En la aldea
23 abril 2024

Las ricas también lloran, un caso de simulación

“Las lágrimas de cocodrilo de Mimí Lazo no son por nada que le hayan hecho o dicho en el pasado, bien redituables que fueron. Le está haciendo una tarea a la dictadura de Nicolás Maduro. Cuando finge que llora en la caseta esa de Maicao, o donde sea, repite ‘no se peleen’. Dejen de plantarle cara a Maduro”.

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Milagros Socorro | 13 febrero 2023

Vi la proyección de “Desconocidas”, la más reciente obra dramática de Mónica Montañés. Al leer, en su cuenta de Instagram, que la pieza abordaba un aspecto de la realidad venezolana, me interesé. No tengo noticia de ninguna otra creación de la exitosa autora que ejerza fricción con los hechos o con la actualidad. El contenido de IG permitía adelantar que la obra nos mostraría el devenir de una mujer que ya en la senectud es sacada de su casa, de su lugar, y condenada a la excentricidad; esto es, una anciana es expulsada de su lugar, del sitio donde está acostumbrada a vivir y forzada a un traslado donde nada tiene forma ni referencia. Me intrigaba qué nombre le pondría la llave Montañés-Mimí Lazo (que no otra era la productora y cabeza del elenco) al monstruo que ha sacado a patadas a más de seis millones de venezolanos, a ponernos a pasar trabajos y a mear fuera del perol. Perdóneseme la ordinariez, pero es que el texto incluye esto de manera literal: al extraviarse en un apartamento desconocido, la señora se orina en su silla de escritorio. No encuentra consuelo: no encuentra el baño.

Vi la obra, por Zoom, hasta el final. Me sedujo el trabajo de Verónica Oddó, su firme dicción, las muchas posibilidades de su construcción del personaje, abierto en un abanico que solo el desenlace cerrará de golpe. Me gustó la actuación de Mimí Lazo, siempre capaz de reunir un manojo de flores sencillas y tiernas, incluso en un papel de chivera como este. Y, bueno, bostecé con la joven alienada por la realidad paralela, el antifaz o lo que sea (no tiene la menor relevancia). Mientras la trama se arrastraba sin adelantar un palmo de lo establecido al principio: tres mujeres de una familia han tenido que salir huyendo de su país por causa de X, y cada una lidia como puede con el cataclismo. La abuela tantea las superficies desconocidas en busca de una rugosidad que la ate a la cordura, a la vida; la hija tiene ese dolor muscular tan familiar para los casi siete millones de desplazados que han tenido que meter la vida en dos maletas y luego tirar de ellas con los pulmones; y una joven desubicada que está tratando de estirar la adolescencia más allá de los 40.

“Ese otro teatro, orientado por diseño a quitarle a la vida su fuerza, a la gente su lucha y al dolor su verdad”

Okey. Chévere. Pasó un cuarto de hora y seguimos en lo mismo. Se me hace evidente que a este texto le falta un golpe de horno. Está inacabado. Por qué es tan evidente, pues porque no hay conflicto. Antes de media hora ya nos enteramos de que en esta obra el drama jamás será aludido. Al contrario, está escrita para eludirlo, para travestirlo: en algún momento se nos explica que ellas han tenido que dejar su casa y ahora evitan venderla por tres lochas no porque haya una razón muy clara y concreta, sino porque es un destino hereditario. Una tara. A la vieja la sacaron a carajazos (de otro país, desde luego, donde había un dictador que sí era dictador), a la hija también y así… Pásame el dencorub.

Pero la sigo viendo. Hay dos elementos que me llaman la atención. Uno es la reiteración de un recurso de sonido, un yesquero que alguien frota sin llegar a encenderlo nunca. Me engancha la metáfora de la imposibilidad del hogar, la llama que ya nunca nos entibiará. Y el otro es el hecho de que la señora es la que se orina encima, pero quienes se bañan varias veces son la hija y la nieta. ¿De qué intentan lavarse?

En fin, como era previsible, el desenlace llega por deus ex machina (sobrevenido, sin estructura que lo precipite y explique). Y chao. No me queda, sin embargo, sensación de tiempo perdido o de indignación por la burda manipulación ideológica. Experimento la tristeza que dejan siempre los malos guiones, esa como oportunidad perdida de haber vivido un amorcito rico; apago la luz de la mesa de noche meneando la cabeza ante los malabarismos chimbos para escurrirle el bulto a la verdad. Esa congoja de cuando compruebas que te han visto la cara de huevón, como decimos en Venezuela, sin que las sucesivas generaciones hayamos encontrado una manera más precisa de expresarlo.  

