En la aldea
17 enero 2025

“¿Qué nos deja esta reunión? La verdad es que multiplica las señales y los temores acumulados sobre el debilitamiento de compromisos continentales fundamentales que no tienen sustituto”.

Lo que se confirmó en Lima

“La nueva percepción y trato político de la situación venezolana no significa que se ignore su gravedad, que es inocultable y desborda las fronteras del país. Lo que parece más relevante son los signos de su estancamiento y de complicación de sus perspectivas de solución”.

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Elsa Cardozo | 18 octubre 2022

La recién concluida Asamblea General de la OEA, reunida en Lima, sigue ameritando reflexión pese a la seguidilla abrumadora de noticias y hechos de enorme gravedad que no cesa y que desplaza nuestra atención. También conviene detenerse en ella pese al escepticismo generalizado hacia la utilidad de este foro político y el aliento a las dudas sobre la significación práctica del sistema interamericano de protección de derechos humanos, para no hablar de la Carta Democrática Interamericana.

Esa Carta fue aprobada hace veintiún años en Lima donde, más de una década después se formó el Grupo en apoyo a la recuperación de la democracia en Venezuela. Para lo primero hubo consenso, para lo segundo se unieron doce países que incluyeron a las democracias más grandes y estables del continente. Conviene recordarlo, precisamente porque ahora los tiempos son otros, sombríos para el hemisferio y para la crisis venezolana, y amenazan con borrar esa memoria.

¿Qué nos deja esta reunión? La verdad es que multiplica las señales y los temores acumulados sobre el debilitamiento de compromisos continentales fundamentales que no tienen sustituto. Esto no es nuevo, pero ha ido en aumento a medida que se va perdiendo la coherencia de los miembros de la OEA con los principios, normas y procedimientos que la sustentan, se acumulan urgencias nacionales y, para atenderlas, se trata al vecindario en términos tremendamente pragmáticos mientras los gobiernos procuran relaciones fuera de la región para no naufragar -y también para pescar- en el río revuelto que atraviesa al mundo. Con todo, el balance de lo que confirma este encuentro ha de pensarse también desde lo que conviene hacer a los demócratas y las democracias, que no es precisamente borrar a la OEA del mapa ni anotarse en la reanimación o invención de foros que alienten la evasión de responsabilidades gubernamentales e internacionales.

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El balance de la LII Asamblea de la OEA puede servir como panorámica del estado de las relaciones hemisféricas y de la situación de Venezuela en ese cuadro.

Visto desde Estados Unidos, en sus encuentros preliminares con los presidentes y cancilleres de Colombia, Chile y Perú, el secretario de Estado Antony Blinken no dejó de insistir en cada oportunidad sobre la presión de los flujos migratorios y en el compromiso estadounidense con la democracia y los derechos humanos. Sostuvo esto último como manifiesta orientación del Gobierno, con directas referencias a Venezuela, pero sin que dejaran de notarse las limitaciones impuestas por las otras prioridades regionales y de seguridad de Washington. En efecto, la agenda publicada por el Departamento de Estado el día del inicio de la Asamblea hizo expreso el interés de Estados Unidos por fortalecer a la OEA. Entre las decisiones a promover y apoyar, allí dejó anotadas las resoluciones sobre la crisis política y la situación de los Derechos Humanos en Nicaragua, impulsada por Canadá y Chile, y sobre la situación de seguridad en Haití, presentada por el propio país, que en ambos casos fueron aprobadas por consenso. Antes y durante la Asamblea General sostuvo la condena a la crítica situación política y humanitaria de Venezuela, a la ola represiva en Cuba y a la guerra de agresión de Rusia. Sin embargo, en el balance de reuniones, declaraciones y propuestas, lo visiblemente más importante para Estados Unidos fue el seguimiento del tema migratorio acordado en la Cumbre Hemisférica. La reunión ministerial en Lima sobre

