La imagen de los libros crujientes y anaranjados desparramados en la Universidad de Oriente (UDO), en el estado Sucre, nos hace volver y repetir la profética frase de Heinrich Heine: “Dort, woman Bücher Verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen” (Donde se queman libros se terminan quemando personas). Repetimos esta frase con el convencimiento de una máxima antigua y que, como tal, contiene un profundo misterio que el tiempo nos ha revelado. Si bien eso es cierto, también deberíamos detenernos en esa extraña relación entre el libro y el hombre, preguntarnos cómo es posible que de un acto vandálico se pase al asesinato. No es lo mismo y no todo destructor de libros tiene porqué ser un homicida.
El asunto con los libros surge porque podemos considerarlos como símbolo de lo humano, puesto que son paradójicos como nosotros. Resisten el paso del tiempo con mayor fuerza que nosotros, pero también pueden ser frágiles en extremo. Se destruyen si los dejamos a la intemperie, el sol los decolora, la lluvia los arruina, son susceptibles de ser devorados por hongos, insectos y por casi cualquier animal. Si los tratamos rudamente puede perder las hojas y arden, como afirma Bradbury en su premonitoria novela, Fahrenheit 451; pero a la vez no hay nada tan fuerte como un libro, persisten mucho tiempo después de que los hemos leído o escuchado. Los personajes que habitan en ellos nos acompañan para siempre y sus ideas forman nuestro temperamento y definen nuestras decisiones. Estos objetos, que son la imaginación tangible, tienen el poder para cambiar el mundo. Son el recordatorio de que la razón y el ingenio están por encima de la fuerza y de la grandeza del diálogo. Para hacer un libro se requiere la ayuda de una tribu: Un amigo que anime al escritor; un corrector que revise sus palabras; un diseñador que le dé forma; un editor que se arriesgue; un impresor que lo haga tangible; un librero que lo recomiende; una biblioteca que lo acoja; un lector que lo lea; un amigo con el que se discuta el contenido. Por eso, alimentan nuestra confianza en la humanidad. Su vida es una larga expectativa que se rejuvenece cada vez que alguien abre sus páginas. Si nos encontráramos con una civilización extraterrestre tendríamos que entregarles un libro para mostrarles de lo que somos capaces.
Como símbolos, los libros han sido vistos como representaciones del universo. Lo afirmó el sabio andaluz en el siglo XII Muhyiddin Ibn Arabi, referencia que toma Jorge Luis Borges al hablar de su Biblioteca de Babel. También son imagen de la salvación, como dice el discípulo más joven en el Apocalipsis, “aquellos cuyos nombres no estén escritos en el libro de la vida serán arrojados al fuego”. Un libro es la entrada a un cosmos que llamamos cultura y que nos determina.
Todas estas características han hecho a los libros susceptibles a la persecución de los que adversan la libertad. Los perseguidores siempre son los mismos, pero con un rostro distinto, borran y eliminan estos objetos portadores de ideas; la intención es exterminar lo que transmiten. Dos formas de destrucción han sido repetidas por su eficacia: La primera, prohibirlos (se conserva el objeto, se condena el acceso); la segunda, quemarlos (se elimina toda oportunidad de regresar a ellos). Cada quema de libros en la historia ha sido precedente de la persecución y muerte de aquellos que aún conservan en sí el virus de sus ideas.
El historiador chino Sima Qian señala que con la finalidad de unificar el pensamiento para así unificar a China, durante el gobierno del emperador Qin Shi Huang, en 213 a.C. se ordenó la quema de los textos de Confucio y el posterior asesinato de 460 académicos que seguían las enseñanzas de ese autor. Bien conocida por todos es la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, pero muchos ignoran que entre el siglo I a.C. y hasta en el siglo IV de nuestra era la biblioteca fue saqueada, quemada y destazada muchas veces, y en ocasiones, como durante el gobierno de Constantino, fue empacada y llevada a otro destino. Los restos se enviaron al Sarapeum (un templo creado en honor a Serapis) hasta que finalmente una envilecida multitud de cristianos acabó con los restos del Sarapeum y de la Biblioteca, a lo que siguió la cacería de bibliotecarios y filósofos. Durante la conquista de América en 1562, en Yucatán, el obispo Diego de Landa ordenó la quema de los rollos pertenecientes a la biblioteca de los mayas, señalando que “estaban llenos de supersticiones y falsedades del demonio”. Previo a los hornos crematorios en los campos de concentración del nazismo recordemos la famosa quema de Bebelplatz en 1933, organizada por el propio Joseph Goebbels, para hacer desaparecer todos los libros que se consideraban contrarios. Y más cercano a nosotros, durante la dictadura militar argentina entre 1976 y 1980, el ejército quemó miles de libros en Córdoba bajo la premisa de que engañaban a la juventud. Durante esos años muchos autores ocultaron y enterraron sus libros con la intensión de salvarlos y salvarse para leer otro día.
Los símbolos son relaciones y por ello podríamos pensar que si a alguien no le gustan los libros, actitud frecuente en nuestro mundo, el libro no simbolizaría nada para él. El asunto es que no es tan simple, gústenle o no, lea o no, los libros para los humanos son un enlace entre lo desconocido (el saber que contienen) y lo cotidiano, y ese enlace se obtiene mediante un conocimiento determinado (la lectura) por lo que necesitan ser leídos para activar el oráculo, y el cuestionamiento. El lector se pregunta sobre lo leído mientras sus ojos recorren las palabras, se ve obligado a comparar la realidad contra lo que el libro le muestra, contrasta y recuerda y esto ocurre como acto supremo de la imaginación.
Pero incluso aquellos que se alejan de los libros o que no disfrutan de ellos tienen una posición: Desprecio, desconfianza, pereza, temor.
Ante el uso de la tecnología el libro como objeto lleva las de perder, acumulan polvo, se gastan y envejecen. Las quemas de libros del futuro consistirán en la eliminación de archivos o, más simple, en promover la creencia de que leer nos hace seres extraños y socialmente incapaces. Solo que eso no destruye lo simbólico en el libro, solo lo transforma. El fondo de todo parece ser la destrucción del universo compuesto de páginas.
El profesor Lucien Polastron, gran estudioso del libro, señala que “el odio por los libros se disputa con la corrupción y con la negligencia, no se sabe cuál causa más estragos, si la bajeza o la estupidez”. Por eso, al interpretar lo simbólico en la quema de una biblioteca y hasta de un solo libro, no podemos quedarnos callados y menos debe ser subestimado el hecho, sobre todo cuando el símbolo se rompe y se hace evidencia de lo cotidiano. No hay que dejarse engañar considerándolo apenas un acto vandálico, es inminente cuando vemos las cenizas sobre las que reposan las Universidades, la ruina de la educación ¿acaso estas no son formas de unificar el pensamiento? El mal es efectivo al ocultarse bajo un manto de torpeza. El espanto de los libros ardiendo en la UDO debe asustarnos a todos, pues se trata de la destrucción de la posibilidad de pensar y de todo lo que estimule ese acto.
Condenar la destrucción de una biblioteca es un deber de defensa de lo humano. Aun cuando a usted no le importen los libros igual debería estar aterrorizado, pues no dudo que todos estemos en la misma cola.