El año 1953 estuvo cargado de eventos significativos para Venezuela. En abril de ese año Marcos Pérez Jiménez se había erigido como dictador, luego de desconocer los resultados de la elección de diciembre de 1952 y promover una nueva constitución que puso en sus manos el poder absoluto y le cambió el nombre al país de Estados Unidos de Venezuela a República de Venezuela.
La Seguridad Nacional, al mando de Pedro Estrada desde 1951, intensificó la persecución política a la oposición del nuevo régimen, en particular a militantes de los partidos Acción Democrática y URD. Algunos perseguidos salieron al exilio. Varios fueron detenidos y confinados en centros de torturas como el de la isla Guasina, en Delta Amacuro. Otros fueron asesinados, como Wilfrido Omaña y Antonio Pinto Salinas.
En medio de este terror, como suele suceder y aunque la resistencia a la tiranía continúe su proceso de organización y acción de manera subterránea, la vida continua en la superficie y las sociedades acomodan el ritmo.
Así, 1953 vio nacer obras que elevarían al país un escalón más en su ascenso a la modernidad, como el Aula Magna de la Ciudad Universitaria, la Autopista Caracas-La Guaira, el Hotel Intercontinental Tamanaco en Las Mercedes, y el Hotel del Lago en Maracaibo. Además, ese año los venezolanos comenzaron a vivir experiencias de singular significancia, como por ejemplo ver televisión. El mismísimo primero de enero inició las transmisiones en Caracas el primer canal del país, la Televisora Nacional (TVN, canal 5); seguido en junio por el primer canal privado, Televisa -no, no tienen ninguna relación con el canal mejicano-; y en noviembre por Radio Caracas Televisión, nuestra querida y recordada RCTV.
En febrero de ese mismo año terminó la primera temporada de béisbol profesional celebrada en el nuevo Estadio Universitario, con el Caracas llevándose los honores en su debut como “Leones”. Al culminar el torneo, la estrella Alfonso “Chico” Carrasquel guardó el uniforme de los felinos y se fue al norte a continuar su exitosa carrera en las Mayores. Ese año se le uniría Pompeyo Davalillo, en un meteórico aunque breve ascenso a la Gran Carpa.
Meses después, en septiembre de 1953, regresó al país un añorado evento internacional: La XIV Serie Mundial Amateur de Béisbol. El torneo volvía a tierras venezolanas luego de ocho años, cuando en 1945 la selección criolla conquistó la corona en el Estadio Cerveza Caracas de San Agustín.
La organización del evento se realizó con rigurosa precisión. La selección nacional de jugadores amateur fue armada por el cuerpo técnico designado para dirigir el equipo durante la Serie, liderado por José Antonio Casanova en el rol de mánager. Las cosas definitivamente empezaban bien. Casanova venía de quedar campeón al frente de la selección de Distrito Federal en el campeonato nacional amateur “Doble A” que se realizó ese mismo año 1953 en Barquisimeto, por no mencionar las credenciales que le otorgaba su exitosa carrera como dirigente en el béisbol profesional. Para decidir los nombres que integrarían el equipo se tomó como base el torneo celebrado en la ciudad crepuscular. De ahí se hizo una primera selección de 94 jugadores que luego se redujo a 44. Estos últimos pasaron a pelear en el Estadio de Catia La Mar el derecho a representar al país en el Mundial en Caracas. Los muchachos fueron divididos en dos grupos de 22 jugadores cada uno y empezaron una serie de juegos entre ellos. El equipo “A” era dirigido por José Antonio Casanova y el equipo “B” por Manuel “Chivo” Capote. Durante varios días los aspirantes tuvieron la oportunidad de demostrar que eran material mundialista.
La selección se armó con importantes figuras de experiencia como el jardineroDarío Rubinstein y los lanzadoresAndrés Quintero y Blas Rodríguez. Este último había inaugurado el coso de Los Chaguaramos dos años antes, propinando un no hit no run a su contraparte colombiana en el marco de los III Juegos Bolivarianos. Como titular en la receptoría estaría Dionisio Acosta, quien luego tendría una carrera profesional de trece años vistiendo los uniformes del Magallanes, Caracas, Oriente, Pampero y La Guaira, además de jugar en las menores en el sistema de las Grandes Ligas con la sucursal de los Orioles de Baltimore.
Para el puesto de short stop la figura principal era el marabino de veintiún años Román Vílchez. Sin embargo, otros cuatro jugadores fueron convocados al proceso de selección para disputar la posición. Entre ellos estaba otro nativo de Maracaibo, un muchacho de diecinueve años que había pasado por una lista larga de equipos amateur desde los catorce años, pero que no había participado en el Nacional Doble A, y por lo tanto su incorporación a los entrenamientos se hizo de manera excepcional. Su nombre: Luis. Su apellido: Aparicio. Pero no “El Grande”, que para esa época ya era, pues, grande. Del que hablamos era Junior, Aparicio Montiel, que años más tarde sería no solo grande, sino inmortal en el Salón de la Fama de Cooperstown, donde ningún otro venezolano ha logrado llegar hasta el presente -aunque en los próximos años es posible que dos figuras se le unan: Omar Vizquel y Miguel Cabrera.