“Son muchas ya las evidencias sobre lo mucho que ha cambiado el entorno hemisférico para la crisis venezolana y sus múltiples y catastróficas facetas”

la Declaración de Los Ángeles, presidida por el secretario Blinken, cerró con anuncios de medidas y recursos para atender el flujo hemisférico de migrantes, particularmente el de venezolanos. Se trata de atención muy bienvenida, pero que sigue siendo insuficiente, y compleja, no solo por el aumento de la afluencia de venezolanos en general y hacia Estados Unidos sino, especialmente, por la catástrofe que la alienta. En el desarrollo de la Asamblea se hizo evidente no solo el cambio de énfasis en el trato de la situación venezolana por el gobierno de Joe Biden; también lo fue el predominante freno regional a la coincidencia que se ha procurado desde Washington en torno a las causas políticas y consecuencias humanitarias y en derechos humanos de la crisis.

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El consenso hemisférico sí se manifestó en Declaraciones impulsadas regionalmente como las de respaldo a la Paz total en Colombia, de apoyo a Argentina en su propuesta de reanudación de negociaciones sobre las islas Malvinas y ante el intento de magnicidio contra la vicepresidente Cristina Fernández. Sin embargo, aparte de los muchos silencios sobre las olas represivas contra la disidencia en Cuba, tres declaraciones son reveladoras de la situación política hemisférica en general y de Venezuela.

El primer caso es el de la Declaración contra la guerra de agresión de Rusia en Ucrania, presentada por Guatemala con el apoyo de diez países -incluidos Colombia y Chile- que fue suscrita por 24 gobiernos, pero significativa y previsiblemente sin los apoyos de gobiernos como los de México, Brasil, Argentina, Bolivia, El Salvador, Honduras y varios países del Caribe. Ese tercio de firmas ausentes habla del espíritu de abstención ante temas en los que las geometrías geopolíticas de cada cual se imponen a las evidencias de violaciones del derecho internacional y, ostensiblemente, del derecho humanitario.

Otra Declaración nos acerca a Venezuela, cuya crisis política y de derechos humanos se ha venido reduciendo en todo el continente, no solo en Estados Unidos, a una perspectiva de contención de su desbordamiento hacia otros países, comenzando por la migración. Sobre la naturaleza de la situación venezolana hubo en Lima pocas referencias sustantivas en los discursos -entre ellas las de Estados Unidos, Chile, Canadá, Paraguay y Guatemala- pero no hubo ninguna Resolución sobre Venezuela. Sí la hubo y las ha habido desde 2018 para el régimen nicaragüense, sin duda justificadamente y quizás porque no se perciben riesgos ni pérdidas en confrontarlo.

Venezuela ameritaba una Resolución. Ya no solo por lo ya acumulado y ampliado en la sucesión de Informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en cuyo Capítulo IV, de casos críticos, se incluye a Venezuela desde hace casi veinte años. El predominio del silencio y la abstención resuena especialmente por la gravedad de lo expuesto poco antes de la Asamblea General en el Tercer informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos. Es oportuno precisar que el mandato de esa Misión fue renovado por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y que, ante el patrocinio de la propuesta de renovación -al que se sumaron Brasil, Chile, Ecuador y Guatemala-, los gobiernos de Argentina, Colombia, Guyana, Honduras y Perú se distanciaron alegando que eso disminuiría sus posibilidades de interactuar con Venezuela. En la votación, entre los ocho representantes de la región, la renovación del mandato tuvo apoyo de Brasil y Paraguay y “contó” con la abstención de Argentina. De modo pues que no resulta tan inesperado que en Lima solo fuera posible una Declaración sobre Venezuela, anticipada en la agenda del secretario de Estado, pero aludida sin mayores detalles sobre sus alcances ni apoyos en la intervención final en la Asamblea, a cargo del representante interino de Estados Unidos en la OEA, Thomas Hastings.

Anterior y ciertamente más difundida fue la votación sobre la admisión en la agenda de la propuesta de Resolución para la revocación de la representación del Gobierno interino en la OEA. Aunque rechazada por no alcanzar los 24 apoyos necesarios, sí logró 19 votos a favor y 9 abstenciones, mientras que solo hubo 4 votos en contra. En suma, son muchas ya las evidencias sobre lo mucho que ha cambiado el entorno hemisférico para la crisis venezolana y sus múltiples y catastróficas facetas.

