Entre los factores que inmovilizan a la sociedad venezolana destaca el miedo, un elemento absolutamente comprensible. No es el único motivo que obliga a retraerse frente a la dictadura, pero es uno de los más importantes. Solo cuando la sociedad supere los temores y los pavores que produce la dominación ejercida por Nicolás Maduro se puede pensar en caminos capaces de conducir a la reconstrucción de la devastada República. E igualmente cuando los líderes de la oposición se detengan ante el formidable escollo y encuentren las maneras de superarlo, o de ver cómo deja de influir en la ciudadanía. Sin una sociedad capaz de transitar los senderos del coraje cívico, o del simple coraje físico, resulta imposible la superación del estado de humillación que predomina en Venezuela. Pero toda acción encaminada a la destrucción de unas pesadas cadenas supera el propósito de las buenas intenciones, va más allá del deseo de salir del opresor, se ubica en una etapa superior que va de la omisión a las conductas resueltas, y eso significa meter la carne en el asador. De allí su dificultad o el itinerario improbable hacia una mudanza, pero también la obligación de referirla para entender que no estamos ante salidas automáticas, sino ante un derrotero trabajoso que merece especial consideración.
Los que convocan a acciones contundentes contra la opresión chavista no saben lo que piden porque reclaman actitudes desusadas en Venezuela, manifestaciones que pocas veces se han dado en los anales de la historia contemporánea. Basta mirar la reacción abúlica del pueblo frente a la tiranía gomecista, dominada por casi tres décadas de silencio ante la más ominosa vergüenza experimentada por la colectividad, para buscar ejemplos de intrepidez en otra parte. O, si no basta semejante testimonio de pasividad ovejuna, se puede extender la vista hacia la aplastante reacción de las mayorías ante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Los héroes y los mártires de entonces se cuentan con los dedos de las manos, debido a que apenas fueron evidencias insólitas de compromiso republicano o de simple decencia frente a la ignominia dominante. Durante la época de la democracia representativa no fueron necesarias las respuestas populares caracterizadas por la violencia en términos masivos, ni frecuentes, porque se había superado la etapa de los cesarismos desenfrenados. Tal vez por eso inventamos la idea de las resistencias anteriores, de los heroísmos precedentes, por si hacía falta recurrir a ellos como aliciente, pero en realidad pregonábamos una fantasía. De allí que, independientemente de los riesgos que acarrea y de los cuales nadie o casi nadie se puede librar en la hora de los compromisos, cuando hablamos de resistencias heroicas del pueblo contra sus tiranos nos solazamos en una mentira del tamaño de una basílica.
El miedo de la sociedad existe porque está segura de que será reprimida sin compasión cuando el opresor lo necesite. Justo lo que sucedió durante el gomecismo, o cuando Pérez Jiménez. Nuestros antecesores no promovieron protestas en la calle, ni hicieron huelgas eficaces, ni otras manifestaciones capaces de traducir una reprobación realmente colectiva y seria, porque sabían que les costaría muy caro. Estaban seguros de que perderían la libertad y tal vez la vida, y de que sus familiares y sus amigos pagarían cara la osadía. Si vemos así la situación, es decir, tan como debió ser, sin exigencias que nadie en sus cabales estaba dispuesto a asumir, no solo miramos con equilibrio el pasado reciente sino que también echaríamos el vistazo benévolo que merecen las actitudes de omisión y quietismo que muchos juzgan como rasgo de la actualidad. Una sociedad que puede estar segura de las feroces represalias que responderán a su valentía prefiere acogerse a salidas menos riesgosas. No se puede pedir otra cosa, a menos que desde la tribuna o desde la computadora se invite a inmolaciones gregarias.
Desde el advenimiento del chavismo los venezolanos conocen el precio de sus valentías, que las ha habido como fenómeno pasajero. Hemos visto represiones indiscriminadas de manifestaciones populares en plena calle, y cárceles abarrotadas de protestantes a quienes se ha sometido a procedimientos bárbaros de contención. Hemos sabido de asesinatos de líderes reconocidos, jóvenes la mayoría, pero también de casos elocuentes de tortura en el interior de unas celdas que dejan de ser herméticas para que la gente sepa de los tormentos que se llevan a cabo en su oscuridad. La dictadura permite que circulen las noticias de los martirios que perpetra para que la gente aprenda en cabeza ajena. Tampoco se cuida de esconder los torcidos procedimientos judiciales que lleva a cabo contra los opositores, plagados de irregularidades y extravagancias, para que pensemos sin prisas antes de meternos a levantiscos. O se ufana en la divulgación de una autoridad sin disputa que impone su arbitrariedad en la vía pública cuando le viene en gana, en las alcabalas de las carreteras, en las filas para echar gasolina o en los turnos de las oficinas públicas, por ejemplo. Y que puede partir de las decisiones de un general en jefe o de un cabo de la guardia, de un vigilante de los tribunales o de cualquiera que tenga señales de autoridad, como una penilla o un carnet del PSUV. Es la publicidad de la represión cotidiana. Si se trata de que sepamos quien tiene la sartén por el mango, sin posibilidad de duda, el chavismo-madurismo ha efectuado un trabajo intachable de pedagogía.
En consecuencia, los pronósticos sobre la desaparición de la pesadilla chavista no deben pensar en una futura revuelta popular que levante del lecho del reposo a la sociedad de una explicable hibernación. Por el contrario, deben considerar otros salvavidas más accesibles, aunque también más arduos, que solo pueden encontrar asiento en unos procesos de reflexión que permanecen en el área de lo inédito. Lo cual no significa que se plantee una misión imposible, ni una postergación sin desenlace realizable. Quizá la descripción del monstruo en movimiento, la exhibición de sus crímenes sin tasa, la propalación de su actitud despiadada, la hechura colectiva del primer retrato hablado de un delincuente fácil de identificar, sean un aconsejable principio. Solo si propios y extraños anuncian en conjunto y sin cortapisas que en Venezuela existe un imperio de esbirros y verdugos, se puede pensar en la alternativa de cambios concretos.