En la aldea
20 abril 2024

Reparar a Venezuela para evitar una gran crisis regional

¿Cómo revertir este proceso xenófobo de rechazo que estamos viviendo? Pues reparando la institucionalidad y la economía venezolana para que los venezolanos afuera se sientan estimulados a regresar. Solo EEUU y Colombia comprenden el significado de esta migración forzada y han implementado mecanismos para regularizar en sus territorios la avalancha de connacionales. ¿Quiénes son los responsables iniciales de que hayamos tenido que salir de nuestra tierra? Pues nosotros mismos, al no haber construido una estructura de contrapesos institucionales para limitar los excesos presidenciales. Recuperar la democracia perdida a manos de la delincuencia organizada va a requerir más que la organización y la presión interna por sí solas.

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Juan Pablo Olalquiaga | 23 marzo 2021

Tal vez lo más trágico del cambio de vida que hemos sufrido en Venezuela sea lo innecesario de este desde un principio. No de la revolución, porque revolución no ha habido ninguna, sino de la represalia que suponía elegir a un vengador. Hugo Chávez, a la usanza de los conquistadores españoles, nos cambió oro por espejitos: De país estructurado hacia un territorio en miseria, y los venezolanos, ansiosos de castigar, accedimos al intercambio.

Sí, Venezuela tuvo vaivenes económicos, especialmente luego del aumento súbito del precio del petróleo derivado del embargo árabe de 1973 y la posterior caída, que terminó empobreciendo a una importante porción de la población, es cierto. Sin embargo, según cifras del Banco Mundial, nuestro ingreso per cápita era más de tres veces superior al de Colombia y más de cuatro veces superior al de Bolivia, mientras que ahora apenas es la mitad del de Bolivia y la tercera parte del de Colombia. La década de los ochenta puede haber visto un freno a la inmigración hacia Venezuela, pero -a lo interno- el concepto de emigrar en la búsqueda de mejores oportunidades fuera no estaba instalado en la mente de nuestro colectivo.

La Venezuela desde Medina Angarita, fue una de brazos abiertos a la inmigración. Alemanes e italianos corriendo de la Europa de la guerra o la postguerra; judíos huyendo del horror del holocausto; españoles saliendo de la dictadura franquista; chilenos buscando mejores oportunidades o escapando de la destrucción del comunista Salvador Allende, o del dictador Augusto Pinochet; peruanos escapando de los dislates del primer gobierno de Alan García; o argentinos escapando de su período de hiperinflación o del dictador Jorge Videla, por solo señalar algunos. Todos ellos establecían aquí relaciones con sus coterráneos, pero también se iban mezclando rápidamente con la sociedad venezolana. He ahí la historia de una inmigrante croata, quien al llegar a un pueblo del interior venezolano, sin hablar español, recuerda cómo todos los locales se esforzaban por entenderla y atenderla, enamorándola de aquella Venezuela receptiva. Clima tropical, gente de brazos abiertos, país en desarrollo y una moneda dura… ¿hay algo mejor?

Venezuela no sufría de conflictos étnicos o religiosos, tampoco de conflictos sociales comunes en la historia tribal de la humanidad. Odios como los que impiden que Pashtun, Tayikos o Hazara, por mencionar sólo tres de las más de 50 tribus, puedan hacer de Afganistán un país de paz; odios como los que existen entre Chiitas y Suníes en Irak, no sólo impidiendo la conformación de gobiernos de representación nacional, sino también creando grupos terroristas como el denominado “estado islámico”; odios como el de los Tutsi y Hutus, que llevaron al genocidio de Ruanda. Nada ni remotamente cercano existió en Venezuela. 

