La certificación del fracaso sin atenuantes de la revolución bolivariana, y del proyecto nacional venezolano al remolque, encuentra su punto de condensación en una circunstancia que trasciende la dolencia misma de la pobreza como el mal histórico de Venezuela: La diáspora.
Su desarrollo y gigantescas dimensiones grafican una catástrofe inédita que ha sido naturalizada y rutinizada silenciosamente por el estoico cinismo chavista y su sórdido fanatismo. Convertida en un mal crónico, sin poder ser conjurado, la diáspora deja recados diarios entre nosotros, pero el adocenamiento actual de los medios y el pétreo estado de censura vigente impiden al anestesiado cuerpo social venezolano tener una panorámica completa de sus implicaciones. El país presencia el flujo de su diáspora con la indiferencia de lo ya sabido.
Terminada la pandemia, cerrado el ciclo de la ruina nacional, acaso sea el destino de Venezuela el mismo que le tocó enfrentar a los cubanos al finalizar el famoso “período especial” posterior al ocaso del campo socialista: Un terremoto social al cabo del cual, como lo afirmado por el escritor Leonardo Padura, ‘nunca nada fue igual y nada quedó en su lugar’.
“El país de la diáspora ya es una abstracción de millones de personas. Es una realidad destinada a producir modificaciones tectónicas, estructurales en la venezolanidad, con dimensiones casi irreversibles”
La pobreza, decía Chávez, era una bomba de tiempo: La diáspora es un estallido de seres humanos. Venezuela ha arrojado el contenido de sus dolencias virales, de sus taras y contradicciones, a toda Sudamérica. Las tensiones acumuladas en la gestión del chavismo, ignoradas cíclicamente, pese a las advertencias, han hecho combustión sin que nadie asuma su responsabilidad.
Es el resultado del despilfarro, de la corrupción, del atraso tercermundista. A diferencia de lo que ocurría antes, una generación de venezolanos ha crecido desconfiando en las posibilidades de su propio país. Venezuela no había vivido jamás un trastorno de estas dimensiones. Una cosa es el exilio, otra la diáspora.
El fin de la razón
El punto de fuga de la diáspora está parado sobre una certeza para la cual, por ahora, nadie tiene respuesta: Venezuela ha perdido sentido. Venezuela no vale la pena. Venezuela es un hueco negro tomado por un credo fanático. En el país ha terminado la contraloría, la rendición de cuentas, los espacios de denuncia, el debate público, la actividad parlamentaria. La diáspora expresa una orden de silencio similar a la estática de una dictadura. Se acabó el acuerdo mutuo, el ideal nacional. La caída es libre. La única respuesta disponible para un emigrante es el rostro falaz y deshonesto de Jorge Rodríguez.
La vida debe seguir sin Venezuela; ese es el mandato de la diáspora. Se rompieron los resortes económicos. Se acabó la abundancia. Terminó la era petrolera. No hay escuelas ni hospitales. La gente cocina con leña. Las Fuerzas Armadas han traicionado a los ciudadanos. Cada venezolano que sale caminando por la frontera colombiana, rumbo a Ecuador, Perú y Chile, tendrá presente que los precios seguirán su carrera descontrolada; en medio de crónicos apagones y cortes de agua; y que nada de eso impedirá la presencia impuesta de Nicolás Maduro y su irremediable mediocridad en el poder.
“El país presencia el flujo de su diáspora con la indiferencia de lo ya sabido”
El país de la diáspora ya es una abstracción de millones de personas. Es una realidad destinada a producir modificaciones tectónicas, estructurales en la venezolanidad, con dimensiones casi irreversibles. La diáspora es un grueso desprendimiento del cuerpo social nacional. Es un espacio cultural de límites inexactos, configurado entre el polvo cósmico y la zona emocional de la nostalgia problematizada, la decepción y la esperanza agonizante.
La diáspora gravita desde el exterior y las redes. Es una presencia sinuosa, espectral. Son voces lejanas que ocupan más de la mitad de nuestro teléfono celular. Gente que estamos oyendo y ya no podemos tocar. Cada quién salvándose de la realidad como se pueda, claudicando, sellando su carácter disidente, procurando una identidad mixta. Enviando remesas, alejándose y acercándose cíclicamente al circo del dolor nacional.
La diáspora, pueblo chavista
La diáspora es, además, por primera vez, pueblo pobre, ciudadanos indefensos, personas impedidas de hacer reclamos al Gobierno luego de aceptar el contrato social bolivariano.
El quiebre de la diáspora marca también, incluso, el fin del asistencialismo. Terminó con ella el fin del paternalismo estatal: La pobreza es un estrato huérfano. De tanto despilfarrar los recursos de la nación, el país se quedó sin dinero para atender a sus ciudadanos.
Si al resentimiento acomplejado revolucionario le venía bien la leyenda según la cual estaba emigrando “la clase media burguesa”, ahora tiene que hacer silencio frente a las bíblicas dimensiones de la diáspora popular actual. El estado venezolano se ha deslastrado de sus obligaciones civiles. Ya no es ni democrático, ni representativo, ni responsable, ni alternativo. Al Estado venezolano no le importan sus ciudadanos.
Abandonar Venezuela, tomar autobuses, dormir en refugios, vender baratijas en los semáforos de las calles de Colombia y Ecuador, recibir maltratos en los caminos del Perú, terminó siendo la cara opuesta del empoderamiento popular, de los comités de salud, de las comunas, de las expropiaciones frenéticas, las invasiones de terrenos, la toma de fincas, el asalto a propiedades y las promesas de Hugo Chávez.
La diáspora es bastante más que una oportunidad para crecer o una propuesta para reinventarse. Es la hemorragia de una nación. El testimonio vivo de una sociedad en disolución.