Para finales de los noventa, “el país vaginal” de “amplio consumo de laca y seda” del que hablaba Boris Izaguirre se había consolidado en el imaginario popular. Tres alcaldesas gobernaban los municipios de rincones verdes y afluentes, de campos de golf y brillantes torres empresariales, en el este de Caracas: Irene Sáez, ex Miss Universo, en Chacao; la villana de las telenovelas Ivonne Attas en Baruta, y Flor Aranguren en El Hatillo. Criticando sus políticas de orden e higiene, Izaguirre se imaginaba una cadena de investigación en la que “Irene se entera de algo y llama a Flor a preguntarle. Flor después llama a Ivonne y le comenta. Ivonne se comunica con Irene e investiga. Son unas mamás enloquecidas (…) Son la mamá del país” porque en Venezuela “las mujeres siempre han estado metidas en la vida de uno”.
Izaguirre culminaba su crónica con una profecía refundadora que se haría cumplir al concluir el siglo, pero no de la manera que el cronista esperaba: Las alcaldesas “son la última herencia del siglo 20 para el futuro; son las últimas que van a gerenciar este tipo de mariconada”, decía, “Ellas son las reliquias de este y se comportan como reliquias. Son las nuevas ruinas griegas de Caracas”. Dos años después, Hugo Chávez ganó la presidencia.
Con el desplome del país construido por el Pacto de Puntofijo, por esa democracia de triángulo rojo de Citgo y toneladas de whisky importado, la ‘Narrativa de la Supremacía Estética de la Mujer Venezolana’ -que se había ligado ideológicamente, inseparable y entremezclada, con el proyecto país de las élites adecas y copeyanas– se desplomó también: se trasmutó, se convirtió en otra cosa y eventualmente se pudrió. La ‘supremacía’ se hizo maldición: los mismos medios, viajeros, relatos y pantallas que habían creado a ‘las imágenes con las que podemos soñar’ de Osmel Sousa, las reinas de ‘progreso genético’ que se imponían sobre ‘anglosajones y arios’ de Juan Liscano y el ‘nuevo producto para exportar’ enriquecido con ‘fuerza vital’ de sangre mediterránea y ‘sabor del trópico’ de Abelardo Raidi dio paso a vampiresas y sirenas -a una nueva etapa de la Narrativa, sin lugar a dudas más macabra y cruel.
Como un anti-espejo, o imagen invertida, de Irene Sáez y su look de Barbie humana de un metro ochenta, el chavismo buscó una aproximación estética nueva de la mujer venezolana y la encontró en Lina Ron: ‘La anti-Barbie’, usando el término que el escritor chavista José Roberto Duque acuñó en 2011. Para Duque, celebratoriamente, Ron era “fea, vieja (las sifrinas no envejecen: pasan de ser adolescentes y jóvenes a ser damas), era negra, orientarrr, de vaina era bachillera y hablaba así golpiao” y “con palabras obscenas y ofensivas a los oídos de esa gente tan pulcra, esas mujeres que se criaron y crecieron jugando con Barbies de verdad”. Por ello, Lina Ron “era la mujer-pueblo”: “ordinaria”, al ser contrapuesta con María Corina Machado, porque lo ordinario era “común y corriente, popular, cotidiano” y “vulgar” porque “vulgo es pueblo”. Así, Ron, anti-Barbie del vulgo, se perfilaba como la nueva imagen oficial del país que promovía el Estado chavista.
De la mano de las nuevas formas del ideal de mujer-nación, el presidente Hugo Chávez desmanteló mucho de los lazos que se habían hecho entre el simbolismo de las reinas de belleza de la Cuarta República y el poder en Miraflores: cortando, sin bisturí, la legitimación comunicacional que daban las coronas y melenas a la modernidad puntofijista. Por ejemplo, dejó de recibir en el Palacio a las reinas de belleza que ganasen los concursos en el exterior, como acostumbraban hacer los presidentes de la democracia. Igualmente, tras el fallido paro petrolero de 2003, Chávez ordenó que los nombres de las misses (en su mayoría opositoras a su gobierno) fuesen retirados de los buques de PDVSA y reemplazados con los de heroínas de la Independencia y figuras femeninas ligadas al Libertador: Por ejemplo, el buque Pilín León (Miss Mundo 1981) pasó a llamarse Negra Matea. De hecho, según alegaba el periodista Diego Kapeky en una nota del periódico La Voz de julio del 2007, el gobierno revolucionario habría intercedido en el Miss Venezuela para ordenar que participasen menos rubias.