“El desarrollo económico que trae desarrollo social es lo que disminuye la desigualdad”

Pero, es que situaciones de racismo entre blancos y negros como las que llevaron al surgimiento de grupos asesinos como el Kukuxklán en Estados Unidos, o el apartheid sudafricano, han estado fuera de la cultura venezolana.  Tampoco concepciones extremas como las castas sociales indias, ni castas ligeras, como las diferencias entre estratos sociales que se dan todavía en Chile o Colombia. Esto no quiere decir que en Venezuela no haya habido xenófobos o racistas, que los ha habido y los hay, pero no han estado presentes como parte de la cultura.

De aquí que el conflicto entre ricos y pobres fue principalmente una creación novedosa de políticos populistas quienes insertaron la concepción de la Venezuela rica, deformada por la desigualdad de ingresos. Es decir, los que eran pobres, lo eran porque su porción de justos ingresos estaba en manos de los ricos. Concepto desarrollado por Acción Democrática y Copei y hábilmente utilizado luego por Hugo Chávez. Ni éramos ricos, ni la desigualdad de ingresos respondía a un juego suma cero.

Valores señalados por el Banco Mundial del índice de “Gini” (donde 0 es igualdad absoluta en ingresos y 1 es lo máximo en desigualdad), recogen que Venezuela tenía un valor de casi 0,56 en el año 1985 -dentro de la media latinoamericana-, cuando las cifras oficiales existían y se podían creer.  Comparativamente, Chile, cuyo índice de “Gini” en 1987 estaba cercano a 0,58, peor que el venezolano del momento, ha llegado a mejorar hasta 0,44 en 2017. Siguiendo con la comparación, Alemania desde principios de los noventa siempre ha estado por debajo de 0,32. El desarrollo económico que trae desarrollo social es lo que disminuye la desigualdad. Pero aquella Venezuela de finales de la década de los ochenta venía perdiendo desarrollo económico, no ganándolo. Ese, y no la distribución de ingresos, era el problema.

Migración y xenofobia

El colofón de la Venezuela de Chávez y Maduro, el estado actual, ha sido la destrucción del bolívar, la minimización de la economía y la creación del mayor nivel de pobreza que el país haya vivido en los últimos 80 años, lo cual, prostituyendo los valores de una sociedad, ha obligado a muchos funcionarios públicos a sobrevivir con base en la deleznable práctica de extorsionar a ciudadanos. Esto, a plena luz del día, y bajo la mirada impertérrita de la comunidad internacional. ¿Cuál es la sorpresa, entonces, de que la migración se haya invertido y ahora seamos nosotros los que partimos a otras tierras buscando la prosperidad que otros buscaban antes en Venezuela?

El problema no es la emigración -porque esta siempre existió-, sino las magnitudes que ha tomado, las cuales desbordan los sistemas sociales de los otros países de la región y causan la xenofobia que hoy sufrimos.

La xenofobia se caracteriza por el rechazo al extranjero, al distinto, crea desunión y se expresa desde el desprecio hasta las agresiones y el asesinato.  Una de sus muestras es el racismo. Al que pertenece a otra etnia se le considera como inferior o peligroso. Según Amy Chua, autora de “Political Tribes”, los seres humanos somos tribales, sentimos el poderoso deseo de formar nexos y lazos, por eso creamos clubes, asociaciones, fraternidades, equipos o familias. Casi nadie es un ermitaño. Hasta los monjes crean congregaciones. Sin embargo, el instinto tribal no es sólo el deseo de pertenecer, sino también el de excluir. 

La xenofobia, en nuestra concepción tribal, es la defensa de nuestro espacio, de nuestro entorno y de los nuestros. Y si el otro es exitoso en nuestro espacio, esta crece porque se mezcla con la envidia. Hay innumerables ejemplos de xenofobia. En la antigua Roma, Julia Domna, esposa del emperador Septimio Severo, pese a ostentar el título de “Mater Castrorum”, madre de los campamentos militares, por su influencia política, social y filosófica, era descalificada en la sociedad patricia romana por haber nacido en Emesa, parte de lo que hoy es Siria. También destaca la expulsión de los judíos, ordenada por los reyes católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y practicada despiadadamente por el clérigo fray Tomás de Torquemada, en el siglo XV;  así como el genocidio de los Uigures, hoy día en curso por el autoritario régimen de China continental.