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La nueva percepción y trato político de la situación venezolana no significa que se ignore su gravedad, que es inocultable y desborda las fronteras del país. Lo que parece más relevante son los signos de su estancamiento y de complicación de sus perspectivas de solución. Es lo que se observa en los movimientos y explicaciones de Washington sobre su acercamiento a Maduro, los de Bogotá desde la reorientación política y prioridades de la paz total del gobierno de Petro o lo que hace rato está presente en la pérdida de impulso y en el silencio del Grupo Internacional de Contacto sobre Venezuela, con sus siete participantes latinoamericanos, junto a ocho europeos y la representación de Bruselas.

“El predominio del silencio y la abstención resuena especialmente por la gravedad de lo expuesto poco antes de la Asamblea General en el Tercer informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos”

El cambio de percepción y perspectivas se vio reflejado en el artículo del Secretario General del mes de julio, con las precisiones que le añade el análisis de José Ignacio Hernández sobre la cohabitación con contrapesos y justicia transicional como vía deseable. Es un giro que se lee también, entre varios otros escritos, en el muy reciente artículo del político español Ramón Jáuregui, líneas de las que es buen complemento su análisis reciente de la transición española, presentado en la UCAB en julio pasado, en el que destacó puntos relevantes para la causa democrática venezolana. En estos y otros análisis se enfatiza, hace tiempo ya, la necesidad y responsabilidad de revisar nacionalmente el esfuerzo democrático para poder recalibrar estrategias y reevaluar la turbulencia en las pocas condiciones internacionales que alientan ese esfuerzo y las muchas que lo complican.

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Los estudios sobre los factores internacionales que favorecen la preservación y la recuperación de la democracia han dedicado atención especial desde finales del siglo XX al papel de las organizaciones regionales. La OEA ha sido expresamente considerada entre ellas, especialmente por la institucionalidad del Sistema Interamericano de protección de los derechos humanos y por la consistencia formal del compromiso de la Carta Democrática Interamericana. En esos ámbitos, además de la OEA, iniciativas subregionales como el Sistema de Integración Centroamericano, la Comunidad Andina y el Mercosur, con sus propios protocolos, tuvieron un buen ciclo entre la década de 1990 y parte de los diez años siguientes. Luego vendrían las propuestas de foros regionales alternativos a la OEA -como la desaparecida Unasur y, con mayor amplitud geográfica, la ya referida CELAC- con sus cláusulas democráticas limitadas a las situaciones de golpes de Estado contra los gobiernos, pero no desde los gobiernos. En consecuencia, con débiles compromisos de protección de los Derechos Humanos. Ahora vuelven a aparecer propuestas de reanimación de foros alternativos: trátese de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, como han propuesto Manuel Andrés López Obrador y Alberto Fernández con el aplauso de Nicolás Maduro, sea que de la Comunidad Andina según lo propuesto en agosto por Gustavo Petro en materia económica, sin mencionar su institucionalidad democrática y en derechos humanos.

Lo que, finalmente, no pretende confirmar lo comentado hasta aquí sobre la Asamblea en Lima es que la OEA no sirve y hay que desplazarla como piensan tirios y troyanos: los regímenes que no aceptan ni siquiera el escrutinio de su ejercicio arbitrario del poder, de un lado y, del otro, las personas y organizaciones que lo padecen y resienten la indolencia expresada en votos y abstenciones. Las razones de unos y otros son muy distintas y conviene subrayarlo para no olvidar lo que también se confirmó Lima, otra vez: que el reto es defender los compromisos democráticos y con los Derechos Humanos, velar por su cumplimiento como lo vienen reclamando sin descanso las organizaciones y organismos defensores del Estado de Derecho y los Derechos Humanos, trabajar por ello en el terreno político, comunicacional y educativo para, fundamentalmente, evitar que se normalice el escepticismo, que tanto se parece, cuando menos, a la abstención.

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