Yo creo que Venezuela está muy mal, mucho peor de lo que puede parecer en la tonelada de informes, reportajes, análisis, hilos de tuits, etc.
Y el vecindario latinoamericano de punta a punta está en problemas, serios. El cambio de milenio y este siglo, caray, nos han caído bastante mal. Para completar, nos llegó una pandemia planetaria.
Esto que algunos llaman la “primavera del subcontinente” (frase idiotamente cursi) ha puesto de relieve lo peor de nosotros: La ira; la facilidad para el insulto y la violencia; la debilidad de nuestras instituciones democráticas; la falta de creatividad; la ciudadanía transformada en montonera. Se dice que los políticos no están a la altura de las circunstancias. Manida frase. Quizás. Pero queda también claro que tampoco lo están la ciudadanía; las organizaciones de la sociedad civil; las iglesias; los intelectuales; los gremios; las organizaciones empresariales; los sindicatos; los medios; los comunicadores, y un largo etcétera. Todo indica que ellas, las circunstancias, aplicaron táctica de arrase, de caída y mesa limpia.
Ah, hay algunos que se sienten “triunfadores” pero para ellos una sana advertencia: Llegará, implacable, el momento de crujir de dientes. Esto es, de hacer las cuentas del costo de la destrucción física, de lo que ha quedado roto, del inmenso gasto que supondrá la reparación, factura que pagarán los países y sus ciudadanos con deterioro de las ya tan magras cuentas para, finalmente, entender que es un disparate destruir lo que produce bienestar poniendo como baladí excusa que se quiere más bienestar.
Ah, y resulta que doña Europa no anda mejor. Confundida, extraviada en desgastantes e interminables discusiones, aparentemente sin capacidad para entender su nueva realidad y menos para crearla. Lo menos que se puede decir de Europa es que, considerando la edad, no tiene justificación alguna para tanto desconcierto, extravío, improvisación y puerilidad.
Yo, en este rincón de Venezuela, triste por mi país y ya acostumbrada a esta tristeza de muchos años, veo una población reducida a pobre muchedumbre; una élite de pensadores, intelectuales y académicos montados en una protectora y cómoda flotante tierra del verde jengibre (cual casta con delirios de grandeza hablando desde las alturas); unos liderazgos políticos exhaustos, con las espaldas desgarradas por latigazos, y esclavos del qué dirán; unos empresarios medio quebrados y ya sin un ápice de creatividad que solo piensan en cómo sobrevivir; unos trabajadores convertidos en esclavos de la miseria.
Un Estado destruido, con obesidad mórbida, con instituciones hechas puré, una sociedad medio muerta que arrastra los pies. Una élite religiosa que llama a rezar y a fervorosamente refugiarse en la fe. Unos militares pasados de kilos que se comportan como milicos con privilegios en casas de prostitución. Esto, entendamos, no es un país; es la coincidencia geográfica de un gentío.
Sí, coincidencia, es decir, encuentro por casualidad. Un lugar donde no se trabaja bien, no se estudia bien, no se come bien, no se construye bien; un país del que se han ido millones (y se irán más), y millones quedan como poltergeist, como walking dead que deambulan. Un lugar donde la vida no vale nada, crecientemente prostituido, alcoholizado y narcotizado, hambreado, de familias rotas. Sucio, con los campos secos, las fábricas apagadas, las alpargatas descosidas, los comercios cerrados, las calles y carreteras ahuecadas, en manos de delincuentes y mal vivientes. Y unas supuestas élites encerradas en sus inventados castillos de cristal con vidrios empañados.
A este país unos cuantos intelectuales y escribidores de oficio le hablan con enjundiosos textos con abundancia de “citas citables” que, por cierto, a Casilda y a Chuíto ni le rozan, ni le mojan ni le empapan, porque Casilda y Chuíto presienten que para esos que escriben con palabras rebuscadas que hacen lucir como minimalista el lenguaje churrigueresco, para esos Casilda y Chuíto son, con suerte, apenas números, apenas estadísticas, apenas personajes de relatos para nutrir ensayos; apenas tesis de posgrados y doctorados y “papers” a ser repartidos en bibliotecas virtuales donde Casilda y Chuíto no están ni quieren estar.
A este país algunos políticos le obsequian almibarados discursos rellenos de palabras huecas, esa retórica edulcorada que llevan años repitiendo como loros amaestrados con la que pretenden vender sus cuentos de camino.
A este país, adolorido y vejado, unos pastores le piden rezar mientras los militares ya sin empacho le roban en alcabalas. A este país los periodistas le mandan tuits (en la competencia infinita por los “likes”) con noticias sin corroboración y le escriben textos con un dedo de profundidad, mientras la TV venezolana (la caja que pasó de boba a idiota) le regala concursos de belleza decadentes con trajes de polyester. En esa caja idiota hay novelas baratonas y programas de opinión política en horario “prime time” que más parecen “realities” con peste a palangrismo.
A este país el régimen, sin empacho, le roba a la entrada y/o la salida del más elemental o complejo trámite; los jueces fabrican cualquier sentencia. Huérfanos de ilusiones y asfixiados por una realidad que no admite maquillajes, solo nos quedan los deportistas (nuestros únicos héroes) que desde afuera nos inyectan algo que se parece a mínima felicidad.
Yo creo en la democracia. Es la única manera posible y probable de desenterrarnos de esta tumba en la que estamos. Y claro, creo en elecciones. Pero no elecciones en manos de personajes que lo de menos es saber que formaron parte de la creación de este desastre, lo demás es saberlos mediocres sin remedio que por supuesto no pueden ofrecer sino remedios mediocres. Lo demás es verlos convirtiendo al voto en un mito y quitándole su condición de herramienta palpable, contabilizable y de allí poderosa.
Los buenos políticos, que los tenemos, están siendo pisoteados por estos mediocres oportunistas y además por “los asesores”. Y entonces me acuerdo de José Ignacio Cabrujas: “Ah, la ética, esa cosa que algunos creen hecha de plastilina”.
Todos los días me pregunto ¿qué hacemos? De responder esa pregunta se trata. Porque yo sé, y usted paisano en el lugar del planeta que esté sabe, que no nos vamos a rendir, que la palabra derrota no está en nuestro vocabulario. Porque si nos rendimos estamos escribiendo nuestra sentencia de muerte. Usted y yo sabemos que los buenos no nos escondemos, que somos lo que siempre hemos sido y siempre seremos, venezolanos, buenos venezolanos. Aunque nos toque quizás hacer como los cipreses, morir de pie.
No sé cuánto más tiempo de vida me quede. Si algo nos ha enseñado la pandemia maldita con la que lidiamos es a entender que los súper humanos no existen. Decía un amigo de mi infancia que hay que estar siempre listo para morir, para poder estar listo para vivir.
Nada es suficientemente fuerte como para aguantar cualquier langanazo. Alex Saab se creyó dios intocable, y ahí está, trajeado de naranja, con aspecto lastimoso y muy jorobado; precisamente porque creyó que era intocable. Yo y millones como yo estamos quebrados gracias a tipejos como ese, pero él hoy está mucho más jorobado que yo, haciendo sus necesidades en una poceta sin tapa. Entonces, el individuo ese, ¿triunfó? Repito, yo estoy quebrada, pero Alex Saab, me perdonan el francés, está jodido. Entonces, él no ganó. Y ese es otro cantar.
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