La pandemia todo lo transforma. ¿Sería muy especulativo pensar que los nefastos efectos sobre el sur, sobre todo pobre, descompone fuertemente la política, casi siempre ya bastante descompuesta?
Sabemos que el destino del tercer mundo no va a ser el que en algún momento se esperó, que iba a compartir con el universo de los ricos una estrategia común en el enfrentamiento del virus. Ese sueño de humanitarismo, formulado en un momento por la Organización Mundial de la Salud (OMS), implicaba que los ricos iban a vacunar a los más vulnerables, para que luego se hiciese algo semejante en los países pobres; y por último iniciar la búsqueda de la tal inmunidad de rebaño en cada país, vacunando a los más jóvenes. No fue así, el nacionalismo se impuso y el sur fue dejado para cuando se arreglase completa la propia casa. Supuestamente en aquella propuesta universalista privaban razones sanitarias -la sólida sanación vendría del todos- y económicas dado que estamos mercantilmente globalizados. Y claro, un decidido ejercicio de solidaridad y equidad. Esto último queda como tantas veces en tantos siglos, milenios, convertido en letra muerta. Punto.
No vamos a tocar aquí los efectos económicos, seguramente devastadores, que dejará la Covid-19 después que pase su demoledor tránsito por las tierras pobres del sur del planeta y deteriore aún más sus condiciones de vida. Agreguemos que, por supuesto, van a ser desiguales, porque los países lo son y lo serán sus respuestas posibles. Como corolario anotemos una obviedad, los de la Venezuela ya demolida por la dictadura serán de los más siniestros.
Lo que sí quisiéramos enfatizar es que es más que probable que esa plaga que enferma, mata y destruye seguramente ya ha tenido y seguirá teniendo efectos sobre la política y la moral pública de estos pueblos. Sobre su alma, su psiquis, sus sentimientos primordiales. Yo me atrevería a señalar uno, el aumento de la muy nefasta antipolítica.
Es lógico suponer que además de todas las culpas que la promueven, el inconsciente popular culpe a los políticos, a quienes conducen la tribu, de los males de la enfermedad de tantos. A veces con razones muy objetivas, por la mala gerencia de la pandemia. Valga, como ejemplo mayor, la locura de Jair Bolsonaro y su casi demoníaco empeño de desafiar el virus sin contar los cadáveres y los lamentos de los contagiados brasileños. O la irresponsabilidad de la tiranía venezolana que, a base de mentiras, ignorancia y la más mezquina politización comienza a llevar el país por sendas aterradoras.
Y más generalmente cómo no van a tener responsabilidades, viejas cuentas, los piaches que han construido este mundo en que nadie nos protege como es debido, para empezar sanitariamente. El inconsciente discrimina poco sus angustias y sus iras.
Pero quizás sean recientes los ejemplos de casos los comicios en Perú y Ecuador. El hecho de que en Perú prácticamente los muchos aspirantes tenían mínima aceptación, y donde el axioma electoral pareciese ser “no queremos que gane ninguno”, pero al fin y al cabo alguno va a ganar. Y ganó en primera vuelta un maestro de escuela primaria, con sombrero y a caballo, prácticamente desconocido en las ciudades y que mezcla gritos de guerra izquierdistas, algo arcaicos, con una moralidad ultraconservadora. Y su competidora será Keiko Fujimori, acusada de alta corrupción, y una de sus primeras consignas es liberar a su padre que cometió inmensas fechorías en su mandato. ¿No es esto curioso aun en este Continente que ha vivido tantos años de soledad?
Este punto de la corrupción, tan venezolana y por ende tan conocida, adquiere nuevas figuras. Pudiese decirse que la corrupción es una forma peculiar de la antipolítica, en la medida que transforma el ágora en desbandada. Lo anómalo de Perú, verbigracia, es que se pase de las altas investiduras institucionales a la cárcel con una rara, inédita, tenacidad: La continua sucesión de presidentes corruptos y judicializados, y que Martín Vizcarra y otros funcionarios maulas se hayan convertido en diputados. O que Rafael Correa, acusado, haya querido ser vicepresidente ecuatoriano. O Cristina Kirchner, desde el poder está dedicada a tratar de borrar sus estrambóticos delitos de ayer. O el más complejo caso de Lula da Silva, entre el calabozo y la candidatura presidencial. Al fin y al cabo, hasta la corrupción pudiese ser un pecado venial ante tanta destrucción colectiva, tanta pena.
Tan solo algunas pinceladas que a lo mejor indican que la pandemia, y su sombra de muerte, pueden contaminar con nuevas cepas a la moral pública y la función regia de la política de mediar entre los hombres y hacer cada vez más desamparado nuestro espacio público, en cuarentena, ausente de ciudadanos. No es menor la necesidad de recobrar la vecindad para reconstruir.