Dos que van juntos
Ilíada X, 224.
Al inicio de su tratado sobre la amistad, en el octavo libro de la Ética a Nicómaco,Aristóteles dice de ella que “nada es más necesario para la vida” y cita el verso de la Ilíada que hemos recogido como epígrafe. Aristóteles se refiere a la tarea de hacer la vida y resume en una afirmación lo contenido en el pasaje homérico: porque con amigos, dirá, los seres humanos son más capaces tanto de pensar como de actuar.
Volver sobre esta antigua certeza resulta particularmente necesario en nuestro tiempo, cuando habitamos en la red que -así parece- nos abre al mundo entero pero no fomenta la amistad ni el amor esponsal. Eso que quizá puede expresarse con dos palabras: estar juntos, y que de algún modo es lo más necesario para una vida lograda.
El viaje de El Principito por la región de los asteroides, antes de llegar a la tierra, puede iluminar la cuestión. Tras evadirse de su propio pequeño planeta, el asteroide B 612, recorre un espacio donde encuentra, en forma sucesiva, un personaje en un asteroide, cada uno en el suyo: el rey, el vanidoso, el borracho, el hombre de negocios, el farolero, el geógrafo… Lo que debemos destacar ahora es cómo cada uno ocupa su propio mundo y recibe al Principito, cuando este los visita, de forma precodificada. Así, será un súbdito para el rey (que no lo ha visto nunca antes), un admirador para el vanidoso, un oído para el borracho (como suele ocurrir con los barman), una molestia que interrumpe sus cálculos para el hombre de negocios, un posible explorador para el geógrafo y alguien que no cabe en su reducido asteroide para el farolero. Ninguno de ellos rechaza la visita, ni siquiera el intemperante hombre de negocios. Ninguno de ellos es capaz de ver más allá de lo determinado por ese interés y modo de ser que lo define. No habrá manera de iniciar amistad con ninguno de ellos, como el Principito buscaba para salir de su propia soledad.
En la red ocurre algo similar. Un internauta se lanza a recorrer el espacio en busca de lo que le interesa. De tropezar con algo nuevo, inesperado, lo reconducirá enseguida a sus propias coordenadas o lo abandonará de inmediato. En todo caso, no retendrá nada en particular ni modificará su actitud. Los algoritmos del proveedor tenderán a reforzar esa propensión.
Por eso, como se ha señalado una y otra vez, no tiene amigos. Es un solitario. Aun inmerso en una red de contactos, se halla solo la mayor parte de su tiempo. Desarrolla entonces una inclinación a un grupalismo impersonal que no es sino afiliación a quienes -según parece- tienen preferencias similares, aunque no se sepa en verdad quiénes son. O, también, a un exhibicionismo que no tiene reparo en hacer de la propia vida un pequeño espectáculo, mejor si es seguido por miles de espectadores, anónimos desde luego, como suelen ser los que asisten a un evento público, una marcha de protesta o un concierto en el parque.
¿No nos daremos cuenta de lo que hemos perdido con ello? Hay allí, aunque no parezca, una privación de compañía. Falta ese estar juntos por el cual las personas actúan y piensan mejor, al realizar tareas que implican un esfuerzo o al compartir las concepciones que nos hemos formado de las cosas. Así, muchas veces -observa Aristóteles- por los amigos llegamos a donde no podemos por nosotros mismos. En contraste, se oye la lastimera exclamación del Qohelet: “¡Ay del solo; si cae, no tiene quien lo levante!” (Qo4, 10).
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Llegado a la tierra, el Principito descubre en su experiencia que, además de su rosa única (aquella que lo hizo salir del B 612 para entender lo que le ocurría), hay muchas de ellas en un jardín de rosas, y esa sacudida lo dispone a recibir la enseñanza sobre la amistad. Entra el zorro en escena.
