Todavía hay espacios de encuentro de los venezolanos. Blanca Rodríguez de Pérez (Rubio, estado Táchira, 1 de enero de 1926 – Caracas, 5 de agosto de 2020) es uno de ellos. Aún ante la avalancha de insultos y terribles descalificaciones de la que ella y su marido, con quien conformó pareja presidencial en dos ocasiones, han sido blanco. A la hora de su muerte, las redes sociales de ordinario signadas por su crispación y escasa generosidad, se han visto repletas de mensajes respetuosos, que destacan su sobriedad y dignidad.
Pero Blanquita de Pérez, como era aludida, fue mucho más que humilde y discreta, rasgos, claro, que ahora deslumbran por contraste. En realidad, fue una mujer de una fortaleza extraordinaria. Su madre murió de cáncer, en 1930, cuando ella tenía apenas cuatro años. Esta tragedia coincide con la ruina económica de la familia, dedicada al cultivo del café, que entonces experimentó un bajón de precio. Abrumado por la pérdida de su esposa y por la venta forzada de sus haciendas, el padre no tarda en desaparecer también. De manera que a los ochos años, era huérfana.
El 10 de junio de 1948, después de seis años de noviazgo con su primo Carlos Andrés, -cuya madre, Julia Rodríguez, era hermana de Manuel Rodríguez, padre de Blanca- contrae matrimonio. Al año siguiente, en 1948, el ejército derroca el gobierno de Rómulo Gallegos, el flamante marido se convierte en perseguido y la residencia de ambos es objeto de frecuentes y abusivas requisas. En junio de 1949, Blanca de Pérez da a luz a su primera hija, Sonia, mientras Pérez estaba preso en la cárcel modelo. Saldría cuando la bebé tenía un mes de nacida, pero no sería la última prisión. En 1952 marchan al exilio en San José de Costa Rica, donde estarían por diez años y donde nacerían varios de sus descendientes. Entre prisiones, carreras, exilio y sobresaltos, tuvieron seis hijos, la última nacida el 1963.
El 2 de diciembre de 1973, Carlos Andrés Pérez ganó las elecciones. Blanca de Pérez se hace visible como la compañera prudente, siempre a la sombra de aquella personalidad magnética, que imantaba a las masas… y a muchas señoras.
-En la época de candidato (1973) -me dijo su hija menor, Carolina, en entrevista hace unos años- era yo quien le llevaba el vaso de agua y, a veces, en la pasión de los discursos gesticulaba sin calcular las distancia y me daba con tal fuerza que yo salía disparada. Viajé mucho con él en avionetas, en carros… Me impresionaba mucho ver cómo las mujeres se le colgaban del cuello a mi papá. Siempre tenía el cuello y los brazos arañados. Eso le encantaba, claro está.
En las tres décadas que van de 1973, cuando Pérez llega a la Presidencia por primera vez y 1993, cuando es sacado de ella por un juicio por malversación, Blanca estuvo a su lado e hizo una importante labor social, que está pendiente por reconocimiento. No solo no avergonzó jamás al país con escándalos ni vinculación con el crimen (bueno, esto, impensable), sino que condujo con acierto y transparencia la Fundación del Niño, donde instrumentó los Hogares de Cuidado Diario, programa diseñado para garantizar la nutrición de los niños en situación de vulnerabilidad, entre los 0 y los 6 años. Y llevó adelante otras iniciativas, de amplio alcance en la población, como el de dotación de máquinas de coser y la Fundación Bandesir, para la asignación de sillas de ruedas y otros soportes para la movilidad, como muletas y equipos ortopédicos. Al mismo tiempo, lidiaba con las enfermedades, algunas muy graves, la de su hija Carolina, quien eventualmente quedó ciega, así como con la vida paralela de su esposo: “Era público y notorio que tenía una amante; incluso nosotros le decíamos que por qué no se divorciaba. Y él nos decía que cómo se nos ocurría, que él no le iba a hacer daño a Blanca, que los andinos no se divorcian”, contó Carolina.