Pero en la calle, lo actores y sujetos sociales que seguían extendiendo la Narrativa no estaban tan embelesados con el ideal de Lina Ron. No solo la diputada Iroshima Bravo, quien en 2007 afirmaba que “la belleza y la coquetería no tienen porque estar peleadas con quienes somos revolucionarias”, sino por el aumento desenfrenado de cirugías plásticas: “Quizás sea una idea propagada por el Miss Venezuela”, afirmaba la revista Todo en Domingo en agosto de 2006 (año en el que 30.000 mujeres venezolanas tuvieron operaciones de aumento senos); pero lo cierto era que Venezuela se había convertido “en un destino atractivo” para las mujeres de todo el Continente que deseaban someterse a tratamientos estéticos. De hecho, como reportaba El Mundo en agosto de 2010, bancos como el Banco de Venezuela (50% administrado por el Estado venezolano) estaban dando “cómodas cuotas” de crédito para financiar cirugías estéticas.
Por ello -aunque la comunicadora oficialista Osly Hernández afirmase, en 2007, en la Asamblea Nacional de la ‘verdadera’ mujer venezolana como de poco busto, chiquita, de rasgos indígenas y negros y de pelo chicha y el Ministerio de Salud circulase el eslogan “la revolución no necesita maquillarse” para intentar reducir el consumo de productos cosméticos el mismo año -la nueva boliburguesía, esos nuevos ricos resultantes del clientelismo y los negocios ilícitos del régimen chavista, se infiltró (con cheques y patrocinios) en un económicamente decaído concurso Miss Venezuela para encontrar odaliscas para sus harenes.
Por ello, en 2018, el Miss Venezuela -meca de la Narrativa- finalmente se vino abajo: por una investigación del portal Efecto Cocuyo, se reveló una trama de corrupción de lavado de dinero ligado a la PDVSA roja en el que socios y funcionarios habían utilizado a las reinas de belleza y las fundaciones del concurso para depositar dinero ilícito en Andorra y lavar las fortunas ultrajadas de la petrolera estatal. Además, hablaba de los “santos”: esos patrocinadores que ‘bendecían’ o que financiaban la participación de las reinas (y ofrecían una vida de lujos) a cambio de favores sexuales; “tiburones” que “ofrecen villas y castillos” a niñas de provincia, como diría la Miss Universo María Gabriela Isler posteriormente.
El reportaje desató una tormenta: Misses en redes sociales acusándose mutuamente con ferocidad de haber recibido dinero y beneficios económicos y materiales de los corruptos, la renuncia del “zar de la belleza”Osmel Sousa tras ser acusado de proxeneta, alegaciones de misses que “prácticamente eran esclavas” en palabras de la periodista Ibéyise Pacheco, relatos de prostitución y de una miss escapando de Venezuela tras ser amenazaba de muerte por un patrocinador luego de que ella lo rechazara, y mil historias que desnudaban al Miss Venezuela de la época chavista como un entramado de corrupción, prostitución, tráfico humano y abuso sexual. “El concurso fue nuestra última gloria”, diría entre lágrimas Alicia Machado (Miss Universo 1996), que ahora estaba contaminado por “este cáncer revolucionario”. “Como venezolana duele”, diría Pacheco, “porque estás viendo que una institución, de la cual nos enorgullecíamos todos los venezolanos, se vino abajo”. Con el desplome, la Narrativa se había deformado en algo más siniestro.
Así, los remanentes de la presunta supremacía estética -la Narrativa transfigurada y desfigurada- acompañaron al país en su sumersión en un espiral de hambre, violencia, autoritarismo, enfermedades y muerte: Venezuela, tanto en los medios como en la realidad y tan sólo a tres horas de Miami, a la altura de Siria y Yemen. El secreto mejor guardado del Caribe, el país de las mujeres voluptuosas de Viasa, transformado en un Biafra tropical. No sorprende por ello, pues siempre el ideal de la mujer venezolana va de la mano con la situación del país, que las poster children de la violencia que azota Venezuela sean Mónica Spear (Miss Venezuela 2004) y Génesis Carmona (Miss Turismo 2013): Asesinadas ambas en 2014, una por el hampa común y la otra por fuerzas de seguridad del Estado durante una protesta.
De igual forma, los “santos” rojos -con Rolex en la muñeca, avioneta privada y eslogan socialista– se han encargado de financiar, forjar y explotar a una nueva clase de trabajadora sexual que ahora invade la televisión, las vallas publicitarias, la fama cibernética de redes sociales, los restaurantes de Las Mercedes donde frecuentan los nuevos jerarcas y por supuesto sus rumbones en el Hotel Humboldt: Las prepagos, bendecidas afortunadas o tusis (nombre que le ha dado la popular cuenta de Instagram y Twitter @tusitanrosa, alegando el consumo de la droga rosa 2C-B o tusi por parte de estos personajes); mujeres que reciben una vida de lujos, viajes, fama y bienes materiales -financiada por petrodólares corruptos- a cambio de sexo, y hasta matrimonio, con los nuevos Amos del Valle creados por obra y gracia de Hugo Chávez. Un paseo por la nueva Caracas dolarizada, por sus bodegones y rumbas electrónicas alimentadas por la droga en auge en un país sin rumbo ni esperanza, basta para observar esta suerte de criaturas sintéticas, de senos esféricos y narices idénticas, que con vestidos apretados y tacones altísimos acompañan a quienes se llenan la boca con discursos marxistas. Muchas de ellas incluso, provenientes de concursos pequeños o del propio Miss Venezuela y retratadas en sus rumbas dudosas en Tulum por el portal anti-corrupción Armando.info, se han convertido en verdaderas celebridades de redes.