Todo el que haya leído el relato de Saint-Exupéry recordará de inmediato cómo, tras la primera toma de contacto, surge el planteamiento acerca de la necesidad de crear vínculos y, primero, en el modo de la domesticación. ¡Qué diferente todo ello a la velocidad del contacto digital! Aquí hemos de sentarnos cada día más cerca el uno del otro, hasta poder iniciar un verdadero diálogo en el cual se alcanza una intimidad compartida. Se inicia una amistad.
Más tarde, al momento de separarse -siempre es inevitable la separación-, el zorro dirá tres palabras clave a su amigo para que le sirvan de vademécum orientador. Primero, no se ve bien sino con el corazón: lo esencial es invisible para los ojos. Luego, es el tiempo perdido con tu rosa lo que la hace tan importante, única. Por fin, no debes olvidar que eres responsable en adelante de lo que has domesticado. En conjunto, forman un verdadero compendio para una relación que salga de lo impersonal, una que, aun apoyada en stickers y emoticones, llegue a ser una expresión verdadera.
La amistad, el amor, son cosa del corazón, no de los ojos, aunque por los ojos entre un primer reclamo a nuestro afecto en la figura de lo bello o lo atractivo. Para arraigar en el corazón, que es razón y afecto, hará falta tiempo compartido –dos que van juntos-, en actividad y en conversación, en ese silencio también que permite a cada uno entrar en sí al estar sin embargo en una intimidad intersubjetiva. Ello funda una responsabilidad: el vínculo de la domesticación encierra la llamada a la fidelidad, que acaso aquel internauta desconoce.
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Signo de esa privación de compañía que nuestro mundo digitalizado fomenta es la importancia desmesurada que cobran las mascotas. Es una dicha haber crecido con alguna mascota. Aquel perro que compartió los años de nuestra infancia, en marcha por montes y andurriales, al que se puede agregar -la lista sería larga y variada, si tomamos una muestra suficiente de personas- un hámster, unos pájaros, el gato funámbulo de Serrat, peces de colores, algún pollito de vida breve entre las manos de sus pequeños criadores.
El animal nos hace compañía sin ninguna duda. Pero en una sociedad despersonalizada, en la que cada quien habita su asteroide con wifi o fibra óptica, las mascotas han pasado a cumplir un papel que no les corresponde en la trama de la vida. No se trata de ofender a nadie al tocar un punto sensible en extremo. Se trata de recordar la importancia de la amistad y el amor entre personas, únicos sujetos verdaderos de una relación intersubjetiva.
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¿Por qué no se percibe la privación? Una privación no es una simple carencia. Es la carencia de lo que deberíamos tener, o debería estar allí y que, por consiguiente, hace falta. Cuando una cosa nos hace falta solemos sentirlo. Es la reacción normal de nuestro sistema afectivo. Sí, en este caso, la privación de algo tan importante como la compañía humana no se deja sentir como correspondería es tal vez porque, aparte de las mascotas, nuestra vida en la red copa nuestra atención. Como alguien que matara el hambre comiendo… cualquiera de esas chucherías, producto de la industria de los ‘comestibles’ para acompañar el entretenimiento.
El asunto tiene mucha importancia puesto que solo la compañía de otra u otras personas nos hace más aptos a la hora de la acción y del pensamiento. Pero, explicaba el zorro, el tiempo gastado por y con tu rosa es lo que la hace importante: solo se puede establecer una relación personal si estamos dispuestos a crear vínculos. Y ello exige tiempo, sobre todo atención.
Absortos en el Smartphone, no queremos ser perturbados. Atender a alguien no debería ser, en principio, una perturbación sino para quien se haya quedado encerrado en su asteroide. Sí, es necesario atender, de tal manera que el corazón reaccione y uno pueda salir de sí mismo y ocuparse de la otra persona, aunque ello sea -le ocurrió al Principito con la rosa recién llegada- para remediar un capricho.
