A los venezolanos no nos pueden venir a echar cuentos de demagogos y mentirosos. Los conocemos como si los hubiéramos parido. Tal es la frecuencia y abundancia conque los hemos padecido. De todas las clases. Los más comunes, desde luego, son los violentos y los brutos que sobreactúan su rusticidad; y están también los que combinan estas dos características con otra no menos peligrosa: La ficción de cercanía y familiaridad. En su afán de mentir y sacar de ello una ventaja -que, por lo general, se traduce en más poder y beneficios económicos-, el embaucador político se dirige a los pobres con un lenguaje más que pobre, miserable, lo que evidencia en su desprecio por estos sectores. En vez de debatir o proponer, el farsante simula ser parte de la audiencia a la que se dirige, pero representándola como una caricatura. Síntoma de esto es el uso de la palabra “carajo”, con énfasis teatral, cuando quien habla quiere parecer popular, al tiempo que contundente y dotado de carácter. Ya los venezolanos los conocemos. Sabemos muy bien que, a mayor histrionismo menos autenticidad y, por cierto, más voracidad ante los recursos públicos.
Con tanto tiempo sometidos a sobredosis de estas bufonadas, los periodistas tendemos a no detenernos a comentar estas pamplinas, que de tan repetidas dejan de ser noticia. El problema es que al no considerarlo comunicable, es como si decretáramos su inexistencia. Pero el lenguaje manipulador existe y causa mucho daño. Una muestra de esto es el tuit que esta semana escribió el ¿político?, ¿editor? Leocenis García: “Llamo a los jóvenes a inscribirse en el registro electoral. Tenemos la oportunidad de cobrarnos que no podemos salir con un culo, porque todo está por las nubes. Tenemos la oportunidad de cobrarle a Maduro que nos quitó los sueños y la felicidad. Vamos a cobrársela!” (sic, la falta del signo de admiración para abrir la frase es suya).
Al dirigirse a los jóvenes, el ¿periodista?, ¿operador político? García alude a una persona con quien no habría podido salir, por la destrucción causada por los gobiernos chavistas, como “un culo”; esto es, reduce un ser humano a un esfínter, naturalmente sin voluntad ni autonomía.
Podríamos encogernos de hombros con el tedio que nos producen el nombre y hazañas de García. Podríamos atribuir su manera de expresarse a una formación adquirida más en el reguetón que en la academia. Podríamos, como cada vez que habla Leocenis García, hacer como el que oye llover… si no fuera porque su formulación de un mensaje electoral lleva implícito el detrimento del propio hecho electoral.
La reducción de la política a vómito de botiquín no es inocente. Nunca lo es. Y tampoco es una mera manifestación de mal gusto, ante la cual solo nos queda apagar el televisor y consentir como cuestión de libertad ajena. Cuando el “lenguaje político” procura de manera deliberada encanallar el lenguaje, cosificar al otro y la de degradar el espacio de los intercambios simbólicos, no cabe la opción de dejarlo pasar. Para que la política sea respetable es deber de todos hacerla respetar, que se trate a los electores como ciudadanos con discernimiento y no como seres primitivos que no reconocen en sus parejas ni un rastro de identidad, sino solo un conducto sobre el que ejercer su dominio.
Responder estas agresiones en clave de chiste o de indiferencia podría ser del mismo paño de admitir que se reduzca la democracia al voto; aceptar que se ultraje al electorado al tratarlo como una atomización de votos; tolerar que se ofenda a un sector de la sociedad, en este caso, los jóvenes, con quienes tenemos la responsabilidad de orientar y educar, y se los trate como a antropoides rijosos. Los electores no somos una mera boleta introducida en una ranura, ni la sociedad es un orificio del que el poderoso se sirve. Ni quienes participamos en foro público, ya de por sí vapuleado por el poder, tenemos que aguantar las groserías de uno que viene a dárselas de juvenil en su intento de ocultar que no tiene nada que plantear ni aportar, pero sí mucho de qué medrar.
Nuestros problemas son muy serios y dolorosos. Incluso, y sobre todo, los problemas asociados a nuestro sistema electoral y el constante asedio que recibe de la tiranía. Por qué iríamos, pues, a transigir con ¿voceros? promotores de simpleza y villanía.
Los venezolanos tenemos el inmenso mandato de reconstruir nuestro país y para eso es indispensable un sistema electoral sólido, confiable para todos, casi podríamos decir que sagrado. Mal podemos, entonces, permitir que su procura se empantane en discursos de bajeza, calculados para dinamitar la comprensión, los argumentos, los acuerdos.
George Steiner, advierte en su ensayo Mito y Lenguaje que “toda degradación individual o nacional es anunciada en el acto por una degradación rigurosamente proporcional en el leguaje”. El deliberado empobrecimiento del lenguaje dista, pues, mucho de ser un giro jovial: Es un misil contra el pensamiento. Quien corrompe el lenguaje y la comunicación evidencia una inquietante proclividad a cualquier forma de corrupción.
Es posible que en Venezuela hayamos incurrido en un exceso de indulgencia ante la pérdida de pudor en el habla. Una impudicia que ha encontrado réplica en todos los aspectos de lo colectivo. Es preciso exigir una cultura de seducción democrática y rechazar las bestiales maneras de Presentación Campos, el capataz de Las lanzas coloradas (Arturo Uslar Pietri, 1931), quien a la voz de “patria”, vociferaba “¡Qué patria, ni qué patria de mis tormentos! […] A mí, eso de la patria me suena lo mismo que eso del amor. […] La patria es un puro suspiro. No hay que enamorarse, sino barajustarle a la mujer”.