“De no reparar a Venezuela, los emigrantes no serán 5 millones, sino 10 o 15 millones”

La xenofobia ha sido un concepto que hemos aprendido a golpes. En Chile, donde se nos denomina peyorativamente como “venecos” y “venezorranas”, pasando por desprecios en Ecuador o Argentina, llegando al límite del Perú, donde recientemente Daniel Salaverry, candidato a la presidencia por el partido “Somos Perú”, tildó a los venezolanos de gente enferma y sin arreglo, que hay que mandarlos de regreso a su país. Tal vez el ejemplo reciente más desgarrador es el de las expulsiones de niños venezolanos que terminaron muertos en mar abierto, las cuales fueron ordenadas por el gobierno de Trinidad y Tobago.

Una excepción a esta marea xenofóbica ha sido la concesión por parte del gobierno de Estados Unidos del Estatus de Protección Temporal, TPS (por sus siglas en inglés), a los venezolanos en ese país. El mismo Estados Unidos que goza de tanto descrédito en la cultura popular de tantos latinoamericanos. Asimismo, debemos agradecer a los colombianos, tanto a su sociedad como a su gobierno, por la reciprocidad al albergar a tantos venezolanos en esta, nuestra hora más negra. También hay que reconocer a aquellas instituciones, empresas y hogares que en distintos países han ofrecido oportunidades y solidaridad a los venezolanos que han huido.

Sin embargo, y pese a la tragedia de haber perdido cerca de un sexto de nuestra población, entre los que se encuentran muchas personas preparadas, talentosas y experimentadas, lo cual constituye la pérdida de una parte de la élite profesional, instrumental en la construcción y el crecimiento de toda nación, esta xenofobia no es sino la respuesta previsible de los otros cuando se sienten invadidos por nosotros.

Cómo revertir la xenofobia

¿Cómo revertir este proceso xenófobo de rechazo que estamos viviendo?  Pues reparando la institucionalidad y la economía venezolana para que nuestros connacionales se sientan estimulados a regresar. De no reparar a Venezuela, los emigrantes no serán 5 millones, sino 10 o 15 millones y el rechazo, el desprecio y el asesinato de venezolanos en otras tierras probablemente crecerá exponencialmente. Esto llevaría a que el caso venezolano se convierta en el gran problema regional, o continental. De manera que sería aconsejable para los países de la región desmarcarse del prejuicio del “statu quo”, que lleva a creer que todo seguirá como está, y deslastrarse del mito de que el problema venezolano lo deben resolver los venezolanos por su propia cuenta, y, mirando por el parabrisas -no por el retrovisor-, comprender que este puede pasar a unas magnitudes en las cuales los países de la región se verán obligados a involucrarse directamente, no sólo con palabras, “lip service” lo llaman los americanos, como ha sido hasta ahora. 

¿Y quiénes son los responsables iniciales de que hayamos tenido que salir de nuestra tierra? Pues nosotros mismos, al haber cambiado oro por espejos. Nuevamente nosotros, al no haber construido una estructura de contrapesos institucionales para limitar los excesos presidenciales. Finalmente nosotros, al no poder organizarnos como sociedad civil, de la cual los partidos políticos no son sino la expresión electoral, para crear consensos sobre una estrategia para recuperar la democracia perdida a manos de la delincuencia organizada. A pesar de esto, y como lo analiza un politólogo amigo, el bajo costo de la represión (a los ciudadanos) y el alto costo de salida (para el régimen) hacen muy difícil el recuperar la institucionalidad y los contrapesos sobre la base de presión interna por sí sola; y las sanciones, de tan solo algunos países, por importantes que sean, son una solución no solo de cámara lenta, sino con efectos cuya acumulación en el tiempo es de rendimientos decrecientes.

@jpolalquiaga

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