El puesto en las paradas cortas se le asignó a Vílchez. No obstante, a Luisito no podían dejarlo por fuera. El muchacho derrochaba destreza y Casanova quería su agilidad y su velocidad en el outfield para que, junto al jardinero centralPrimitivo Colina, decapitaran decenas de batazos que no llegarían a tocar la grama del Universitario. Así que al marabino se le asignó el jardín izquierdo, aunque en algunos juegos lo alinearon en tercera, y en uno muy particular en el campocorto. La noticia de integrar la selección lo debe haber alegrado muchísimo. Cuenta la leyenda que para venir a Caracas el muchacho aprovechó una “cola” en una camioneta del Diario Panorama.
Sin embargo, la inclusión de Aparicio Jr. le valió fuertes críticas al mánager José Antonio Casanova. ¿Quién era ese muchacho sin los galones suficientes para estar ahí? Las sospechas se hacían aún más fuertes ante el hecho de que el coach de la selección era nada más y nada menos que el papá del muchacho, Luis Aparicio “El Grande”, quien para el momento era ya una estrella de la pelota local próximo a retirarse, y que hoy en día pertenece al Salón de la Fama venezolano. Pero Luisito tenía clase, brillo propio, y eso era algo que estaba a la vista. Su actuación en el torneo terminó demostrando que la decisión de Casanova era correcta.
El 12 de septiembre de 1953 el Universitario se vistió una vez más de gala en su para entonces corta vida. Las tribunas y las gradas se llenaron de fanáticos para la ceremonia inaugural. Las selecciones de Antillas Neerlandesas; Colombia; Cuba; El Salvador; Guatemala; México; Nicaragua; Panamá; Puerto Rico; República Dominicana, y Venezuela, desfilaron por la grama del Estadio y se formaron una al lado de la otra para escuchar los once himnos nacionales interpretados por la Banda del Colegio San Ignacio. Cuando tocó el turno de Puerto Rico, la banda interpretó “The Star-Spangled Banner”, himno de los Estados Unidos de América. La madrina del equipo se apartó de la formación y no regresó a su puesto hasta que la melodía había finalizado. Los jugadores boricuas protestaron, ellos querían que se tocara “La Borinqueña”. Las heridas que causaban el dominio norteamericano sobre la “Isla Bonita” desde que esta pasara del dominio español al del gigante del norte con la guerra hispano-estadounidense de 1898, estaban vivas en una sociedad que reclamaba preservar los símbolos que la identificaban, tales como la bandera y el himno.
Marcos Pérez Jiménez, vistiendo su traje militar, caminó hacia la lomita para hacer el lanzamiento inicial. Dos años antes lo había hecho Germán Suárez Flamerich, en la inauguración de los III Juegos Bolivarianos de 1951, con Pérez Jiménez a su lado. Ahora le tocaba al militar. Para el momento Suárez Flamerich estaba en Italia, lejos del país y del poder que ostentó, que en realidad nunca fue tan “pudiente”. Sin embargo, imagino a Suárez, fanático de la práctica de la equitación, balanceándose con gracia para hacer aquel lanzamiento inaugural en los Bolivarianos de 1951, y no puedo evitar pensar en cuán diferente debió haber sido la escena que presenciaron los espectadores aquel 12 de septiembre de 1953. En todo caso, no importa a dónde fue a parar aquel lanzamiento; seguro todos los que rodeaban al dictador cantaron un claro y firme strike.
La ceremonia terminó y se dio la voz de play ball. El juego inaugural lo protagonizaron las selecciones de El Salvador y Guatemala. Los primeros se llevaron la victoria 4 por 3. Pero los favoritos del torneo eran Cuba y Venezuela. Los de la Isla siempre lo eran. Hasta esa fecha los cubanos habían conquistado seis de los trece mundiales celebrados. Por su parte, los criollos habían preparado una selección bastante sólida y jugarían en calidad de local.
Sin embargo, el camino no sería sencillo para nadie. El formato del torneo consistía en un todos contra todos a una sola ronda, de la que el conjunto con el mayor número de victorias se titularía campeón de manera directa. Un resbalón podría resultar mortal y siempre había que tomar en cuenta a selecciones difíciles como la de República Dominicana, Nicaragua, Panamá y Puerto Rico, además de las siempre incómodas México y Colombia.
Vamos a hacer una pausa. Seguiremos con lo ocurrido en el mundial en la próxima entrega. Mientras tanto, por favor hablen bajito, no hagan bulla, que en Cúa, estado Miranda, y en Puerto Píritu, estado Anzoátegui, los recién nacidos y futuros grandes ligas venezolanos, Baudilio Díaz y Antonio Armas, están dormiditos.