Durante la Guerra de Vietnam fue una niña, su fotografía, el emblema de la deshumanización. Este año se cumplen cincuenta de la fotografía que le tomó Nick Ut -por entonces del staff de Associated Press– cuando corría desesperadamente, quemada y desnuda, por una carretera, huyendo de una aldea donde un avión norteamericana acababa de lanzar -sobre civiles- una bomba de napalm. Pham, la niña, se salvó después de 17 intervenciones y 14 meses en un hospital; pasó a vivir como asilada en Canadá, se educó y se casó. En Canadá se convirtió al cristianismo. Se hizo público su perdón a los responsables de lo que le pasó y en 1997 creó la Kim Phuc Foundation para dar apoyo médico y psicológico a niños víctimas de la guerra.
Pham fue una de las que pagó el pato por un conflicto entre la URSS y Estados Unidos, en el cual ella no tenía ni arte ni parte.
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Omaira Sánchez tenía trece años cuando un pueblecito del municipio del departamento de Tolima, Armero, se estremeció por los bramidos del volcán Nevado del Ruiz durante la noche del 13 de noviembre de 1985; Omaira se hizo famosa al quedar atrapada entre el lodo y los escombros durante la avalancha que provocó la erupción. Su cuerpo enterrado, su cara digna y valiente esperando durante 61 horas a que apareciera una bomba de achique para que pudieran sacarla de su cárcel. No apareció. La niña sucumbió ante los ojos del mundo que seguía los acontecimientos por televisión. Es decir, aparecieron las cámaras pero una simple bomba de achique no. Fue cuando José Ignacio Cabrujas publicó la más dramática de sus reseñas de prensa. Omaira tuvo la mala suerte de estar en un pueblo que quedaba apenas a sesenta kilómetros de la ladera del volcán, y por esa ladera descendieron -a más de 60 kilómetros por hora- flujos de sedimentos, lava, piedras y lodo. En su bajada se incorporaban al alud más y más materiales. Se calcula que la tragedia provocó unas 25 mil muertes.
Omaira pagó el pato por la precariedad de la zona donde nació, por la estulticia de las autoridades, por la inercia de un país ocupado en una guerra intestina.
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Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años, quedó muerto en una playa frente a la isla de Lesbos al volcar la lancha de goma en que iba junto a decenas de refugiados que huían de Siria. La fotografía -nuevamente, porque también en el caso de Omaira hubo una en particular que recorrió el mundo- de la víctima, la más inocente de las víctimas, queda en las retinas de millones de personas en todo el mundo aunque su nombre, si no fuera por la Internet, ya probablemente se hubiese olvidado. Aylan, Aylan, su menudo cuerpo boca abajo, su cabeza semienterrada en la arena de la orilla, de perfil. Y un rescatista de espaldas, impávido, observando la escena.
Los periódicos de la época (septiembre 2015) recuerdan que el niño con su familia intentaba alcanzar la isla griega de Kos. Su familia había pagado cerca de mil dólares, a los traficantes de migrantes, por cada plaza en el bote. Esta vez fue una fotógrafa de la agencia Reuters quien tomó la imagen, Nilüfer Demir. A Aylan le tocó pagar el pato, el del desplazamiento forzoso. Un tipo llamado Vladimir Putin quiere mayor poder en Oriente Próximo y por eso, desde 2015, ha acicateado el exterminio, la guerra civil, la barbarie y el armamentismo del bando que le sirve en Siria. Por cierto que ahora está promoviendo otra guerra.
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Acaba de saberse que un bebé de un año ha muerto cuando su madre intentaba llegar a Trinidad y Tobago huyendo de Venezuela, que sigue en emergencia humanitaria por muchos bodegones que ofrezcan todo tipo de productos dolarizados. La madre del bebé viajaba en una lanchita con 18 personas. La guardia costera de Trinidad y Tobago disparó contra la lancha. Uno de los tiros se lo llevó el bebé de Darielvis Sarabia, que también fue herida pero se salvó. La barca había salido de Delta Amacuro pero los pasajeros se habían incorporado en Tucupita.
Esta vez no hay nombre ni foto ni nada para el bebé de Darielvis Sarabia; no lo hay porque parece una metáfora de la deriva venezolana, que ha transitado por todas las posibilidades de denominación hasta detenerse, por ahora, en Emergencia Humanitaria Compleja, aunque en verdad la gente ya no sabe cómo llamar a lo que ha pasado en Venezuela. No tiene nombre. El bebé de Darielvis no ha tenido arte ni parte en ese asunto ni en ningún otro, pero ha pagado el pato.
Él solo se ha limitado a eso: pagar el pato.
¿Habrá libros que recojan esto?, ¿quizás un documental en Netflix o aunque sea un monolito en alguna parte del mundo neutral, una región no contaminada donde quepan todos estos nombres e incluso aquel que ni siquiera -según parece- llegó a tenerlo? Los celosos guardianes de esa islita ni le dieron tiempo a Darielvis de pronunciarlo, tanta prisa se dieron en tirotear a quienquiera que estuviese invadiendo su islita. El hijo de Darielvis es, también, o lo será de ahora en adelante, el emblema de la deshumanización.
No queda mucho por decir sino lo que diga gente como Orlando Moreno, defensor de los Derechos Humanos, o alguna ONG que insista y vaya a las instancias a las que haya que ir para ver si se consigue algún resarcimiento. Quienes tienen el poder en Venezuela actualmente no se van a enemistar con Trinidad y Tobago por este hecho. A uno solo le queda, porque los niños tienen ese poder de evocar lo dulce y armónico, escuchar alguna canción poderosa que tenga relación con una guerra o con una lucha sin fin, una melancólica como la de Joan Baez dedicada a Bobby. Ella dice que es una lástima pero que las fotos que trae el Times -puede que se refiera a cualquier Times, es decir, cualquier periódico- no podrán ser puestas en rima y que los niños que oigas llorar de noche, Bobby, llorarán por ti. Sin embargo, por mucho que se desee poner los hechos en un tono lírico que conmueva y nos acerque a esa inocencia en la lancha que huye, la muerte del hijo de Darielvis nunca será sino lo que es: un horrendo crimen que solo ocurre en un infierno. La foto de Aylan tampoco cabrá en una estrofa. Ni la de la niña vietnamita, aunque sobreviviera. Pero tal vez sí pueda torcerse un poco la famosa frase de Hemingway y decir que, cuando un niño venezolano llore en sueños, no preguntes por quién o por qué llora. Estará llorando por el hijo de Darielvis.
@sdelanuez
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