Más menchevique serás tú. La mitografía de la revolución rusa incluye la estampa de Trotsky y los miembros del Soviet desalojando del Palacio de Invierno en Petrogrado, en octubre de 1917, a lo que quedaba del gobierno provisional de Kérenski. Consumado el golpe, sin resistencia y sobre todo sin heroísmo bélico ninguno, Trotsky se dirigía a los mencheviques que salían del recinto: “Ustedes son unos pobres tipos que fracasaron. Su papel ha terminado. Váyanse adonde pertenecen: al basurero de la historia”. Menchevique, “minoritario” es el título con que los bolcheviques (que significa “mayoritario”) adornaban a la corriente institucional o moderada del partido entonces llamado socialdemócrata.
Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada. El mito tiene sentido porque sintetiza el triunfo de la visión revolucionaria leninista sobre el intento de conducir al inmenso oso ruso por el camino constitucional que había empezado en 1905, pero sobre todo porque cristaliza el drama implicado en lo que será luego conocido como el “socialismo realmente existente”: Un código operacional para el ejercicio ilimitado del poder fundamentado en el “todo o nada”. El problema es que, precisamente, para ejercer el poder total hay que poder hacer de todo. Hay que ser capaz de retroceder un paso atrás para dar dos adelante, de convertir un ataque en un asedio, de recorrer el zigzag de la historia.
Solo han pasado 100 años. Que Nicolás Maduro vocifere aquel insulto leninista contra la apenas audible voz del único diputado comunista que queda en el país no es un gesto trivial. Imposible saber si Maduro se siente complacido al imaginarse como el Stalin local, igualando de paso a Chávez y a Lenin en el nebuloso panteón del chavismo. Pero llamar “mencheviques” a quienes lo acusan de neoliberal (y al mismo tiempo calificarlos de “izquierda trasnochada”) es un recurso retórico dirigido a continuar envolviéndose en la enciclopedia bolchevique para justificar lo que es forzoso: La necesidad de reconocer el fracaso monumental del chavismo. De nuevo se recurre al viejo código operacional para tratar de legitimar la rectificación, el viraje, o -palabra prohibida- las reformas inevitables que el madurismo necesita para mostrar alguna eficacia como gobierno.
El caballo imperturbable. Salto a 1987 y Gorbachov está dando su discurso solemne en conmemoración de los setenta años de la revolución bolchevique frente a los socios: Honecker, Jaruzelski, Jakes, Ceaucescu,… En dos años o algo más, de los VIP que aplaudieron a Gorbachov solo Fidel Castro permanecería en el poder (aunque no debemos olvidar a Daniel Ortega que se fue y volvió, y ahí sigue). En su discurso, tras las loas litúrgicas de rigor al padre Lenin y ya teniendo anestesiados a los asistentes, Gorbachov desliza un micro-manifiesto: Es obvio -dice- que “la falta de un nivel adecuado de democratización” fue la culpable de todos los males: la pésima reputación del socialismo, del culto a la personalidad, los crímenes, las víctimas. Con esa corta frase Gorbachov lanzaba su programa político y ponía en movimiento la tragedia. El Caballo, es decir Castro, tomó nota. Mientras Gorbachov empezaba a hablar de glasnost y perestroika, Castro ponía en escena el juicio al general Ochoa. La transparencia y la apertura no reforman al socialismo como predicaba Gorbachov; conducen, predijo Castro, a su aniquilación. Y con esa filosofía básica continuó el sacrificio de tantos cubanos y consolidó su savoir-faire, su caja de herramientas que tan cara le vendió al chavismo.
Yo conmigo. El madurismo toma la ofensiva política tras haber despejado las amenazas a su continuidad en el poder. Ahora es él mismo su peor enemigo: Tiene que justificar su existencia en medio de un país arruinado por su incuria, y es patente su fragilidad operativa, su incapacidad de gestión, y la erosión que ha causado la corrupción masiva en las capacidades de mando y control. Pero hay una ilusión óptica extraña: En realidad, el madurismo es como Monsieur Jourdain, el protagonista de El Burgués gentilhombre de Molière que descubre que habla en prosa. En los años recientes el madurismo ha experimentado con una economía dual, tolerando o estimulando la informalización de todas las relaciones económicas e institucionales, en un paroxismo de laissez faire que ha generado nuevos ganadores del sistema y nuevas lealtades. Los costos de la reforma económica y de la reducción del gasto fiscal ya están siendo pagados por los más vulnerables: ahora se trata de “darle forma” a lo informal para intentar transitar una ruta de estabilización que recuerde las viejas promesas de bienestar que ofrecía el chavismo.
Lo importante es el delivery. El problema, que más serio no puede ser, es que esas promesas de bienestar no pueden ser ni siquiera formuladas, por no decir cumplidas, si no se produce una transformación institucional que restablezca garantías jurídicas, sociales y del contrato social por así decirlo. De las frenéticas gestiones de Jorge Rodríguez por reformar al madurismo puede salir humo negro: una iteración más de la misma tozudez, un país más sumido en la catástrofe y en su eterno presente miserable. Pero la necesidad es grande y se traduce en una oportunidad para abrir juego. Ese juego que se llama negociación, que es en definitiva a donde conduce esta historia.