, donde la acción asumida en libertad permite que el individuo sea un ciudadano. De su devoción a lo noble, a lo bello, encontrado aun en sus manifestaciones más insospechadas o elusivas, estética de lo cotidiano que poblaba sus artículos de prensa y daba tanto sabor a sus comentarios de ocasión.

No se podría comprender el alcance de su voz con destacar tan solo su penetrante inteligencia o el amplio registro de los temas que pudo abordar. Hay que considerar más bien la persona entera, cuyo coraje sostiene el esfuerzo en la búsqueda. Sin esa valentía, la agudeza del intelectual se hace cálculo, adulancia, restricción mental, actitudes que le resultaban en extremo repulsivas; la razón deviene instrumento de los poderes del día, descuidada ya la verdadera responsabilidad del oficio.

“Al afincar en la historia la raíz de su búsqueda pudo ir de lo privado a lo público sin rupturas. Un ejercicio de ciudadanía como afirmación plena de humanidad: Sentido de pertenencia”

En él estaba despierto el espíritu. Su presencia era real: Capaz de suscitar interés o asombro, de sacudir, de entretener también. Sin dejar al interlocutor en su indiferencia. Presencia socrática, no con la contundencia de una respuesta al uso, que acaso no tenía, sino con la certeza de una pregunta. Podría decirse de él -con Alfonso Reyes– que “todas sus ideas salían candentes, nuevas y recién forjadas, al rojo vivo de una sensibilidad como no la he vuelto a encontrar en mi ya accidentada experiencia de los hombres”4. De allí quizá su enorme capacidad de zahorí, de buscador de fuentes escondidas. Su pasión por despertar el ángel dormido en más de una persona que ahora destaca en la vida nacional, por recoger a quienes andaban desorientados para hacerles encontrarse y encontrar su camino.

Desde nuestra limitada perspectiva, pocas veces la muerte llega a tiempo. Para Luis Castro, fallecido en Chicago el 8 de abril de 1999, hace veintiún años, vino en su madurez intelectual y cuando esperábamos de él la obra escrita que podía intuirse desde lo ya realizado. Al él sin embargo no lo sorprendería porque su reflexión tuvo siempre en el horizonte -del modo más clásico y trascendente- la consideración de la muerte. No como algo abstracto, sino con la realidad de una cita a la que todo ser humano ha de acudir, que confiere a la vida su gravedad. Cesó de brotar en el tiempo esa voz de libertad cuando resultaba tal vez más necesaria en nuestra vida intelectual y política. Nos habla ahora desde sus escritos para la memoria de Venezuela. Para nutrir la esperanza de alcanzar esa república civil donde el pensamiento pueda tener hogar propio, y el respeto a lo humano esencial sea una realidad permanente.

Ficha biobibliográfica mínima
Luis Castro Leiva (Caracas, 23/2/1943 – Chicago, 8/4/1999)
Hizo sus estudios en The Grange School (Santiago de Chile). Concluyó el bachillerato en el Colegio de San Ignacio (Caracas, 1961).
Abogado por la Universidad Central de Venezuela (1966), realizó estudios de posgrado en la Universidad de París en 1967 y 1968, bajo la dirección del profesor Michel Villey. Recibió el título de Doctor of Philosophy, en la Universidad de Cambridge en 1976.
Desde 1969 y hasta su fallecimiento fue profesor en la Universidad Central de Venezuela, y luego también en la Universidad Simón Bolívar.
En 1992-93 fue Simon Bolivar Professor of Latin American Studies en la Universidad de Cambridge, donde fue Fellow del Trinity College en 1992.
En dos ocasiones, 1997 y 1999, fue Tinker Visiting Professor en la Harris School of Public Policiy de la Universidad de Chicago. Falleció en Chicago en el desempeño de esa cátedra como profesor visitante.
A partir de 1983 y hasta 1991 fue director del Centro de Humanidades del Instituto Internacional de Estudios Avanzados, fundación que presidió entre 1985 y 1989.

Entre sus libros pueden mencionarse:
La Gran Colombia: Una ilusión ilustrada, Caracas, Monte Ávila, 1984.
De la Patria Boba a la teología política bolivariana. Caracas, Monte Ávila, 1991.
Insinuaciones deshonestas y otros ensayos de historia intelectual. Caracas, Monte Ávila, 1996.
¿Qué es la Sociedad Civil?, Caracas, Fundación Sivensa, 1997.
Sed buenos ciudadanos, Caracas, Alfadil, 1999.

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