En la aldea
25 abril 2024

Narrar el dolor

¿Cómo narrar el dolor de todo un pueblo, y hacerlo de una manera imborrable, con el cometido de que trascienda como testimonio y alerte a otros pueblos, para que jamás cometan los mismos errores?, ¿cómo dar las claves desde la intimidad del dolor provocado, generando empatía, visibilizando a las víctimas y su circunstancia? Hay un trabajo por hacer y le toca al periodismo con inquietudes literarias, más allá del periodismo de investigación, que ya está dando excelentes muestras de vitalidad.

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Sebastián de la Nuez | 15 octubre 2020

El concejal opositor Fernando Albán (1962-2018) no fue lanzado desde un décimo piso de una torre en Plaza Venezuela en octubre de 2018, ni mucho menos se suicidó; fue torturado hasta la muerte y todo el mundo sabe, o debería saberlo, que los responsables directos son funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia que jamás serán castigados o que, en todo caso, lo han sido mediante una cómoda prisión de seis meses.

El piloto e inspector del Cicpc Oscar Alberto Pérez (1981-2018) fue acribillado junto a otros compañeros, que se habían declarado en rebeldía ante el gobierno madurista, en enero de 2018; y todo el mundo sabe, o debería saberlo, que miembros de la Policía Nacional Bolivariana y de los colectivos chavistas fueron los autores materiales que dieron los tiros de gracia, pero ninguno de ellos ha sido juzgado.

El productor agropecuario Franklin Brito (1960-2010) mantuvo un pleito desigual con el gobierno chavista que le usurpó sus tierras (asentamiento campesino La Tigrera, en el estado Bolívar) en 2003, hizo cinco huelgas de hambre pues el Gobierno incumplía sus promesas de resarcimiento, hasta que finalmente murió en el Hospital Militar; pero todo el mundo sabe, o debería saberlo, que Franklin Brito murió de injusticia, por indiferencia, desidia o ceguera de las autoridades del Ministerio de Agricultura y Tierras y de la cúpula chavista, pero nadie ha sido juzgado sobre el caso.

“El productor agropecuario Franklin Brito (1960-2010) mantuvo un pleito desigual con el gobierno chavista que le usurpó sus tierras (asentamiento campesino La Tigrera, en el estado Bolívar) en 2003”

Estos delitos de lesa humanidad no castigados, y los del FAES, y muchos otros de los que el gobierno madurista es responsable, no son islas sino parte de una política de Estado contumaz. Esto lo sabe hoy el mundo entero gracias al informe de la ONU.

El quid de la cuestión, en lo que atañe a este artículo, es la narración del dolor que han producido. En otros países de América Latina ha habido casos semejantes –Argentina, Chile, Colombia– y muchas veces fueron narrados desde la casuística de cada uno de ellos (o al menos de algunos de ellos, emblemáticos). Narrar es más que registrar los hechos y darles difusión; es el paso siguiente, el que adquiere carácter universal y trascendente. Narrar es la tarea del periodismo que se vale de las herramientas de la literatura o del escritor que se vale, para comenzar su trabajo, de los insumos de los periódicos (o portales).

Me refiero a narrar desde una subjetividad informada, desarrollando un relato comprometido que atiende a las facetas del ser humano en las que no suele detenerse la cobertura cotidiana, apretada, efímera, veloz.

Escribir, fotografiar, grabar, narrar son acciones determinantes ante un Estado criminal que utiliza el discurso como cobertura de sus delitos y trama de tergiversación de la realidad. La lengua del chavismo, la de la hegemonía comunicacional, siempre ha sido deliberadamente opaca.

“El piloto e inspector del Cicpc Oscar Alberto Pérez (1981-2018) fue acribillado junto a otros compañeros, que se habían declarado en rebeldía ante el gobierno madurista, en enero de 2018”

Muchos escritores han destacado la existencia de una relación entre las palabras y el control social. Esto lo sabe bien quien haya leído a George Orwell. En líneas generales, y en razón de la actualidad, debe atenderse al argentino Ricardo Piglia cuando dice que «hay una escisión entre la lengua pública, la lengua de los políticos en primer lugar, y los otros usos del lenguaje que se extravían y destellan, como voces lejanas, en la superficie social». Esto se ve claramente en España, donde el discurso político, impregnado del odio entre adversarios irreconciliables (hay partidos con representación en el Congreso de los Diputados cuyos objetivos son acabar con la monarquía y/o romper a España en tres pedazos), anda lejos del lenguaje cotidiano, en el mercado o en el autobús. Esa escisión, en Venezuela, contiene el uso de la lengua para el control social y el chantaje a la población por un Estado para el que la población es el enemigo. Sería demasiado engorroso sintetizar todo lo que dice Piglia a este respecto, pero lo bueno (lo que me conviene destacar aquí y ahora) es su afirmación de que «en momentos en que la lengua se ha vuelto opaca y homogénea, el trabajo detallado, mínimo, microscópico de la literatura es una respuesta vital».