La lealtad de ella nunca declinó. De hecho, el 4 de febrero de 1992, cuando Hugo Chávez y los otros conjurados intentaron dar un golpe de Estado, se vieron de frente en La Casona con la esposa del Presidente de la República, una demócrata, que no les tuvo miedo.
En la residencia de la familia del Presidente se encontraban doña Blanca, su hija Carolina, una tía de la primera dama, la señora Ana Isabel Rodríguez, que tenía 80 años en ese momento, y dos nietos Carlos Andrés, de tres y Jacinto Andrés, de cuatro. Carolina Pérez Rodríguez me contó el episodio. “Cinco minutos después de que mi papá se fuera, empezaron a temblar los vidrios y a sentirse tiros de metralleta, morteros que no estallaron. Tía Ana metió a los niños en el vestier del dormitorio presidencial. Era un batallón de 240 hombres. Estuvieron disparando hasta las 6 de la mañana. A las 4 y media hubo un cese al fuego para recoger los heridos. Mi mamá salió a la puerta con el brazo en cabestrillo, porque se había caído en Navidad y se había fracturado el húmero. Habló con los soldados e hizo entrar a los heridos. Los guardias nuestros se metieron en la antesala de la alcoba presidencial. Mi mamá mandó a ingresar también los heridos de ellos, porque nosotros teníamos un médico que estaba de vista, el doctor Moro. Nos pusimos a cortar las sábanas para hacer vendas. Esa noche no había primeros auxilios. Lo único que teníamos era becerol y brandy. Mi mamá y la administradora de La Casona vendaban a los heridos con instrucciones del doctor. Entre los nuestros y los de ellos eran como 12 heridos. Había un soldado muy joven, que estaba temblando. Mi mamá buscó una toalla y lo arropó.
-Hijo, todo está bien. Deja de temblar. No va a pasar- le dijo la primera dama.
-Señora, por favor, que mi mamá no sepa que yo vine aquí a hacer… esto. Ella nos levantó gracias a una máquina de coser que usted le dio. Yo vine aquí engañado, nos dijeron que veníamos a hacer tiro al blanco.
Según recordó Carolina, a las 3 de la mañana llegó el comandante del Batallón de Custodia, Luciano Bacalao, y conminó a su madre a rendirse. “Si a usted le faltan pantalones, a mí no”, recuerda la hija que dijo su madre, y también que se negó a salir de La Casona “aduciendo que la gente estaba defendiendo La Casona porque nosotros estábamos adentro. Todo había pasado y ellos seguían atacándonos. La acción estaba comandada por el capitán Hernández Behrens”. También se plantó junto a su esposo el 27 de noviembre de ese mismo año, 1992, cuando hicieron el segundo intento de golpe.
Al año siguiente, cuando Pérez salió de la Presidencia, ella estuvo ahí con sus maneras de siempre. Habitó con él la casa devenida en cárcel, sintió el silencio atronador de un teléfono que en los buenos tiempos no paraba de timbrar y caminó con paso liviano por unos salones ahora desiertos y antes abarrotados de visitas y solicitantes.
Ella estaba en su sitio, el 9 de mayo de 2006, cuando Chávez mandó la DIM, la Disip y unos fiscales militares a que le allanaran la casa, para “buscar uniformes y armamento”. Como era su costumbre, atendió a los invasores con sus modales rurales y sus tazas de café en bandeja con pañitos. Ya Carlos Andrés no vivía en la casa de Blanquita, adonde siempre iba a dormir, no importaba en qué correría estuviera. Se habían separado en 1998. Nunca se divorciaron. Él murió la mañana de Navidad de 2010. Ella lo sobrevivió una década, hasta este 5 de agosto, cuando regresó a Rubio para siempre. Le debemos un aplauso de pie.