Luego de dos décadas de un modelo político que ha demostrado su fracaso con sangre y destrucción, todavía Venezuela sigue atada a sus designios y al deseo enfermo de sus impulsores de ejercer el poder para siempre. Así lo ideó Hugo Chávez y así lo sostiene Nicolás Maduro, encadenados en la idea de que eso que llamaron la revolución bolivariana no le dará espacio jamás a ninguna otra forma alternativa de gobierno.
Luchar contra esa mole que, por su propia naturaleza, es antidemocrática ha sido un reto imposible de superar para quienes sí comulgan con los ideales democráticos y, de igual manera, ha sido un factor de perturbación y de perversión para buena parte de las iniciativas de cambio gestadas en Venezuela.
Lo que recientemente ocurre en el país, con el capítulo de la llamada “Operación Gedeón” en desarrollo, es una muestra más de ello. Porque una cosa es entender que los integrantes de la Fuerza Armada Nacional son un componente clave en un proceso de cambio político, pues son un factor de peso de la vida nacional, y otra cosa es descansar en iniciativas militares y armadas las estrategias para impulsar un cambio político.
No hay que olvidar que el origen del chavismo es un quiebre de la Fuerza Armada, con un grupo de golpistas a la cabeza, cuya actuación inicial fallida sirvió para alimentar ese mito venezolano de que el país necesita “una bota” para salir adelante. Sobre esta base, abiertamente antidemocrática, construyó su imperio Hugo Chávez, quien desde sus inicios fue capaz de atacar y neutralizar cualquier intento por emular sus pasos para atentar contra su poder.
La purga interna, la persecución y la cárcel fueron las respuestas directas para desmontar iniciativas alternas que aspiraran a gobernar el país; pero las indirectas fueron orientadas a construir cercos de protección sumando aliados y socios en una red de alcance internacional, que se alimentó por años de la petrochequera venezolana y que dio lugar a una amplia red de saqueo de las riquezas de la nación, mientras se convertía al territorio en pieza clave del narcotráfico y otros flujos ilícitos.
Las investigaciones hechas por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos no solo dan cuenta de este tejido de mafias e irregularidades que rodean al régimen venezolano, sino que también exponen el grado de penetración en sectores como la Fuerza Armada Nacional, lo que explica claramente la falta de incentivos para favorecer un cambio político en Venezuela. ¿Lo favorecerían por ideología y amor a la patria cuando están en juego negocios que mueven miles de millones de dólares con el petróleo, el oro, las drogas y hasta los alimentos para los más pobres?
Es difícil dibujar hasta dónde han permeado estas redes y qué tantos actores de la vida nacional están sumidos, directa o indirectamente, en el fango propiciado por quienes quieren permanecer en el poder a cualquier precio. Sin embargo, en la medida en que se escriben capítulos fracasados del accionar de la oposición, se ponen más y más en evidencia estas capas de daño y estas lesiones en el sistema.
En 2019, con el paso al vacío de Nicolás Maduro al asumir un segundo mandato presidencial de forma írrita y dejando de lado por completo los enmascaramientos democráticos, quedó en evidencia que era necesario ir a un nuevo nivel de lucha para lograr un cambio en el país. Ya se habían escrito muchas páginas de desatinos y malas decisiones en las dos décadas transcurridas desde 1999, por lo que todo parecía indicar que era el momento cierto para un quiebre del modelo.
Además, el descontento social estaba a flor de piel. La inflación, la recesión, la inexistencia de un sistema de salud y la imposibilidad de contar con agua potable constante surtida por tubería o un servicio eléctrico estable las 24 horas del día vibraban como factores de riesgo para el chavismo, que modeló a pulso esa depauperada forma de vida de la sociedad venezolana.
Se contaba con la presión internacional, con el descontento interno y con la percepción de que finalmente los partidos de oposición se habían logrado consolidar alrededor de la figura de Juan Guaidó, pero tampoco se avanzó. Poco a poco las tumoraciones comenzaron a observarse en las filas opositoras, para ello solo basta mencionar el capítulo de los diputados que terminaron por montar tienda aparte y hasta un Parlamento paralelo para seguirle el juego al régimen. Pero no es el único capítulo.
Necesarias conversaciones y negociaciones con el adversario para construir opciones que hicieran viable el cambio fueron manejadas con torpeza política y terminaron por oxigenar la gestión de Nicolás Maduro. Las agendas propias, los sectarismos y el reparto de las cuotas mínimas de poder al alcance de la oposición parecen haber actuado como eficientes termitas para demoler lo que parecía un bloque prometedor a inicios de 2019.
Se dieron pasos de aproximación a las filas del chavismo con fines conspirativos y fueron esas mismas agendas particulares, más el irracional olvido de con quiénes se pactaba, lo que el 30 de abril de 2019 terminó echando por tierra todo lo construido. Conspiradores conspirados pareciera ser el corolario de esta acción, ajena a todo lo esperado y de la que muchos líderes opositores trataron de desmarcarse, y que de inmediato se tradujo en una agresiva purga a lo interno de la Fuerza Armada y del chavismo, con un saldo generoso de presos políticos y exiliados. Es decir, con la pérdida del tejido hecho.
Sin discurso, sin conectar con las necesidades reales de la población, con una peligrosa opacidad en el manejo de recursos de la nación que quedaron a su resguardo y con recurrentes fragmentaciones, donde la cohabitación parece imponerse como norte para muchos, la oposición llegó al 3 de mayo de 2020 con un desembarco en las costas de Macuto de características difíciles de creer. De hecho, al ciudadano de a pie todavía le parece mentira que algo así pueda ser una operación real ideada por gente que piensa dirigir el destino del país.
Se trataba de una nueva intentona, gestada por sectores élite que acompañan al gobierno interino de Guaidó, que parece haber sorprendido a buena parte de las fuerzas opositoras, aunque no así a las fuerzas del régimen que le llevaban el pulso al entramado. Se movieron recursos (cuyo origen sigue sin explicación) para entrenar y movilizar grupos armados al territorio con fines conspirativos, haciendo una vez más conexiones a lo interno de la Fuerza Armada y del chavismo.
El costo político de este nuevo desatino todavía es incalculable, pero se pueden hacer estimaciones dadas la pérdida reputacional y de capacidad de movilización popular que se experimentó tras el 30 de abril.
Seguir apostando a la idea de “una bota” salvadora solo ha jugado a favor de quienes tienen el “control” de la Fuerza Armada. Es moverse en el tablero que mejor conoce el enemigo y exponerse como peones para sus propias estrategias.
Una historia de conspiradores conspirados, mientras el venezolano sigue sumido en la miseria, desesperanzado y sin vislumbrar un liderazgo capaz de encausar sus inquietudes hacia el cambio esperado por todos.