El énfasis en la palabra ‘vital’ es mío. Pero, ¿qué es lo microscópico? Lo que no se observa a primera vista. El dolor causado a las víctimas es, para nosotros, microscópico puesto que no alcanzamos a verlo en toda su magnitud, con sus matices; solo lo intuimos. Las víctimas y su dolor inmenso es algo inabarcable: Esa dimensión inimaginable de la desesperación causada por la tortura, por el acoso, por la injusticia persistente hasta tal punto de ser capaz de cortarte un dedo para que alguien escuche el grito desgarrado, como fue el caso de Brito. Piglia cita al periodista y escritor Rodolfo Walsh, el de Operación Masacre. Era un activista de los Montoneros contra el régimen militar y su joven hija, Vicky, quien lo sigue como guerrillera urbana, muere en un enfrentamiento con las fuerzas militares de Videla. Walsh, destaca Piglia, en su «Carta a mis amigos» narra el cerco a la casa, la resistencia, el combate. Para describir aquello que no puede describirse de otra manera, apela a una voz que no es la suya y dice que le ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto, quien expresa su admiración por la muchacha (Vicky) que dispara desde la azotea y ríe con desparpajo, ante el acoso de quienes sabe que la van a matar. Piglia admite que ese soldado que admira a su víctima tal vez nunca existió, «pero lo que importa es que está ahí para poder narrar el punto ciego de la experiencia».

El punto ciego de experiencias como las que hemos citado (Brito, Pérez, Albán) puede ser variado, múltiple, o no encontrarse en el sitio exacto del suceso. Por mi interés en el caso de Rodolfo González, «el aviador», su hija Lissette González, profesora de Ciencias Sociales en la UCAB, me envió algunos comentarios del funeral del padre (se quitó la vida en el Helicoide una madrugada de 2015), diciéndome que había sido multitudinario y que, entre los asistentes que podía recordar, se encontraban María Corina Machado, Julio Borges y Lilian Tintori; que la familia, cuando llegó a la morgue, había encontrado allí a Chuo Torrealba, esperándola. Mencionaba que no solo políticos habían asistido sino dirigentes del movimiento estudiantil y de eso que después se llamó «La resistencia» en las protestas de 2017. Gaby Arellano (que aún no era diputada) dio un discurso al lado del féretro; su papá la había conocido al apoyar las protestas estudiantiles. También le dio el pésame gente que se presentaba diciendo «usted no me conoce, vine desde Barquisimeto a mostrar mi solidaridad», vecinos de la infancia, compañeros del colegio… incluso los que estudiaron con Lissette hasta sexto grado (es decir, gente que no veía desde hacía tres décadas al menos) llegaron todos juntos al funeral. Por supuesto, también sus alumnos, colegas y autoridades de la UCAB, egresados a los que había dado clases años antes con sus familias; viejos amigos de sus padres, y de su hermana y de sus tíos; la familia política. Me escribió que había tanta gente que era imposible saludar a todos, pero supo por su madre o su hermana que allí habían estado. Agregó que tuvo una sensación rara porque un funeral suele ser algo muy íntimo, pero que con el tumulto y las cámaras de la prensa sentía como si el acto ya no fuera suyo ni de su familia; pero que, a la vez, vivió cada segundo agradeciendo «todo ese cariño, todo ese apoyo».

“El concejal opositor Fernando Albán (1962-2018) no fue lanzado desde un décimo piso de una torre en Plaza Venezuela en octubre de 2018, ni mucho menos se suicidó; fue torturado hasta la muerte”

Solo un episodio más en esta larga y dramática cadena del pueblo venezolano tratando de recobrar un sendero que perdió en un desdichado desliz electoral, por desesperar de su democracia en mala hora.

Algunos instantes, no necesariamente aquellos que atañen al momento mismo del suceso (que suele ser un acto criminal cometido con víctimas inermes), también podemos considerarlos como puntos ciegos de una experiencia: Narrar el dolor también es narrar sus contrapesos. Entrará en juego nuestra subjetividad informada, tanteos y aproximaciones. La voz de un tercero. Algunos pasajes pueden tener la forma de una ficción, pero una ficción destinada a decir la verdad.

Ese gentío que acompañó a Lissette y a su familia no estaba allí por deber patriótico ni zarandajas por el estilo. Los del gremio de los políticos no estaban allí para robar cámara. Habrá quien piense que sí, pero en mi función de narrador del dolor, desechando la inocua objetividad, elijo entender que allí estaban quienes deseaban, por encima de cualquier otra consideración, quitar algo del peso que cargaban encima esa madre y sus dos hijas, una carga demasiado aparatosa e insoportable para sus hombros.

El punto ciego de la situación venezolana también podría ser, entonces, la posibilidad de narrar, con el dolor, ingentes reservas de solidaridad y piedad que constituyen una energía redentora si se les da el valor debido.

Rodolfo Walsh enfrentaba a un gorilato terrorista; el pueblo venezolano, a una cleptocracia criminal. ¿Cuál es la diferencia? El terror es el mismo, y los métodos, parecidos. ¿Cómo narrar el dolor de todo un pueblo, y hacerlo de una manera imborrable, con el cometido de que trascienda como testimonio y alerte a otros pueblos? Una manera es visibilizar a las víctimas, darles el protagonismo que la dictadura les niega (por miedo), arrojar luz sobre ellas, restituirles la carne y el hueso para que todos las reconozcamos.

Lissette González, ahora, ha decidido escribir su crónica o novela o ensayo acerca del proceso contra su viejo, acusado en su momento, según Maduro y Cabello, de conspirar para cometer magnicidio.

Ella es, desde luego y por desgracia, una testigo privilegiada, otra víctima con derecho a la palabra.

@sdelanuez

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