No se habla aquí de la mudez generalizada, de la insonoridad panorámica, porque eso no existe en Venezuela. Basta con meterse en el terreno de las redes sociales para quedar aturdido con la multitud de los ruidos que cada quien emite desde su individualidad o desde su capricho porque se le pega la gana y porque tiene el derecho de hacerlo. Pero esa necesidad de decir cosas tal vez no pase de conducir a desahogos personales que no influyen en la evolución de los asuntos colectivos. Están allí como por no dejar, sin que puedan concretarse en movimientos capaces de pesar sobre la realidad. Las cascadas de propuestas y quejas deshilvanadas no tienen desembocadura, aunque trasmitan señales de preocupación y la idea de que existe una opinión pública enterada de lo que le concierne. No importa aquí y ahora un tema tan baldío, sino otro que de veras refiere a una falencia capaz de explicar el declive o la inutilidad de la lucha de la oposición contra la dictadura: el silencio sepulcral de los partidos políticos.
¿Alguien tiene memoria de la última vez en la cual los partidos políticos de la oposición se pronunciaron sobre un tema de interés general, sobre algo concerniente a las grandes mayorías del país? No existe una contestación inmediata porque no se puede responder por fenómenos inexistentes, o por algo que tal vez sucedió en un ayer remoto y penumbroso sin que nadie le pueda poner fecha. Si no tenemos noticias de que los partidos reúnan a sus directivos, de acuerdo con unos plazos dispuestos por sus estatutos o conminados por las urgencias que deben enfrentar como cuerpo colegiado, todo lo que se averigüe sobre lo que piensan de un asunto determinado es desafío imposible. Se supone que los partidos existen y trascienden porque son hijos de una ideología, o de un entendimiento compartido sobre los problemas del contorno y sobre su solución, que los obliga a aplicarlo cuando la realidad lo requiera o cuando sus líderes, creadores del entramado y de los argumentos que inspiran a su tolda, se tomen en serio la obligación de comunicarlo a la sociedad.
También se supone que tienen la obligación de hablar con los militantes, con las mujeres y los hombres de carnet que importan porque comparten los principios y los valores de la bandería en la cual se inscribieron y cuyos colores, lemas y banderas ventilan en las manifestaciones callejeras. Pero ni siquiera cumplen esa encomienda elemental, esa rutina que concede solidez a las organizaciones políticas porque refresca la doctrina y fomenta los afectos personales, los pactos de conocimiento y amor sin los cuales no queda sino frialdad y distancia en el domicilio de unos proyectos que necesitan crecer en la vía pública para orientar el itinerario de los viajantes. Puede ser que solo se trate de una inquietud del escribidor que no preocupa a la nueva generación de inscritos y simpatizantes, y aquí entramos entonces en una extraña parcela que deberá explorar una cabeza más penetrante, o menos influida por la historia de los partidos políticos de la democracia representativa.
Es cierto que en la actualidad no falta un dirigente partidista que tome el micrófono para dar señales de vida, o para manifestarse sobre asuntos que realmente interesan y sobre los que puede hablar con propiedad, pero se trata de una aparición particular, de una señal que solo representa a un individuo. El dirigente sale de la soledad para que sepamos que está vivo, o para hacer una declaración llena de pertinencia y clarividencia, pero no es la voz del partido en el que milita y en el cual ejerce funciones directivas. Cuando hablan Henrique Capriles y Julio Borges no sabemos a ciencia cierta que traducen la opinión de Primero Justicia (PJ). Cuando habla Henry Ramos nadie está seguro de escuchar una voz específica o el parecer de Acción Democrática (AD), nacido de una deliberación interna, por ejemplo, y así sucesivamente. Estamos ante un síntoma capaz de aumentar la preocupación en torno a la diminución de la importancia de los partidos, no en balde puede ser habitual que otro vocero de la misma procedencia diga lo contrario a lo que dijo el líder que lo antecedió sobre el mismo asunto, sin que nadie se alarme por la refutación. Si en situaciones que se pueden calificar de normales se puede advertir una ausencia y una incoherencia sobre las cuales conviene machacar por motivos evidentes, cuando los partidos son intervenidos por la dictadura y no se ven muy ricos en caudales y en propósitos, el problema se multiplica sin posibilidad cercana de remedio.
Durante los tiempos de la democracia representativa uno sabía lo que opinaban sobre un tema o sobre todos los temas los adecos, los copeyanos, los comunistas y los masistas -también los demás partidos, desde luego- porque reunían periódicamente a sus comités de dirección y después señalaban a la prensa sus decisiones. Buenas o malas, efectivas o inocuas, las decisiones existían y la sociedad las conocía a través de los medios de comunicación. Cuando fueron realmente vigorosos, esos partidos representaban un parecer de la dirigencia, cónsono con sus principios y apoyado por la opinión de sus profesionales y técnicos. Después, al perder fuelle, poco a poco prefirieron la cerrazón de los cónclaves. Justo lo que hacen en nuestros días sus sucesores y sus imitadores de nuevo cuño, cuyo alejamiento de la realidad los convierte en remedo de los anteriores cuando estaban en su apogeo. En consecuencia, no sorprende que los esté reemplazando el bullicio de los tuiteros.