Nunca es trivial. Hay en esa apertura y en esa atención oportuna un valor que se realiza y, más allá de lo inmediato, alcanza lo absoluto eterno. Es el estrato profundo y más real de la temporalidad y de la historia, el nivel de la conciencia, aquel en el cual lo que tiene lugar es la realización de las personas humanas, llamadas a vivir por siempre.
No cabe duda de que, como medio de comunicación, la red puede ayudar a la relación personal, como antaño lo hiciera el correo. Son conocidas muchas de las cartas de grandes personajes, publicadas tiempo después de su muerte. Alguno podría decir que aquello era mejor porque acaso esas cartas gozaban de una privacidad que no tiene el correo electrónico; pero no se debe exagerar, puesto que fue práctica antigua revisar la correspondencia ajena, movido por algún interés personal o policial. Por su parte, el correo electrónico o el mensaje de WhatsApp, con su celeridad, permiten una cercanía que es preciso cultivar. En lugar de líneas apresuradas, quizá mal escritas y poco pensadas, podemos valernos de ese medio para llegar de verdad a la persona con una palabra oportuna.
Mas nada sustituye el encuentro. Nada, menos aún, reemplaza la condición del estar juntos donde se construye la intimidad de la familia o de los amigos. ¡Cómo nos ayuda -nos conforta- la conciencia de que alguien se preocupa por nosotros, nos valora, nos hace compañía porque hemos compartido la intimidad! Aquella persona, con sus limitaciones -como todos los humanos- nos aporta alegría, nos hace sonreír, secunda nuestro esfuerzo en la dificultad, ayuda a encontrar una solución o, al menos, a sobrellevar con serenidad la prueba. En particular, cuando se trata de la dura prueba de la enfermedad o la invalidez.
Es fácil entender cómo Joseph Ratzinger ha podido evocar con gozo la profunda unión interior de sus padres. De muy modestos recursos económicos y en un ambiente cada vez más opresivo por la llegada de los nazis al poder en Alemania, a pesar de peleas ocasionales (como ocurre en las parejas), tuvieron “un sentimiento de estar juntos y una felicidad del uno con el otro” mucho más fuerte que todo.
Intimidad compartida, de manera progresiva, ya desde el primer encuentro, cuando ese cruce de la mirada resultó un nítido reconocimiento de la personalidad del otro. Llegará luego el momento de las confidencias, esa necesidad como mayéutica de contarse todo, lo significativo y quizá hasta lo insignificante.
Fabio, el guacho, ha encontrado en Raucho un amigo. “Largas horas nos pasamos, esa noche -escribe Güiraldes en Don Segundo Sombra-, conversando con mi nuevo amigo. No recordaba haber hablado nunca tanto y hasta me parecía que, por primera vez, pensaba con detenimiento en los episodios de mi existencia. Hasta entonces no tuve tiempo. ¿Cómo mirar para atrás ni valorar pasados, cuando el presente siempre me obligaba a una continua acción atenta? (…) Yo había vivido como en una eterna mañana, que lleva la voluntad de llegar a su mediodía, y entonces, en aquel momento, como la tarde, me dejaba ir hacia adentro de mí mismo, serenándome en la revisión de lo que fue. Como un arroyo que se encuentra con un remanso, daba vueltas y me sentía profundo, lleno de una pesada quietud”.
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El Principito aprende del zorro esa última lección decisiva para el estar juntos en la vida, aun a la distancia (como el cielo estrellado que contemplaría después su amigo el aviador). La lección de ser responsable de lo que uno ha domesticado.
El cometido es mutuo, desde luego. Y garantiza en el tiempo la fidelidad al amigo, la fidelidad de la persona amada.
En tiempos de instantaneidad digital y de obsolescencia inmediata, acaso nada sea tan importante para nosotros como el aprendizaje, activo y pasivo de la fidelidad. Solo ella dará valor duradero a la vida compartida y hará de la amistad, como pensaba Aristóteles, lo más necesario en la vida. Una expresión del santo papa Juan Pablo II, quizá lo resume todo: porque “la vida es un don que se realiza al darse”.