Durante lo que va de 2022, los observadores de la política venezolana se han mantenido a la expectativa de que se reanude el diálogo entre el gobierno y la oposición, bien sea para clamar por dicho regreso a la mesa de negociación, o para criticarlo. A pesar de los gestos conciliadores, como la foto cordial de los jefes negociadores Jorge Rodríguez y Gerardo Blyde, hasta el Sol de hoy no hay siquiera una fecha para el regreso a la mesa. De hecho, Rodríguez suspendió cualquier diálogo hasta que el avión de Conviasa retenido en Buenos Aires, y requerido por Estados Unidos, sea devuelto a autoridades del régimen venezolano.
Entre los más entusiastas del diálogo, sin importar sus circunstancias, como forma de poner fin a la crisis política venezolana, hay una tendencia a sugerir que la oposición es tan culpable como el chavismo, o hasta más, por la falta de frutos en procesos anteriores (van al menos seis). Esta es la teoría de “los dos lados”. Según ella, cada parte ve el diálogo como un juego suma cero, en el que exige la claudicación total del contrario. Un reciente artículo del secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, fortaleció (y quizá esa no haya sido la intención de su autor) la susodicha tendencia. En realidad, la oposición sí ha planteado reiteradas veces estar abierta a la “cohabitación” que describe Almagro, aunque se equivocó al creer que podría llevarla a cabo excluyendo a Nicolás Maduro e incluyendo a otros factores del chavismo. Ha sido el chavismo el que se ha negado a cualquier acuerdo que comprometa su hegemonía.
De todas formas, existe la percepción de una disidencia opositora intransigente que obstaculiza la resolución de los grandes problemas nacionales. En parte por eso, y en parte también por un natural hastío con los mismos rostros, a principios de año un conjunto de actores de la sociedad civil, amalgamados en organizaciones como el Foro Cívico, trataron de desempeñar un papel que tradicionalmente corresponde a los partidos políticos. Y lo hicieron con el aplauso caluroso de una parte de la opinión pública. Ese papel consistió en sostener encuentros con Nicolás Maduro y otros jerarcas oficialistas, en aras de buscar áreas en las que haya posibilidad de acciones conjuntas que mejoren la catastrófica situación nacional.
Digo que tal pretensión supone un reemplazo de los partidos políticos, porque si bien es normal que los entes de la sociedad civil dialoguen directamente con el Estado sobre sus respectivos intereses privados, lo relativo al orden político sí es atribución de los partidos, que entonces fungen como mediadores entre el Estado y la sociedad civil. Y en este caso, las organizaciones de la sociedad civil que trataron de entablar diálogo con el Gobierno abordaron cuestiones políticas, como los presos de conciencia y la falta de instituciones autónomas con respecto al partido de gobierno.
Pero siempre fue una hipótesis defectuosa creer que, mientras que los partidos opositores fracasaban por un supuesto radicalismo contraproducente, la sociedad civil sí tendría éxito con un discurso más conciliador. Parte de la premisa errada de que la elite gobernante tiene un mínimo interés en el bienestar colectivo y que solo con apelar a ese mínimo interés, sin ningún tono de reclamo, bastaría para que se concreten los cambios que al país le urgen. La experiencia de los últimos años más bien ha demostrado que el chavismo tiene una capacidad inmensa para inmolar el bienestar colectivo con tal de mantener activos los engranajes de su permanencia en el poder. Por lo tanto, solo si se le presenta un escenario en el cual no puede seguir devengando los beneficios de su hegemonía, y más bien sale perdiendo, cabe esperar que acepte negociar reformas que transformen Venezuela para bien. Para eso hace falta un poder que ciertamente los partidos opositores no tienen, pero sus pretendidos sustitutos tampoco.
El balance de resultados de esta aproximación entre el gobierno y entes de la sociedad civil da fe de ello. El año 2022 ya está bien entrado en su segundo semestre sin ningún indicio de mejora estructural en el andamiaje de la República. Véase por ejemplo la “renovación” del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), proceso en el que el Foro Cívico intervino, con la expectativa de dotar a la nación de un Poder Judicial autónomo. En vez de eso, el chavismo desechó el grueso de las candidaturas independientes, si no es que todas ellas, y confeccionó un TSJ tan adicto a la elite gobernante como el anterior.
Mientras tanto, la tragedia de los presos políticos solo empeora. Así lo demuestra la condena draconiana a todos aquellos que el chavismo señala de estar involucrados en el incidente del dron en el centro de Caracas en 2018. Varios de ellos, argumentan sus abogados y organizaciones de derechos humanos, sin ninguna relación comprobada con dicho incidente. También está el caso de los activistas sindicales detenidos en las últimas semanas, en un contexto de creciente malestar social por reivindicaciones laborales. Resulta llamativo que todo eso ocurra sin que muchos de los promotores de la noción de un chavismo con el que ahora sí es fácil entenderse emitan algún cuestionamiento.
Pero es que este diálogo ni siquiera ha generado algún progreso en materia socioeconómica. Por el contrario, este año el régimen ha tomado medidas contrarias a la frágil recuperación económica y que hasta el sector empresarial más comprometido con el diálogo lamentó. Por ejemplo, el Impuesto a las Grandes Transacciones Financieras, o el aumento del gasto público que generó un repunte inflacionario en mayo y junio. Se pudiera argumentar que esas son solo unas nubes grises pequeñas en un panorama de reformas económicas que pusieron fin a la hiperinflación, frenaron el desplome del Producto Interno Bruto y acabaron con la escasez de productos de primera necesidad. Pero esa fue una decisión que el régimen tomó por su propia supervivencia, mucho antes de que el Foro Cívico y compañía tocaran su puerta. E incluso si se abstiene de nuevas medidas nocivas, los pilares de la recuperación son tan endebles que es poco probable que permitan que las masas empobrecidas vean mejoras sustanciales en su calidad de vida.
El problema de raíz es que la elite gobernante no respeta a la sociedad civil, como tampoco respeta a los partidos opositores. Espera la sumisión de ambos. Los politólogos Juan Linz y Alfred Stepan definieron a una sociedad civil independiente como uno de los elementos esenciales en cualquier democracia. De ahí que al chavismo no le interese una sociedad civil autónoma que pueda tratar como su igual cuando interactúe con ella. Solo cuando los inconformes con el statu quo, en partidos políticos y sociedad civil, se hagan de un poder abrumador, partiendo de lo que ingeniosamente Václav Havel llamó “el poder de los sin poder”, el régimen los respetará y se verá obligado a entenderse con ellos.