Un par de días después, ante cierta mención en las redes, evoco la pieza, cada vez se desdibuja más en mi memoria. Tomo nota mental de escribir algo: creo que la pieza puede retomarse desde el minuto diez y avanzar hacia algún conflicto, uno de verdad, no de propaganda vergonzante. Desecho la idea. Total, solo vi la obra una vez, no la he leído. Va y no es tan deshonesta… Entonces veo a Mimí Lazo “llorando” en cámara, supuestamente porque Héctor Manrique, antiguo compañero de ella en los inicios de ambos en el Grupo Actoral 80, donde ambos comenzaron su formación, no vio “Desconocidas”, último trabajo de la maestra de los dos.

Me llama la atención el hecho de que cuando Lazo actúa de que actúa es mucho más creíble -y, otra vez, más luminosa- que cuando barrunta un falso documental. No le creo ni un segundo. Es falso que su performance esté estimulado por el consumo de vino en una gallera o algo así. Es falso que esté lamentando el vacío que le hacen amigas suyas a quienes expone al escarnio con el llanto de anime. Es falso que a ella le moleste en lo más mínimo que la califiquen de enchufada; simplemente, porque jamás lo ocultó. Más aún, se cansó se exhibirlo y de cobrar altas sumas, que en su momento circularon en la opinión pública. Porque el trabajo del actor, a menos que también lo haya desempeñado en los búnkeres del chavismo, es público y hasta se promociona en prensa.

Cuidado. No me estoy refiriendo a los centenares de funciones de “El aplauso va por dentro” (Mónica Montañés), un hit de taquilla que no tuvo que ver con el chavismo. No todo, ya vamos a desarrollar este punto. Mimí Lazo llevó ese unipersonal, por el que cobraba en taquilla más o menos el equivalente de una entrada a precio internacional, por todo el país; y la gente le respondió. Eso está muy bien. Nadie le escamotea esa prodigiosa conexión con las audiencias. Otra cosa, y aquí viene el escardillazo anunciado, es que el éxito de “El aplauso va por dentro”, una comedia de consumo rápido, sin digestión, ni posible evocación posterior, concebida para la evasión: mientras el drama nacional se extendía ante nuestros ojos como una mancha de aceite pegajoso y letal, las masas llenaban los teatros para ver a Mimí Lazo (porque nunca fue un personaje, siempre fue ella, desplegando esa mezcla ganadora de ama de casa con mujer fatal que, entre bobada y bobada, se permite una plegaria fálica). En cierta medida, la atracción de “El aplauso va por dentro” es incriminador para un pueblo al que, al mismo tiempo, en su cara y sin bambalinas, lo estaban jodiendo hasta los extremos que hoy padecen y padecerán las nuevas generaciones venezolanas.

Esta compañía se olió que las mayorías venezolanas estaban negadas al desengaño, que se seguirían hundiendo hasta la ruina, hasta la diáspora, hasta mearse vivas, con tal de seguir en el sueño baboso de que un gorila ignorante y ladrón los iba a llevar al cielo. Y la pegaron, claro que la pegaron. Se hicieron con el premio gordo; y de ahí le viene parte de la fortuna que Mimí Lazo nunca ha ocultado. Pero solo parte. La otra, ya la historia determinará la proporción, le cayó con los contratos del régimen, que fueron muchos. Y ahora sí con unos bodrios vergonzantes, como una “obra” titulada “A mi gordo no me lo quita nadie”, un esperpento argentino, creo, en el que hasta a Isabel Sarli le hubiera dado vergüenza poner la cara. Eso lo presentó Mimí Lazo, ¡en el Celarg! Y en muchas otras instancias gubernamentales, ministerios, CNE, institutos “autónomos”… Con dinero del Estado venezolano y a la vista del país. Eso está en internet. Pongan: Mimí Lazo + Jorge Rodríguez / Mimí Lazo + Diosdado Cabello. Y tendrán una ristra de infamias (con condecoración incluida).

Por qué traemos hechos tan degradantes y de tan ingrata recordación al presente. Pues porque las lágrimas de cocodrilo de Mimí Lazo no son por nada que le hayan hecho o dicho en el pasado, bien redituables que fueron. Tampoco son jeremiqueos de cara al futuro. Mimí Lazo, y no es la única, le está haciendo una tarea a la dictadura de Nicolás Maduro. Cuando finge que llora en la caseta esa de Maicao, o donde sea, repite “no se peleen”. En realidad, ese es su leitmotiv. La memoria de Verónica Oddó es una cortada, que no tarda en soltar. El punto es: no se peleen. Dejen de plantarle cara a Maduro. Pónganse en filita detrás del sátrapa.

Todo ese mensaje de las lágrimas de escenografía tiene que ver con dos modelos irreconciliables: por una parte, el de Héctor Manrique y otros como él, que están metiéndole teatro popular, de calidad, crítico, por el buche al dictador y dentro del país, acompañando a una audiencia que ya se cayó de la máquina caminadora y dio con sus huesos en la terrible realidad que nos dejaron el chavismo y sus cómplices, entre quienes se cuenta la cautivadora Mimí Lazo. Y, por la otra, ese otro teatro, orientado por diseño a quitarle a la vida su fuerza, a la gente su lucha y al dolor su verdad.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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