Venezuela le ha ofrecido abono de sobra a los personalismos. Es uno de los lugares del continente más prolíficos en la apología de los hombres de presa y de mandones célebres que se imponen sobre la legalidad, aunque esa apología no deje de mostrar unos barrancos que no se compadecen con la sensibilidad de sus habitantes dispuestos a ensalzar a ciertos protagonistas que en otras latitudes ocuparían lugares de vergüenza. En nuestros días, debido al encumbramiento de Nicolás Maduro, pasamos por uno de esos declives en la materia o en el oficio que nos ha distinguido como sociedad. Muchos verán la decadencia como una desdicha, seguramente, pero no nos queda más remedio que cargar el madero hasta conseguir alivio.
Toda una calamidad, si se considera que algunos historiadores encuentran pruebas de una venezolana adoración de los personalismos durante el comienzo de la conquista, alrededor de un personaje llamado Antonio Sedeño, y en el prestigio adquirido por el Tirano Aguirre cuando le escribió una carta altisonante a Felipe II. Pese a sus jactancias y a la sangre que derramó, el futuro llegó a bautizarlo como “príncipe de la libertad”. También sabemos que el fenómeno asciende hasta la cúspide cuando se funda el Estado nacional, partiendo de las hazañas de la Independencia que abrieron el camino para que algunos próceres de valía, o sus descendientes, no solo se convirtieran en gobernantes. También se volvieron estatuas cargadas de condecoraciones y en santones con milagros, altares, amuletos, jaculatorias, rezanderos, sacristanes y millones de diezmos mal habidos. Los que buscan a una sociedad prosternada ante los prestigios personales, pero regocijada en su genuflexión, dan en el clavo cuando se detienen en Venezuela.
El promotor más célebre de este proceso de oscura exaltación fue Antonio Guzmán Blanco, a partir de una hegemonía iniciada en 1870 que se prolonga hasta la terminación del siglo. Voy a citar al historiador Rodón Márquez, uno de los investigadores más acuciosos sobre la época, para no cansarlos con descripciones que pueden ser infinitas. Afirmó:
“Es indispensable que al empezar a analizar a Guzmán Blanco en sus diversas fases, nos refiramos primero a aquella incontenible vanidad que resta a su figura esa autoridad, esa gravedad que tanto realce agrega a los personajes históricos. Ni su amor al dinero, ni los métodos rigoristas de que tantas veces usó y abusó contra sus enemigos, ninguno de sus defectos -menores en número que sus méritos- hacen tanto daño a su personalidad como esa teatralidad histriónica sin la cual su prestancia sería mucho mayor. Porque hasta los héroes del crimen ganan tamaño cuando han sido suficientemente fuertes o sensatos para despreciar los insulsos halagos de la vanidad humana”.
Como se sabe, entre las evidencias de tal vanagloria destaca la orden que Guzmán dispuso para que levantaran dos estatuas con su figura, una ecuestre frente al Capitolio Federal y otra pedestre en la colina caraqueña de El Calvario, que el público llamó en son de burla Saludante y Manganzón, respectivamente. Pero de burla relativa porque solo se ventilaba en los rincones de las tabernas y en la intimidad de las sobremesas, mientras los caudillos militares, los políticos, los escritores, las damas y los caballeros de la alta sociedad, los hacendados, los científicos, los pedagogos con sus cohortes juveniles y hasta los miembros del cabildo eclesiástico encabezados por el arzobispo ponían ofrendas florales en sus pedestales y pronunciaban discursos pomposos cuando la ocasión se presentaba. Quizá porque, como se desprende de la cita de Rondón Márquez, fueron muchas las obras de trascendencia que el homenajeado había realizado, y los triunfos en las guerras civiles, que la colectividad de entonces valoraba; o por un hábito de servidumbre en cuyo ejercicio se sentía cómoda la sociedad venezolana.
Esto último no es del autor referido, sino de la cosecha de un opinador que sabe cómo los venezolanos del siglo XX celebramos a los letrados que hicieron la apología de un sujeto tan oscuro y sanguinario como Juan Vicente Gómez y de un tipejo tan mediocre y ladrón como Marcos Pérez Jiménez, todos en el cuadro de honor de la intelectualidad y de la gloria académica después de escribirles los panegíricos y de aconsejarlos en asuntos de gobierno. De allí a aplaudir la erección de unas estatuas de Hugo Chávez solo fue un paso, pese a que ha tenido que resguardarlas la policía para que no las destruyan unos insólitos iconoclastas que están apareciendo para acabar con la antigua costumbre de lisonja e incienso que se nos salía por los poros. Pero no nos preocupemos antes de tiempo, son solo conductas espasmódicas que todavía no ponen en peligro nuestros méritos de lameculos.
Nuestro verdadero problema radica en que el culto iniciado alrededor de Nicolás Maduro no es ahora de bronce, ni de mármol, sino de material plástico. De allí que lleve a un decaimiento medio religioso como el señalado al principio. Ahora no se nos ofrece un altar para clamar ante figuras de poder representadas de manera tradicional, sino ante un superhéroe de uniforme entallado y capa como los de las comiquitas ideadas en Estados Unidos para solaz de niños y adolescentes. Además, no se nos insiste en el rito de adorar a un protagonista de la historia que le dejó algo concreto a la sociedad, como pudo ser el caso de Guzmán, sino a un muñeco de goma -nunca mejor dicho- sobre cuyas ejecutorias no existen ni pueden existir testimonios fiables.
Pero no desmayemos, tenemos experiencia en este tipo de basílicas, aun en las más disparatadas. Solo se trata de un bache para el cual encontraremos parche, porque la aguja sigue perdida en el pajar.