En la aldea
12 febrero 2025

Como ya viene Carabobo…

Sea ahora oportunidad de mirar las cosas desde una perspectiva diferente. No solo como asunto de quitarle al pasado el uniforme acostumbrado con las doradas charreteras, sino, especialmente, detenerse en el punto crucial de la influencia y la permanencia del militarismo desde los inicios de la fundación de la República hasta la actualidad. Tal vez cuando tengamos conciencia cabal sobre quien fue de veras el fundador de la parentela y la cabeza del domicilio, podamos mirar con ojos apacibles la carga de militarismo que ha marcado los tiempos venezolanos. Si para eso pudiera servir la conmemoración de Carabobo, nos haría gran servicio el héroe que brilló en su campo.

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Elías Pino Iturrieta | 06 junio 2021

El análisis que hará el oficialismo en el bicentenario de la Batalla de Carabobo es previsible. Se detendrá en la apología de la campaña militar y aprovechará la ocasión para multiplicar las estatuas del General-Libertador, seguidas por las del Comandante Eterno. Es probable que veamos la renovación de la historiografía de tema castrense, partiendo de estudios tan densos y ubicuos como los de Vicente Lecuna, escudero y lugarteniente de don Simón desde las trincheras de la academia tradicional, pero ahora desde la perspectiva de la revolución roja-rojita.

Ahora se hablará, en consecuencia, de la parte popular de las huestes armadas, de cómo un pueblo que estrenaba lanzas derrotó a una potencia imperial para que comenzara una historia que no encontró desenlace en su tiempo, ni en las épocas inmediatamente posteriores, sino en nuestros días, de la mano del teniente coronel Hugo Chávez convertido en heredero de un proceso pendiente, de una épica que se detuvo hasta que su voluntad convocada por la decepción de las generaciones anteriores, especialmente de las más frustradas por los tumbos de los procesos, tuvo el tino de encauzarla después de encontrar una luz capaz de retomar el hilo de la historia para que, por fin, llegara a su meta.

Una tontería sin sustento, una pretensión sin plataforma, desde luego, que se contentará con repetir la interpretación de la Independencia que se viene haciendo desde el siglo XIX, desde las hipérboles grecorromanas de la Venezuela heroica de Eduardo Blanco, pero ahora desde la perspectiva del materialismo dialéctico. Sin nombrar mucho a Marx, sino apenas de pasada porque está descontinuado, se volverá a las páginas comunistas de un Carlos Irazábal y a las propuestas de justicia social que Federico Brito Figueroa encontraba en los papeles de Gual y España, por ejemplo, para desembocar en las proclamas de las actuales fuerzas armadas en cuyos documentos se asegura que la patria sigue porque Chávez vive.

Pero no sé qué se trama desde el lado opuesto, es decir, desde la cancha de la historiografía profesional a la cual debemos la interpretación más sensata que se ha hecho de las guerras de Independencia en los últimos treinta años, antes del advenimiento de la aplastante y cargosa y fastidiosa y acartonada versión chavista-leninista. Tal vez poco, en apariencia, debido a que no tiene la manera de divulgar sus aportes como en el pasado reciente, con imprentas a mano e instituciones dispuestas a divulgar sus análisis, o porque a sus planes les ha faltado difusión. Sé que autores como Fernando Falcón, hartos o distanciados de Lecuna, pero también de los cornetas y los edecanes del oficialismo de la actualidad, no han parado de trabajar sobre el papel de los ejércitos en la etapa de las guerras contra la Corona, pero no tengo noticias de cómo preparan sus pólvoras ante los lugares comunes que no tardarán en avasallarnos.

De allí que sea ahora oportunidad de mirar las cosas desde una perspectiva diversa. No solo como asunto de quitarle al pasado el uniforme acostumbrado, las doradas charreteras habituales, sino, especialmente, de detenerse en el punto crucial de la influencia y la permanencia del militarismo desde los inicios de la fundación de la República hasta la actualidad, pare ver cómo sacudimos las versiones que de él nos hemos formado. Hemos desfilado de dos maneras frente al fenómeno de la presencia de los generales y los comandantes y sus huestes a través del tiempo: con vítores o con asco, con aclamaciones o con denuestos. Las dos posturas carecen de sentido, en la medida en que apenas nos conducen a tomar partido sin la posibilidad de aproximarnos a una comprensión de lo que el militarismo ha significado en la vida de la República, es decir, en nuestra sensibilidad como parte de un colectivo que lo ha cobijado sin solución de continuidad. Frente al militarismo también hemos habitado una estéril casilla, que también se nos ha vuelto bicentenaria.

¿Cómo librarnos de sus amarras? No es empresa fácil, pero quizá, para comenzar, verificando la identidad del llamado Padre de la Patria. Nos hemos empeñado en verlo distinto a como fue de veras. Por eso en sus estatuas más socorridas, que tomamos de la que corona su mausoleo en el Panteón Nacional, lo pusimos con un pergamino en la mano, añadido gracias al cual se abre la puerta para que lo apreciemos como pensador y como héroe civil y como redactor de periódicos y constituciones y como convocante de congresos y como deseoso de alejarse del poder, es decir, para maquillar lo que en realidad fue y para disimular lo principal que hizo durante su trayectoria: Pelear en el campo de batalla, bañarnos en sangre partiendo de la única educación formal que tuvo, en una Academia Militar, y de la única vocación a la cual fue leal sin vacilación, la vocación de las armas.

Tal vez cuando tengamos conciencia cabal sobre quien fue de veras el fundador de la parentela y la cabeza del domicilio, podamos mirar con ojos apacibles la carga de militarismo que ha marcado los tiempos venezolanos. Si para eso pudiera servir la conmemoración de Carabobo, nos haría gran servicio el héroe que brilló en su campo. Nos pondría ante una nueva y necesaria emancipación, que dependa de los llamados de la actualidad.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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