Como si hubiera sido una premonición, justo antes de que Hugo Chávez llegara a Miraflores, presencié esta escena en las cercanías de la urbanización La Florida, por donde solía pasar para ir a la Librería Suma.
En medio de una tranca descomunal, de aquellas que se formaban cuando en Venezuela vivíamos todos, teníamos mucha gasolina y poco miedo, quedé atascada justo en una avenida en la que el conductor de una enorme y lujosa camioneta alemana importada -que para entonces no era tan común en Caracas- esperaba que se desocupara un puesto en la acera al pie de la entrada de una funeraria muy concurrida en la zona.
El conductor de la camioneta espera pacientemente a que quien ocupa la calzada finalmente arranque y deje el espacio a su disposición.
Pero la señora mayor que conduce el auto que ocupa el puesto va a su aire. Y su aire es pausado, calmo, despreocupado. Es más: la señora del Chevy Nova parece que tuviera sangre de horchata.
Busca alguna cosa en su bolso. Se pone unos lentes de sol, se mira en el retrovisor. Otea a todos lados y al fin enciende el auto. Lo acelera, pero aún no desaloja. Cierra el seguro de su puerta, limpia el parabrisas con el chorrito de agua que sale de los eyectores y finalmente parece que va a arrancar cuando aparece, casi simultáneamente, una joven en un autito pequeño y viejo, de aquellos de “precio regulado”, para más señas.
Pero vamos, que ya hay un señor camioneta “Panzer” alemana esperando por la vacante desde hace unos 5 minutos largos. O más.
Y la Doña Chevy que pone al fin su auto a punto y sale a la avenida con la misma parsimonia que traía -digo yo- de nacimiento.
Y mientras el caballero camioneta va a maniobrar para estacionase por fin, la chica del autito regulado hace un movimiento vertiginoso de volante y de caja de cambios, rauda y audaz, y adelanta, retrocede, y en segundos ya está estacionada en el espacio que la señora mayor ha dejado libre, es decir, el que esperaba el señor Panzer. El chofer de la camioneta queda atónito (yo también) ante la estocada, con su flux a la medida y con todo su reloj de pulsera de marca suiza.
La joven saca la cabeza por la ventanilla, proyecta la voz y le dice al conductor del gigante germano: “Lo siento, Señor. El mundo es de los vivos”.
El caballero camioneta no lo podía creer, y juro que yo tampoco. Porque la chica había sido, por una parte una viva muy veloz, y por la otra una viva muy descarada.
Me quedo observando la reacción del señor y el señor se queda mirando la reacción de la chica: ella se siente triunfadora, y se apea de su autito erguida y oronda.
Entonces el hombre acelera, adelanta y vuelve a retroceder con alevosía y cólera y con el demonio adentro, y clava su portentosa máquina en el costado expuesto del carrito flacuchento. Una vez. Otra, otra. Cuatro en total. Hasta que lo deja todo arrugado como el pañuelo de un catarro, y ante la mirada incrédula y aterrada de la dueña del autito. Y de todos los demás, incluyéndome, como testigos accidentales, mudos, atónitos.
Y entonces el tipo con su corbata de seda asoma la cabeza desde su portentosa ventanilla y le responde:
-Te equivocas mijita, el mundo es de los ricos.
Y parte en su nave, con unos poquísimos rasguños en la trompa.
No lo sospechaba entonces, pero ahora lo sé: aquel era el retrato de lo que seríamos 23 años después: los nuevos ricos, muy ricos; los vivos muy vivos, y los mirones indefensos y atónitos.
Nosotros, los perplejos.