Hace dos o tres días, el ministro de la Defensa afirmó que el 4 de febrero de 1992 fue una jornada histórica debido a que entonces renació Bolívar, gracias a la heroica gesta iniciada por el alzamiento fracasado de Hugo Chávez. El hecho de que desembuche semejante necedad con la mayor tranquilidad del mundo, pero especialmente sin que la mayoría de la sociedad ni siquiera se inmute, nos pone frente a uno de los desafíos esenciales que debemos superar como pueblo para salir del agujero en el cual nos encontramos atrapados. No solo la colectividad en general, sino también sus dirigentes. No solo las masas que habitualmente se aferran a banderas estrafalarias, sino también los individuos supuestamente formados para reaccionar ante disparates evidentes y especialmente perjudiciales.
Me refiero ahora a los políticos, a los intelectuales, a los profesores universitarios, a los jerarcas de la Iglesia y a los profesionales en general. Del lote solo se escapan contadas excepciones. El general Padrino desembucha la bobería del renacimiento de un paladín que el “comandante eterno” ha sacado del sepulcro porque seguramente cree en este tipo de portentos, en esos prodigios devenidos en asunto cotidiano cuando las épocas los reclaman, pero el problema radica en que no es él quien asume a solas la trascendencia de esa operación sobrehumana. De tanto repetirse, forma parte de las creencias rutinarias de las mayorías y las obliga a cerrar los ojos ante la proximidad del desfiladero. No hay tal desfiladero, quizá sientan, porque Bolívar, siempre diligente y cercano, levantará el puente para superarlo.
Estamos ante una patología que se remonta a los inicios de la República, cuando se achaca a los antepasados el dislate de separarse de Colombia porque se trataba de un legado del Padre que debía mantenerse contra viento y manera. Desde entonces cargamos con el fardo de un pecado original por el cual debemos pagar penitencia cuando cometemos errores en la orientación del país, sin caer en cuenta de que en realidad los fundadores hicieron entonces lo mejor que podían hacer para el bien colectivo, y de que después supimos levantarnos del error cuando convino sin el auxilio del creador omnisciente.
Para defender el punto de manera certera, sin posibilidad de reproches, basta con insistir en el tema de la historicidad de los protagonistas de la sociedad, esto es, con asegurar que son criaturas de un tiempo determinado que no pueden superar por razones obvias. Pertenecen a una época limitada por la tiranía del almanaque, por el imperio de unos valores que no pueden obviar sino tal vez un poco, a menos que se proclamen como voceros de la divinidad y que la gente los acepte como tales mientras pasan las generaciones, como Moisés y Mahoma, por ejemplo. El resto permanece necesariamente sujeto a ataduras cronológicas que no puede deshacer, a menos que los convirtamos en profetas o en santones. Puede ser el caso de un beato Simón paseado en todas las procesiones y bendecido en todos los altares, altos y bajos, ricos y pobres, de derechas e izquierdas, mas ese mundo de inciensos y jaculatorias no puede subestimar la lógica de la finitud de los períodos históricos y de sus protagonistas.
Pero ahora no quiero insistir en este razonamiento sin rival, sino en verdades incómodas que son irrebatibles y que las prédicas abusivas de Chávez, divulgadas a partir de un malhadado 4 de febrero, convierten en asunto de urgente afirmación. Se trata de concepciones asentadas en el documentario del héroe, a través de las cuales se demuestra que no confiaba en las cualidades del pueblo venezolano, de una masa susceptible de recelo que debía someterse a una fatigosa pedagogía para que pudiera manejarse con cierta pericia en las parcelas de la democracia y el republicanismo. O a través de las cuales se puede probar que no solo desconfiaba de los pardos, sino que les temía más que a los realistas. O a través de las cuales se puede asegurar que no fue antiimperialista, o que lo fue solo a medias debido a su empecinado fervor por Inglaterra. Pero igualmente gracias a las cuales se puede husmear su desaire de la alternabilidad republicana, no en balde renunció de mentirijillas al poder sucesivamente y solo lo abandonó cuando la muerte no le dejó más remedio. Ahora solo toco los temas preferidos por Chávez en las jerigonzas que inauguró el 4 de febrero, para asegurar que la mayoría carece de sustento y distorsionan una parte medular de nuestra historia.
Tomados como versículos del evangelio de la patria, los pensamientos del Libertador no se han sometido a la crítica de la posteridad. De allí que se asegure que ofrecen una guía que parece adecuada para orientar la vida de las generaciones que le siguieron. Pero no sirven para el cometido, desde luego, o chocan con sus necesidades. Quizá haya sido Chávez su lector más fiel, más aferrado al patrón de sus leras, hasta el extremo de sacar de sus páginas materiales de sobra para un régimen autoritario y con vocación de permanencia. Lo que asomo tal vez huela a herejía en las narices de la mayoría de los lectores, acostumbrados a escuchar hipérboles y sandeces sobre el padre de la patria desde el tiempo de sus antepasados. Pero, como la ceguera de cuño confesional y los disparates de entendimiento de la sociedad escalaron de la mano de Chávez hasta el absurdo de encerrarnos en una jaula llamada República Bolivariana de Venezuela, es decir, en la más grosera e injustificada amputación de una historia que no se puede entender ni vivir a plenitud en un domicilio tan estrecho, tan mezquino, no parece trivial la crítica sin reservas de una aberración que cundió como plaga nefasta a partir del 4 de febrero de 1992.