En 1948, cuando termina esta historia, Venezuela luce como una sociedad encaminada a dotarse de los atributos que encarnan a plenitud una nación. Lo que hasta unos cinco años atrás había sido el proyecto de un elenco de notables, de una elite civilizadora, ha devenido en asunto de todo el pueblo. ¿De qué proyecto hablamos? Se trata de dotar a la sociedad de todos los elementos que le permitan realizar, por fin, los sueños que desde la Constitución de 1830 se hallan plasmados en todas las que le han sucedido: “Ser para siempre irrevocablemente (una nación) libre e independiente de toda potencia o dominación extranjera” (Art. 2); y darse un gobierno que será, también para siempre, “republicano, popular, responsable y alternativo” (Art. 6).
En ese 1949 que tan auspiciosamente comienza con la toma de posesión del presidenteRómulo Gallegos, elegido por más de dos tercios de los votantes el 14 de diciembre del año anterior, Venezuela parece hallarse en la mejor situación para hacer realidad los antiguos anhelos democráticos y republicanos. También se encuentra en óptimas condiciones para emprender la realización de otros proyectos, anclados no ya en las constituciones, sino en lo más lúcido de la conciencia nacional: hacer de los recursos naturales, particularmente de los hidrocarburos, el propulsor de la modernización.
¿Quién no puede percibir que Venezuela cuenta, a la llegada de su primer presidente elegido por votación universal, con formas políticas adecuadas para la aplicación de la democracia y de los principios republicanos? Las tiene, efectivamente, pero también cuenta con un proyecto de cambio anunciado por quienes introdujeron la voluntad de democratización en términos del más sencillo republicanismo:
“Nosotros haremos de la defensa de la riqueza y de los hombres del país el centro de nuestra preocupación. No edificaremos ostentosos rascacielos, pero los hombres, las mujeres, los niños venezolanos comerán más, se vestirán más barato, pagarán menos alquileres, tendrán mejores servicios públicos, contarán con más escuelas y con más comedores escolares. Y descentralizaremos la actuación estatal volviendo los ojos a la provincia preterida y arruinada”.
Así habla Rómulo Betancourt, presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, el 30 de octubre de 1945. Pero también anuncia la voluntad de transitar, por fin, la vía real que conduzca a la siembra del petróleo:
(…) “en créditos baratos y a largo plazo haremos desaguar hacia la industria, la agricultura y la cría una apreciable parte de esos millones de bolívares esterilizados como superávit fiscal, no utilizados en las cajas de la Tesorería Nacional”.
¿Quién, desde los más recónditos caseríos del país, o desde las urbes de América y Europa, podrá negar que en el lapso que va de la proclama de Betancourt al ascenso de Gallegos, se ha puesto en evidencia que no se trataba de vanas palabras? El país se ha dotado de los instrumentos indispensables para dar un colosal viraje: creación de la Corporación Venezolana de Fomento; elaboración de un meticuloso plan vial y creación del Instituto Autónomo de Ferrocarriles; fundación de los Diques y Astilleros Nacionales y de la Marina Mercante Grancolombiana. Y en el terreno de la acción hacia el hombre y los recursos humanos: establecimiento del Patronato Nacional de Alfabetización y puesta en práctica de la concepción del Estado como Estado Docente; creación del Instituto Pro-alimentación Popular; reactivación de la conquista y colonización del territorio y redistribución de los suelos ya explotados a través del Instituto Técnico de Inmigración y Colonización.
Dentro del legado que recibe Gallegos se encuentran no solo proyectos e instituciones, sino ejecuciones tangibles: inversión de 430 millones de bolívares en obras públicas; inicio de la construcción de bloques de 80 apartamentos cada uno; erogación de 50 millones de bolívares para la edificación de la Ciudad Universitaria; primeros movimientos de la Autopista Caracas-La Guaira; y, en especial, los corolarios del Estado Docente: en dos años se han alfabetizado 37.000 adultos, y la población que ingresó a Estudios Superiores superó la cifra de 5.500 alumnos.
Por último, en la escena donde ha de desplegarse la transformación a la que con tanto entusiasmo parece abocada la mayoría de los venezolanos hay otros dos factores que no solo son novedosos, sino también cargados de augurios propicios. Por un lado, en 1948 nos encontramos con una situación internacional que favorece la acción independiente de la sociedad y del Estado, como nunca hasta entonces había sido posible. La reconstrucción de la Europa occidental devastada por la guerra, así como la solidaridad reclamada por Estados Unidos a los países del continente en su enfrentamiento con la Unión Soviética, crean una demanda de productos estratégicos que valoriza considerablemente, no solo los tradicionales recursos petroleros, sino también las potenciales riquezas del subsuelo, sobre todo el hierro y la bauxita. Además, hay una oferta de la Europa arruinada por la guerra: recursos humanos, que van desde la mano de obra especializada hasta aportes en las técnicas, las ciencias y las artes.
Venezuela puede, en consecuencia, hacer real aquel otro viejo sueño de los venezolanos. El que formulara Alberto Adriani una década atrás: colonizar el territorio propio mediante la utilización de hombres competentes. Pero ahora con verdadera independencia. Dentro de este marco exterior que condiciona la acción de los venezolanos, topamos con otro flamante aspecto cuya importancia a nadie debe escapar: Venezuela ha revivido su condición de país latinoamericano. Sus relaciones con las otras repúblicas del continente, a excepción de República Dominicana y Nicaragua -cuyos gobiernos se muestran alérgicos a toda empresa democrática- son de solidaridad y entendimiento francos.
Pero el elemento que quizá sirva de pivote a la masiva voluntad de cambio es la unión que se ha dado entre civiles y militares para dirigir la sociedad desde el Gobierno, en forma democrática y republicana. A ello se había referido el presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno en la citada alocución de octubre de 1945. Según sus palabras, era una alianza (…) “de blusa y uniforme, como en los días estelares de la nacionalidad”. Pero la tal alianza no funcionó como la presentaba o la pensaba Betancourt.