El diálogo político planteado con el chavismo y la intermediación de Noruega solo ofrecerá algún resultado si las facciones opositoras logran identificar un horizonte mínimo compartido, con una panorámica pensada para los próximos tres años e independientemente de las diferencias tácticas, políticas y personales que imperan en la actualidad.
Si la plataforma de partidos que sostiene a Juan Guaidó lograra un acuerdo básico con la corriente que ha acompañado a Henrique Capriles en el tiempo reciente, y es posible hacerle al chavismo una propuesta integrada, flexible, razonable, en la cual se puedan encadenar acuerdos regionales con una consulta nacional en el mediano plazo con la comunidad internacional como garante, el esfuerzo quizás podrá haber valido la pena.
Si la actual tentativa de Capriles está orientada únicamente a sustituir al equipo dirigente actual de la Oposición para oponerle otro a la comunidad internacional, bajo el supuesto de que “se les pasó su tiempo”, y “deben rendir cuentas”, porque “no cumplieron”, -parte esta de una fraseología prefabricada, deliberadamente descontextualizada, diseñada para confundir a incautos a punta de simplificaciones- todo el diagrama del diálogo ofrecerá un resultado igual de patético que el de República Dominicana cuatro años atrás.
Nicolás Maduro ha ofrecido oxígeno a Capriles en un marco general de concesiones buscando ganar tiempo, recuperar posiciones, descomprimir la presión y atomizar aún más a sus enemigos. Es cierto que no tiene comprometido su poder, pero hay una genuina mortificación con el alcance e impacto de las sanciones. Capriles debe comprenderlo y obrar en contrario.
Los reparos que le formula Capriles a la denominada Presidencia interina a partir de 2019 tienen que ser escuchados con atención, como otros que expresan una natural inconformidad ante este nuevo ciclo de expectativas no cumplidas. Sobre ese parámetro, con ánimos de rectificación, se puede y se debe avanzar. Si las cosas no han salido, evidentemente hay algo que no se está haciendo bien y toda discusión será necesaria.
La contabilización de errores y la solicitud en torno a la “rendición de cuentas” sobre ciertas decisiones tomadas, sin embargo, demandan un ejercicio dialéctico que debería ser asumido con más de humildad y de forma un poco menos deportiva por los sectores impugnadores.
Puede que sea cierto que Juan Guaidó se empeñó en ofrecer una sensación de inminencia sobre la transición que no estaba fundamentada, que titubeó de más al desligarse de la Operación Gedeón, y que su discurso ha ido perdiendo capacidad de convocatoria, como su liderazgo tracción, en la misma medida en que las palabras no acompañan a los hechos.
El necesario balance crítico en torno a la gestión opositora presenta como envés, también, unos haberes cardinales que será importante preservar, sobre los cuales estamos operando hoy políticamente, que no deberían ser apreciados como un estorbo si de verdad se aspira a tener una conducta liberada de la mezquindad: el concurso actual de la comunidad internacional con el respaldo diplomático y toda la ayuda social al respaldo; el puesto y la vocería en la Organización de los Estados Americanos (OEA), y de manera más amplia, el triunfo de la narrativa opositora en espacios estratégicos de la política mundial, como las Naciones Unidas.
Si algo han hecho las corrientes democráticas de forma coherente desde 2014 ha sido denunciar la existencia de una crisis humanitaria en el país. Eso es bueno y es importante reconocerlo. Estas denuncias han sido asumidas con incomodidad, minimizadas y relativizadas todo lo posible por sectores de colaboracionismo venezolano e internacional.
Porque, finalmente, los errores y las inconsistencias forman parte del folklor político de las fuerzas democráticas desde 1999. Vamos a resumir la historia: ¿Dónde estaba Capriles en 2017, luego de la Constituyente y los dilemas electorales de aquel año?, ¿dónde en 2018, año en el cual tantos lo estuvieron esperando, luego de las elecciones que forjó Nicolás Maduro para regalarse seis años más en el poder?, ¿dónde estaba Capriles cuando Henri Falcón decidió desconocer el resultado electoral fraudulento de aquella consulta presidencial?, ¿dónde cuando Falcón decidió dejar las denuncias así para denunciar “el abstencionismo” y llamarnos de nuevo a votar?
Luego de ser la expresión política del ya poderoso descontento popular que se cocinaba en 2012, el liderazgo nacional de Henrique Capriles Radonski, que llegó a ser portador de un enorme consenso social, comenzó a debilitarse junto a la extinta MUD, en la misma medida en que al país le fue quedando claro que las citas electorales difícilmente iban a apalancar cambios significativos dentro del sufrimiento colectivo que entonces despuntaba a partir del naufragio cambiario de 2013. El último suspiro de aquel agónico esfuerzo de años fue la elección legislativa de 2015. Esa es la razón de la internacionalización del conflicto venezolano.
Al mismo tiempo, a partir de ese momento Capriles comienza a evidenciar una serie de desprendimientos y a ser visto como una figura aislada, ocasional, desprovista de aliados, sin partidos ni entorno en el cual apoyarse y sin una interpretación convincente de la nueva realidad. El país había cambiado muchísimo en 2014. La crisis venezolana se rebeló como una dolencia de Estado de carácter histórico y parte de la Oposición seguía haciendo interpretaciones electorales convencionales.
Los errores inventariados no pretenden negar sus virtudes: Capriles es un dirigente honesto, genuinamente interesado en el cambio democrático, corajudo y con enorme capacidad para la movilización, que ha acumulado millas de experiencia recorriendo el país, dotado de sensibilidad social y con mucha capacidad para interactuar con las masas. Ha tenido momentos sobresalientes como líder popular. Conserva capital político y tiene entrada en todos los sectores sociales.
Si Capriles quiere remontar este momento político personal para hacer historia en Venezuela, debe formar parte del diseño de una estrategia que lo ponga a acordar con sus enemigos internos en función del interés nacional y lo transforme en el director de orquesta de las facciones opositoras, o en uno de ellos. La tesis gradualista que defienden quienes le acompañan no debería encontrar criterios opuestos a los que se sostienen en el G4, ahora que parte de sus fuerzas encaran un proceso de revisión.
Si solo quiere sustituir el equipo dirigente actual para gestar por su cuenta uno de estos intrascendentes pactos de “realismo político” que no tienen contenido, el resultado será el mismo de siempre: Ninguno.