Hubo épocas venezolanas en las cuales no predominó la corrupción, períodos realmente virtuosos si se comparan con la actualidad, pero no sé cuales sirvieron de modelo a la sociedad de nuestros días si pensamos en cómo el pueblo se ha acostumbrado a espectáculos de latrocinio de los dineros públicos como si fueran normales, como si no fueran dignos de repudio. Algo apesta en el seno de la colectividad cuando observa con la mayor tranquilidad del mundo un desfile interminable de ladrones.
Tal vez no quedó para la posteridad el ejemplo de la República austera que comienza en 1830 con José Antonio Páez a la cabeza, pletórica de testimonios de rectitud que pasaron al olvido cuando los hermanos Monagas confundieron el erario con su alcancía familiar; o, mucho peor, cuando la corrupción llegó a su clímax en el delictuoso régimen de Antonio Guzmán Blanco y de sus acólitos del liberalismo amarillo. Pesaron más de la cuenta en la sensibilidad colectiva, en términos capaces de finalizar en la connivencia o en la celebración, si se intenta una analogía con el período fundacional de la República.
Ya Páez era rico cuando llega al poder, después de haber sido un peón humilde o un ganadero de limitados recursos. Ya había cobrado en oro y en propiedades agrícolas sus victorias contra los realistas, pero no aprovechó su papel de mandatario y de temible conductor de tropas para aumentar el caudal mediante trampas y ventajas. Tampoco lo hizo el general Carlos Soublette, magistrado pulcro que administró con sabiduría los encargos de la colectividad. Ningún escándalo salió entonces de la casa de gobierno, pero tampoco de los despachos de los ministerios ni de los cuarteles que tenían el mango de la sartén. Si hubo una época caracterizada por la honradez administrativa y por la ausencia de episodios propios de pillos y piratas, fue esa que comienza en 1830 y que debe terminar con el deplorable ascenso de los hermanos Monagas.
El trienio adeco tampoco se caracterizó por la depredación del erario, ni por el enriquecimiento ilícito de los dirigentes recién nacidos. Quizá cometieran excesos en el campo de la demagogia y en el fomento del sectarismo, pero salieron del poder tan pobres como habían entrado. Fueron modelos de agitación y de ganas de ser más revoltosos que los “feberales” del siglo anterior, pero difícilmente se les puede hacer un prontuario propio de delincuentes. No sé si parezca exagerado que se afirme lo mismo de período de la democracia representativa, que empieza con la caída de Marcos Pérez Jiménez y termina con el encumbramiento de Hugo Chávez, pero sobre el lapso se han inflado las historias de corrupción para buscar la manera de desprestigiarlo con discursos exagerados y poco fundamentados. De momento, y mientras se espera para profundizar el tema cuando aparezcan las réplicas, dejo como prendas de decencia el ejemplo de los presidentes Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Luis Herrera Campíns y Ramón J. Velásquez, de sus familiares y de la mayoría de sus colaboradores, dignos de encomio por su tránsito honorable en el manejo de los asuntos públicos y en su cristalina cercanía con ellos.
Contrastan con tales testimonios las irresponsabilidades y las truhanerías que estrenan los Monagas, sin que nadie del futuro las tome en cuenta para una crítica de orientación republicana. Pero, por desdicha, ha sucedido lo mismo con los robos de Guzmán Blanco y de su séquito, realmente dignos de una oscura enciclopedia; con las pillerías de Joaquín Crespo, con los saqueos de Juan Vicente Gómez y compañía, quizá los más evidentes y groseros de nuestra historia; o con las sinvergüenzuras del perezjimenismo. Son como parte del folklore, como pasto de las anécdotas y de los chistes de sobremesa más socorridos, como evidencias de viveza o de buena fortuna personal que merecen la benevolencia de los chascarrillos domésticos, o apenas una censura pasajera. Estamos ante un largo y doloroso desfile de bandoleros, de rateros de la peor ralea, que la opinión pública ha presenciado a través del tiempo como fenómeno natural, o como cosa que no merece repugnancia sino miradas apacibles y cómplices.
Pero no estamos ante un tema de historia, es decir, frente a cosas que sucedieron antes y que pudieron ser apenas preocupación o indiferencia de los antepasados. Es una conducta que ha crecido hasta escandalosa multiplicación en nuestros días, mientras discurren en paz, o entre murmullos inofensivos, las corruptelas mayores de Venezuela, las corruptelas del chavismo y del madurismo. Peor todavía, ahora vemos como quien ve llover desde balcón protegido cómo los ladrones se atacan entre sí, cómo una pandilla arremete contra la otra, o contra las otras con la mayor desfachatez, sin que ninguna fibra humana se conmueva de veras y manifieste su repulsa con la intensidad que el asunto merece.
¿No es ya el tiempo de vernos como cómplices de una putrefacción que nos acompaña desde antiguo?, ¿no vamos a asumir, por fin, la responsabilidad que como pueblo nos corresponde?, ¿no nos vamos a enterar de que, por desdicha, formamos parte de la misma caterva? O, mucho mejor, ¿no vamos a afirmarnos como herederos de los gobiernos y de los políticos honestos que deben llenarnos de orgullo, y que han existido pese a nuestro desconocimiento, o a nuestra gigantesca abulia venezolana?