La multitud que aclamó a Juan Guaidó en la Avenida Francisco de Miranda cuando asumió la investidura de Presidente encargado, ha hecho mutis por el foro. El calor del capítulo inicial se ha desvanecido, la compañía que permite que los asuntos políticos se conviertan en epopeya no se advierte en el paisaje. Estamos ante un rasgo predominante de la actualidad, sobre el cual se debe pensar debido a que su continuidad no permite el pronóstico de una mudanza de importancia en el trabajo para la derrota de la usurpación.
La pandemia permite encontrar motivos para la explicación de esa evidente frialdad, aunque tal vez solo sean una excusa de superficie. Si se corre el riesgo de la vida por el contagio de un virus, nadie va a manifestar en la calle su apoyo a la oposición y su rechazo de la dictadura. Las restricciones de tránsito y el cierre de oficinas y negocios también son un valladar de importancia para las exhibiciones masivas de naturaleza política, por supuesto. Pero conviene destacar que ni la necesidad de resguardarse de la enfermedad, ni los controles de los cuerpos de seguridad, han obstruido la rutina, especialmente en Caracas. La gente ha salido a buscar el sustento y a relacionarse con sus amigos como si no estuviera ante riesgos de peso, y las alcabalas que controlan su movimiento no han sido rigurosas, por lo menos hasta la quincena anterior. Es un asunto sobre el cual se debe reflexionar, sin restarle importancia, especialmente cuando todavía el mal no se ha manifestado entre nosotros con toda su crueldad, pero puede ser una cortina para tapar la distancia entre la sociedad y los propósitos políticos que permanecen en el aire.
El miedo al contagio le ha venido de perlas a la dictadura, desde luego, debido a que conduce naturalmente a la omisión de reacciones públicas. Aunque solo como brisa soplada desde el firmamento chino, porque hasta ahora no ha tenido problemas para controlar las contestaciones de una sociedad indignada e insatisfecha. Sus medidas habituales de coerción han funcionado a la perfección, los abusos de sus guardias y las noticias que circulan sobre las prisiones y las presiones cotidianas que ordena, ese mostrar los colmillos y ponerlos a morder y a hacer sangre en pellejos levantiscos, han sido suficientes para una dominación alejada de los aprietos. El pueblo no es su problema, en consecuencia, porque lo ha controlado a placer, o muestra que lo mantiene a raya. Si lo ha burlado y despreciado sin recibir respuestas que abrumen, ¿va a preocuparse por réplicas que la teoría puede suponer, pero que no se concretan, y que ahora pueden desaparecer del todo por razones de salud pública? De allí su invitación a unas elecciones parlamentarias, cuyos vicios y vagabunderías no se ha tomado la molestia de ocultar porque no teme la ira de sus víctimas.
Pero lo que no es problema para la usurpación se convierte en desafío gigantesco para los opositores. El usurpador y sus secuaces disfrutan de la distancia que han establecido con las masas, o de las murallas que les han colocado desde abajo, pero los líderes de la otra orilla no se pueden conceder una ventaja semejante. Todo lo contrario. En esta ocasión la salsa que es buena para el pavo le hace daño a la pava. Guaidó y sus colaboradores, así como los partidos que los han apoyado, deben su legitimidad a una voluntad popular que cada vez se ha vuelto más remisa, o cada vez más difícil de percibir, y sobre cuya continuidad pueden agitar banderas los empleados del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), los subordinados del Consejo Nacional Electoral (CNE) y los traficantes de la Asamblea Nacional (AN) ilegítima con el pretexto de una convocatoria electoral en la que insisten sin empacho, y que los debe favorecer porque ha sido fabricada para ese cometido. Los esfuerzos del liderazgo opositor se vienen desarrollando en espacios limitados, en círculos a los que solo acceden los iniciados y en las pautas que los medios de comunicación les conceden en contadas ocasiones, lo cual demuestra la inexistencia de vínculos con la gente común, o a pensar en cómo los han descuidado hasta casi transformarlos en una reminiscencia. Es imprescindible que trabajen en sus círculos, que se regodeen en ellos si les place -así pueden topar con la luz que se les está escapando-, pero deben reconstruir el puente que los lleve de nuevo hasta el pueblo, o que permita el reencuentro del pueblo con sus dirigentes antes de que sea demasiado tarde.
Lo que trabajan los líderes en sus reuniones es imprescindible, los contactos que realizan con los gobiernos democráticos del exterior son fundamentales, el castigo a los corruptos del oficialismo que han promovido en otras latitudes es un aliciente y una señal de vida, reclamos como el reciente del Parlamento Europeo sobre la necesidad de elecciones limpias y de proteger los Derechos Humanos en Venezuela, son el resultado de un tesón del liderazgo sin el cual las demandas de la sociedad no tendrían más remedio que quedarse durante mayor tiempo en el limbo. Están haciendo una gran faena, en consecuencia, pero solo una parte. Ahora les toca poner los ojos otra vez en un pueblo con el cual han perdido el vínculo primordial de la cercanía, o al que solo se acercan con intermitencia. El alejamiento obliga a reflexionar sobre mecanismos de proximidad, debido a que la política no es una función de élites sino un emprendimiento masivo.
Sin la participación del pueblo, sin la intimidad con la masa oprimida, el tenaz Moisés, caudillo superdotado, jamás hubiera llegado a la tierra prometida.