El video hecho viral del ciudadano estadounidense que, vestido de guerrero sioux, cuernos y piel de búfalo en la cabeza, gesticula en el Capitolio de Washington ya vandalizado, exhortando a los venezolanos a liberarse del “comunismo y la globalización” (sic), me transportó de inmediato a la imagen del “Gordo de la franela rosada”.
Hablo de aquel ciudadano venezolano, inmortalizado por un artículo de José Ignacio Cabrujas, que hace de guardaespaldas del militar “de bigotillos” que el 27 noviembre de 1992 -casi treinta años atrás-, ha tomado por asalto los estudios de Venezolana de Televisión, en Caracas, para transmitir una confusa proclama insurreccional como parte del golpe de Estado que un grupo de militares había emprendido por la madrugada contra nuestro gobierno democrático. La segunda asonada de ese año.
A diferencia de Jack Angeli, el gringo disfrazado de sioux, el hombre de la franela rosada en la emisión televisiva no habla. Solo hace de lugarteniente del militar felón que lee la proclama. Pero su aspecto físico es tan amenazante y deplorable, tan mal presagio para el futuro del país, que Cabrujas, adjetivos mediante -“chicharrón suicida, inexpresivo, triponazo, desaliñado, de franela mal metida en la pretina, mondonguero esencial y ubicado a la izquierda del televisor como una cariátide de Borneo celebrando el día de la tocineta”- lo convierte, no sin razón, en símbolo de aquella fallida y fatídica asonada militar que esa mañana dejó varios civiles muertos a la entrada del canal.
¿Qué tienen en común ambas escenas?, ¿por qué he caído en la tentación de asociarlas si son situaciones, países y momentos históricos tan distintos? Pues, respondo de inmediato, por una razón muy de fondo. Porque, además de grotescas, estrambóticas y visualmente ofensivas, las dos estampas vienen a recordarnos que las actitudes irracionales, violadoras de la convivencia y del respeto por las instituciones, elementos necesarios para que una sociedad democrática funcione, pueden igualmente ser emprendidas -sin diferencia alguna- por activistas de ultraderecha o por militantes de la ultraizquierda.
El hombre sioux, lo sabemos, es un activista de extrema derecha. Un predicador de las teorías de la conspiración y las ideas supremacistas wasp (blancos, americanos, sajones y protestantes) que están en el sustrato ideológico de la lógica racista, xenófoba y paranoica de Donald Trump.
El gordo de la franela rosada es, en cambio, su polo opuesto. Un militante igual radical, pero de la extrema izquierda venezolana, que como ya era un clásico desde los años 1960, actúa en alianza con militares golpistas para tomar el poder por la fuerza pretendiendo poner fin así a otra experiencia democrática.
Ambos son personajes extremos y rocambolescos, personalidades fanáticas y delincuenciales, que han entrado por la fuerza a un recinto de la democracia -a la sede sagrada del Parlamento americano, uno; al canal oficial de televisión de un Estado democrático latinoamericano, el otro- en una acción que intenta impedir que dos gobernantes legítimamente electos, Joe Biden, que aún no se ha posesionado, y Carlos Andrés Pérez que pronto terminaba su período, lo ejerzan con la absoluta legalidad que le da el haberlo ganado en elecciones libres. En el caso de Biden, victoria ratificada por numerosos tribunales de un país donde los tribunales no son un juego.
Los dos hombres, el lugarteniente y el guerrero, actuando a kilómetros y años de diferencia, son en sentido estricto fanáticos capaces de arriesgar su pellejo tratando de imponer por la fuerza, no por los votos, ni por el debate, unos ideales extremos que ambos consideran merecedores de cualquier sacrificio personal. El hombre de la franela lucha contra el capitalismo al que odia, contra las libertades “burguesas” que detesta, y cree que un golpe de Estado es lo ideal para ponerle fin al caos. Y el del gorro de búfalo, lucha contra el comunismo y la globalización que condena, también contra los cubanos, rusos e iraníes, y cree que el único antídoto confiable es que Donald Trump siga al mando, aunque haya perdido las elecciones.
Más que adversarios reales, de izquierda y derecha, a nuestros dos personajes los hermana el pensamiento totalitario. La tesis de que el Bien, así con mayúscula, es necesario imponerlo, si es necesario, por la fuerza. El mismo pensamiento que hermanaba a seres tan diferentes, no por causalidad coincidentes en el tiempo, como Josef Stalin y Adolf Hitler.
Pero ni el guerrero sioux, ni el lugarteniente criollo, actúan solos. Eso es lo grave. Son, en el sentido semiótico del término, señales, símbolos, puntas de iceberg de movimientos de descomposición que están ocurriendo en la sociedad y que si no se contienen a tiempo pueden expandirse como los virus y acabar con el sistema democrático.
Ese fue el caso de Venezuela. Lamentablemente el “gordo de la franela rosada”, en tanto que modelo ético y estético aupado desde el chavismo, creció y se multiplicó, tomó el poder y se afianzó. Y en medio de la destrucción de nuestra democracia, el “chicharrón suicida” debe hoy dirigir algunos de esos grupos paramilitares oficiales llamado “colectivos”. Porque la democracia venezolana no supo reaccionar a tiempo.
Habría que preguntarse ahora si la estadunidense sabrá hacerlo. ¿Contendrá al guerrero sioux o este terminará en una oficina de la Casa Blanca?, ¿será capaz USA de revisarse y reciclarse para frenar el éxito de estos “laboratorios de autoritarismo”?, ¿o ya es demasiado tarde?
En Cómo mueren las democracias, un libro premonitorio, los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, advirtieron a comienzos de 2018 la amenaza que significaba Donald Trump. Escribieron: “En 2016, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, un hombre sin experiencia alguna en la función pública, con escaso compromiso apreciable con los derechos constitucionales y tendencias autoritarias evidentes fue elegido presidente”.
Nadie pudo impedirlo. El inexperto terminó su gobierno. Hostigó a la prensa libre. Trató a sus adversarios como enemigos. Logró 70 millones de votos que por poco logran reelegirlo, y convocó y celebró un ataque contra la democracia estadounidense sin antecedente en su historia.
Siempre hay una primera vez.