Relata José Rafael Pocaterra en las Memorias de un venezolano de la decadencia, que la gente se alejaba de su presencia cuando lo veía por las calles de Caracas después de salir de La Rotunda. Como estaba marcado por la acusación de rebeldía que la dictadura le había impuesto, los transeúntes se cambiaban de acera para evitar encuentros con el hombre convertido en escombro que las autoridades habían devuelto a la libertad. Lo más conveniente era evitar el contacto, ya no con la amistad, sino apenas con un simple saludo que movería la vigilancia de los chácharos para crear problemas difíciles de eludir.
Relatos de esta especie circulan en los libros editados por José Agustín Catalá sobre la represión perezjimenista. Los miembros de la resistencia, especialmente un grupo de adecos y comunistas, hacían luchas solitarias debido a que los vecinos, los amigos y la mayoría de los habitantes de los contornos no encontraban mejor respuesta que negarles los tratos de la cotidianidad. El simple rumor de que formaban parte de núcleos de actividades contra la militarada de turno los convertía en una especie de apestosos que conspiraban contra la salud pública, en trasmisores de una terrible enfermedad libertaria que la gente temía como si fuera epidemia medieval.
En las dos épocas -gomecismo y perezjimenismo- la sociedad fue presa de un pavor colectivo que no solo la convirtió en espectadora inconmovible de un desfile de atrocidades, sino también en su cómplice. El temor provocado por la coerción pública y notoria condujo a una masiva pasividad, de la cual se pasó a un entusiasmo cada vez más evidente en torno a las ejecutorias de los regímenes. De los comentarios sobre el tortol y el colgamiento por los testículos se pasó al encumbramiento del Benemérito, primero; y luego, partiendo de las historias de los tormentos llevados a cabo por los oscuros seguranales, una colosal maroma condujo a aclamar las obras del “Nuevo Ideal Nacional”.
Estamos ante unos cuarenta años del pasado reciente durante los cuales se estableció un vínculo entre el pánico y la conducta de la sociedad, una familiaridad entre víctimas y verdugos, una relación de la docilidad con la crueldad susceptible de marcar en profundidad las horas más siniestras de nuestra historia contemporánea hasta el extremo de no desaparecer cuando se supuso que les llegó la hora. Ni la muerte del Bagre ni la expulsión de Tarugo condujeron a la extinción de la bestialidad o de la ferocidad en el control de la beligerancia política, ni la tara de la sumisión de unos vasallos espantadizos. ¿Por qué? Un nexo de tal especie no desaparece por decreto, sino por la afirmación de unos hábitos radicalmente distintos que no arraigan del todo, o que solo iluminan lapsos breves de los negocios públicos porque la influencia del antirepublicanismo conspira contra su establecimiento.
Que el chavismo y el madurismo resuciten los vejámenes de las referidas tiranías no debe sorprendernos, debido a que la barbarie difícilmente se libra de los rasgos que le son propios. Forman parte de su esencia, de lo más insondable de su naturaleza, y solo esperan el momento oportuno para manifestarse a plenitud. No hay agua lustral que los libre del estigma originario; no hay cuchilla, por muy afilada que sea, capaz de romper la soga que los amarra a las especies del gomecismo y el perezjimenismo. El informe de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que acaba de hacerse público, certifica que las atrocidades de la represión reinan de nuevo entre nosotros en forma reiterada y sistemática, ajustadas al clima de los tiempos pero nacidas en el mismo seno de un robusto monstruo del siglo XX venezolano resistido a desaparecer. No están de estreno, se muestran en un empaque aparentemente novedoso, pero son bestias como las de antes que vuelven por sus fueros porque no quisimos o no pudimos matarlas y llevarlas al cementerio cuando se presentaron las ocasiones.
Escribo después de tres días de la publicación del informe de la ONU sobre suplicios sin cuento ocurridos en Venezuela contra adversarios políticos y activistas de nobles causas, ordenados por altos y conocidos funcionarios de la dictadura, y estas son horas en las cuales no ha aparecido ni un simulacro de comunicado de los partidos políticos de oposición sobre el horror denunciado. Tampoco han salido ruidos ásperos de la garganta de los líderes que pretenden acabar con la dictadura. Ni hablar de los medios de comunicación más célebres y atendidos, cuyos voceros han sido cautivos de la mudez o de la media lengua. Para no ponerse a inventar cosas insólitas, las mayorías de la sociedad se comportan como las de antes, entre el terror, los balbuceos y el noviazgo con el depredador. En su caso funciona la explicación del miedo a las cárceles y a los suplicios físicos y psicológicos, capaz de ser considerado como una justificación difícil de despreciar, pero el resto escogió el sendero de la política y del trabajo de la información masiva por motivos que se suponen elevados y por los cuales vale la pena jugarse el pellejo.
Quizá reaccionen mañana, no en balde lo reclaman la magnitud de la ofensa contra la humanidad y la medida descomunal del conjunto del crimen, o la necesidad de desprenderse de una cobardía que ya pesa demasiado, pero no me atrevo con un pronóstico entusiasta. No sin temor, solo golpeo la computadora.