Después de ser castigado por un voto de censura, Mariano Rajoy, hasta entonces presidente del Gobierno de España, regresó a su antiguo empleo de notario público. Algo parecido hizo el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba cuando le empezaron a fallar las simpatías en el PSOE: se alejó de la secretaría general del partido para volver a su trabajo de profesor universitario. Un trago semejante apuró Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá durante los años treinta del siglo pasado por un descalabro con los liberales: se fue a trabajar en su bufete a la espera de tiempos mejores que no tardaron en llegar. Y, sin ir tan lejos, Rafael Caldera hizo lo propio durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez: se ocupó de la abogacía y de su cátedra de Sociología del Derecho para sobrevivir, pero también para aprender, mientras pasaba la tempestad.
Ejemplos como este abundan y hay muchos casos de actualidad, de políticos que vienen de un lugar y de un oficio para ocuparse de los negocios públicos sin que dejen por ello de desatender sus asuntos profesionales, o de volver a ellos cuando es menester. Si se ponen a pensar, harán una lista larga de ellos. Toco el tema porque no parece ser el de la nueva generación de líderes que destacan o han destacado por su oposición a Hugo Chávez y a Nicolás Maduro. Han hecho carrera en las lides políticas sin destacar antes en oficios relacionados con los intereses de la sociedad y, por lo tanto, sin la posibilidad de volver a ellos cuando la necesidad los obligue, o cuando se desencanten de su carrera o cuando la gente se harte de ellos. Consagrados a la política sin credenciales en una actividad anterior, sin una trayectoria distinta de la que formaron en sus banderías y en sus luchas, no nos pueden dar cuenta de un origen distinto ni pueden pensar en volver a un domicilio o a un trabajo que jamás han existido.
O que han existido de manera fugaz. Algunos decidieron hacer posgrados para profundizar su ilustración, pero de esa prolongación de conocimientos saltaron a las arenas de la lucha (expresión calderista) sin dejar huellas en la especialidad que se procuraron. En la mayoría de los casos se trata de dirigentes nacidos en el calor de protestas estudiantiles de las cuales sacaron merecida fama, y que prolongaron después de calzar la primera toga para estrenarse como conductores de rebaños en partidos de nuevo cuño en cuyo seno debutaron como dirigentes, o como fundadores e ideólogos. Son criaturas del alma mater, esencialmente, lo cual no es susceptible de crítica sino de admiración, pero solo del alma mater en principio, es decir, más fueron las algaradas de los claustros su paternidad y su crecimiento que los vínculos con el resto de la sociedad.
Debido a las características de su procedencia, tales líderes están condenados a no ser otra cosa. No pueden volver a unos despachos que no existen, ni a una labor previa y distinta en la que destacaron, ni a mostrar ejecutorias diferentes a las que les han dado prestigio. No vieron otra oportunidad que no fuera la política. Le hicieron el feo a las destrezas profesionales, a la actividad intelectual, a la creatividad artística y a la creación de riqueza, o apenas coquetearon con ellas. En la abrumadora mayoría de sus predicamentos, si miramos hacia sus antecedentes no podemos hacer memoria de lo inexistente o de lo que es apenas un boceto, por más que nos simpaticen y que tengan todavía el vigor de una edad que permita pensar en recorridos del futuro. ¿Cómo pueden hacer esos recorridos si están condenados a llevarlos a cabo desde el principio sin el entrenamiento adecuado?
El problema radica, en caso de que no sientan ustedes que estoy exagerando, en que están condenados a eternizarse en el único oficio que saben hacer, o que ellos juran que saben hacer, sin ninguna posibilidad de salida. Ni para ellos, debido a la carencia de pericias para destacar en otra parcela, o solo para ganarse buenamente la vida, ni para los que tenemos que continuar de espectadores de un desfile tedioso e infructuoso. Solo vemos a unos cuantos capaces de sacarlos del repertorio, jóvenes también junto con otros de mayor andadura, pero sin animarse todavía a movimientos enfáticos. Aunque no será fácil, porque ninguno de los que merecen despedidas clamorosas tiene -volvamos al principio- el salvavidas que pudo y supo adquirir Mariano Rajoy antes de que lo echaran de Palacio.