Pero la sexualización, la cosificación extrema, de las figuras de la Narrativa venezolana no se reduce a las esposas, novias y amantes de los nuevos empresarios y la casta política: Al contrario, entre la severa crisis humanitaria y el auge de mafias que a veces exponen un poderío mayor al de Miraflores, muchas mujeres venezolanas han sido víctimas de rigurosas y crueles redes de tráfico humano y prostitución. Miles de mujeres jóvenes (a veces hasta menores de edad), engañadas por mafiosos o empujadas por la desesperación que significa el hambre en sus estómagos, que son traficadas en botes a Trinidad, prostituidas en Cúcuta o Panamá, vendidas y asesinadas epidémicamente en el narcomundo de México y en algunos casos hasta llevadas a rincones tan distantes como los Emiratos Árabes Unidos. Según un estudio de Stop Human Trafficking, casi 400 venezolanas habían sido traficadas a Guyana y alrededor de 4.000 venezolanos habían sido traficados a Trinidad, para luego ser vendidos a otras islas del Caribe o lugares más lejanos como Asia. Y estos números no contabilizan el incremento de prostitución de venezolanas en América Latina.
Y así, con estas situaciones lamentables, la Narrativa de la mujer venezolana ha tomado una imagen nueva y dañina en un exterior cada vez más hostil y tóxico: Las venezolanas no sólo como mujeres promiscuas ligadas al trabajo sexual sino como destructoras de matrimonio -verdaderas sirenas o vampiras que, por su supremacía estética, tienen la capacidad de “robarse” los hombres de las peruanas y colombianas-. En una nota de 2018 en Caracol Radio Bucaramanga, escrita con un lenguaje particularmente xenofóbico, se menciona que “algunas mujeres del vecino país están desintegrando hogares santandereanos y los casos de infidelidad han aumentado”. En 2019, las cantantes del grupo musical peruano “Son de Tambito” sacaron una canción donde afirmaba que su pareja se emborracha “con las venecas de la ciudad”, parte de la campaña xenofóbica promovida por el canal televisivo Omnisat Cable de la región de Tambo Grande. Desde entonces, el estereotipo de “venecas robamaridos” ha proliferado en las redes sociales.
Así, basta con ver memes y tweets y comentarios en redes para ver la prejuiciosa guerra en torno a la belleza de la mujer venezolana: Unos que hablan de las ‘venecas’ como “putas”, “robamaridos” y “aprovechadas” y otros, venezolanos, que responden sobre “indígenas resentidas”, “monstruos envidiosos”, “dolidos” y otros comentarios sobre la supuesta supremacía de la belleza venezolana y la supuesta envidia y rabia que esto produce en mujeres de otros países. Sea cual sea el caso, en el exterior, la Narrativa de la Mujer Venezolana parece haber dejado a las reinas, actrices de telenovelas y alcaldesas Barbies atrás para dar paso al retorno del arquetipo de la sirena: mujeres que se presentan hermosas a hombres infieles o borrachos para, luego de seducirlos, transformarse en destructoras criaturas asesinas; arquetipo tan fielmente representado en el folclor venezolano en la forma de figuras como La Sayona, La Dientona, La Fiera y la Chinigua y que ahora regresa en el estereotipo xenofóbico de “las venecas robamaridos”.
Esa es la decadencia del País de las Mujeres: Una Narrativa poderosa que lo vendió al mundo como el reino de las mujeres más bellas -el país de Miss Universos y Miss Mundos que nombran buques y se reúnen con presidentes (o aspiran a serlo), reinas que inauguran las prácticas democráticas, mujeres de Viasa vendiendo el país en afiches y actrices de telenovela que terminan en Hollywood o mediando indirectamente en guerras internacionales -para luego colapsar y tornar esa supremacía estética contra ellas mismas; para transformarlas en prostitutas, en muñecas de un régimen totalitario o en esclavas sexuales y luego incriminarlas injustamente de destructoras de matrimonios y rameras.
La modernidad, el progreso, la riqueza y la democracia -todo lo que la Narrativa representó, hasta hacerse inseparable- se vino abajo. Con ello, la Narrativa se fue por los mismos caminos de decaimiento: se hizo, como el país, triste, empobrecida y cruel. La belleza se tornó en contra de las mujeres.
*Las fotografías y el video fueron facilitados por el autor, Tony Frangie Mawad, al editor de La Gran Aldea.